Opinión
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Saltos en el vacío
E

n pleno apogeo de la Primera Guerra Mundial, cuando los ejércitos de Alemania y Austria se encontraban asediados por las tropas de la Entente, circuló la siguiente anécdota que Zizek ha hecho célebre. Durante una batalla en la frontera austriaco-germana, un oficial austriaco llama por teléfono a sus aliados en la trinchera alemana para enterarse del estado de cosas. ¿Cómo va todo por ahí?, pregunta. Un oficial alemán le responde: La situación es grave, pero no catastrófica. A lo cual el militar germano pregunta: ¿Y con ustedes, cómo andan las cosas? Y el oficial austriaco responde: Aquí la situación es catastrófica, pero no grave.

Esta absurda conversación ilustra las diversas reacciones que ocurren cuando un poder histórico y constituido está a punto de venirse abajo. El ejército austriaco ya se había resignado a perder lo que tenía. Una retirada temprana marcó el preámbulo del fin del imperio (austro-húngaro). Los alemanes, por el contario, no se resignaron a renunciar a lo que nunca habían tenido: un imperio (europeo) propio. El corolario de esta obstinación es bien conocido: la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Pero existe una tercera forma de reaccionar frente a una crisis, digamos, en vías de ser terminal: intentar preservar lo que se tenía, sin darse cuenta de que ya se perdió. En cierta manera, este fue el destino final del porfiriato. Díaz nunca se percató de que la conjunción de la rebelión magonista de 1906 y el descontento de las élites de hacendados del norte había afectado, entre muchas otras causas, los tejidos más sensibles de la legitimidad del régimen. Y que la única solución viable consistía acaso en su propio sacrificio para preservar el régimen. Pero incluso esta opción era, tal vez como él mismo sabía, incierta. Lo que siguió fue el maderismo, en 1910.

Cada régimen concluye sus días de una forma singular. No hay regla ni principio al respecto. El que se inició en 1988, con la llegada de Carlos Salinas de Gortari a la Presidencia, después de unas elecciones que resultan hoy –después de múltiples estudios históricos– tan dudosas como en aquel año, ha empezado a mostrar signos de agotamiento que pueden desembocar en su gradual descomposición, y la demanda entonces de su transformación. Existen, al menos, tres síntomas visibles al respecto.

1) Pedir a la sociedad que supere el crimen y el trauma de Ayotzinapa –como en el reciente discurso de Enrique Peña Nieto en Guerrero– equivaldría a pedir que se prescinda de dos décadas y media de polarización social, pobreza creciente, degradación institucional, parálisis productiva, corrupción y, sobre todo, impunidad ilimitada. Se trata de esa visión que supone que la sociedad puede engullir las facturas y los fracasos de una casta política para remitirlos al archivo de la resignación. (Un cheque en blanco para seguir con lo mismo.) Hay pocos momentos tan patéticos como cuando no se percibe que en la historia una sola fecha puede expresar una historia entera. Los normalistas de Ayotzinapa fueron atacados y desaparecidos cuando se dirigían al Distrito Federal para participar en la marcha del 2 de octubre. Un fecha –1968– que el PRI jamás logró superar. Si ya había devenido un sistema de piedra –capaz por esto de capear cualquier temporal–, se ha vuelto en su restauración una figura, como las que sustituyen a las piedras en los museos modernos, de cartón plástico. Pero el cartón es sólo decorativo.

2) Enfrentar el problema de la seguridad con una política centrada en la solución policiaca –una nueva policía estatal– no hace más que agudizar el problema. Es la misma ruta que eligió Felipe Calderón, cuyos resultados padecemos todos. Los reclamos por la inseguridad no sólo afectan a los pueblos de la sierra de Guerrero o a las cuencas perdidas de Tamaulipas, sino a la sociedad entera. A cada ciudad, a cada parque, a cada esquina. Provienen de sus márgenes perdidos y de las zonas residenciales, de las zonas obreras y de las de clase media, de cualquier lugar en cada momento. Nadie escapa a la incertidumbre. Es decir, es un problema –como hoy se afirma– del Estado en su conjunto. Pero a la hora de reflexionar qué cuerpo del Estado podría concentrar la solución, las posibilidades se agotan con rapidez. El Poder Judicial está atado al Ejecutivo, como quedó muy en claro en el caso del góber precioso de Puebla. La policía, como se sabe, es parte del problema. Los partidos se nulificaron por su propia corrupción. Todos los órganos claves del orden se encuentran en la frontera entre el crimen y la política. Es decir, ningún elemento del sistema parece mostrar la consistencia para reformar al sistema. Es entonces cuando la gente se pregunta, de la manera más plausible, si la única opción no consiste en cambiar al régimen en su conjunto.

3) El panorama económico no parece precisamente alentador. Los precios del petróleo se han desplomado y las remesas se redujeron por debajo de sus niveles históricos. Más de un millón y medio de trabajadores regresaron en los últimos dos años desde Estados Unidos. Son los saldos de una recesión que no cede. La mayoría se encuentran sin trabajo. Toda la apuesta de las reformas estructurales se centraba en inversiones que hoy temen ingresar por dos razones: la incertidumbre política y los choques entre los poderes globales. Durante todo el año, se trató de abrir la opción a China para hacer inversiones masivas, como lo ha hecho en Argentina y Brasil. Pero es evidente que Estados Unidos no está dispuesto a permitir una expansión de inversiones directas chinas en México. Y lo esencial: todavía no se ha aquilatado el shock simbólico que significó la puesta en venta del patrimonio petrolero.