Editorial
Ver día anteriorSábado 13 de diciembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Derechos humanos y crisis institucional
A

yer, en el contexto de la ceremonia de entrega del Premio Nacional de Derechos Humanos, realizada en Palacio Nacional, el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Luis Raúl González Pérez, expuso los casos recientes y más indignantes de violación masiva de estas garantías –las dos decenas de ejecuciones extrajudiciales realizadas por efectivos militares en Tlatlaya, estado de México, y el ataque policial contra estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero– como ejemplos de fallas institucionales catastróficas y generalizadas y de la responsabilidad en tales atrocidades –por acción o por omisión– de las autoridades de todos los niveles de gobierno. En ambos casos, señaló el ombudsman nacional, los organismos de seguridad del Estado, cuyo sentido primigenio y último consiste en preservar la vida y la integridad de los habitantes, estuvieron ausentes.

A continuación, el titular de la CNDH reflexionó sobre el hecho de que el malestar social muy difundido que se ha evidenciado a raíz de tales episodios no necesariamente tiene su origen ni se limita a ellos, sino que responde a un largo proceso de frustración de expectativas iniciado años atrás, pero que no fue advertido con oportunidad en sus diferentes versiones económicas, sociales y culturales.

En efecto, el país ha sufrido en el curso de la última década un creciente deterioro en todos los órdenes, que ha puesto en peligro, de muchas maneras, a la población, sin que el Estado haya sido capaz de responder a esa crisis en forma coherente. Y la irritación social que hoy se vive no sólo es consecuencia de Tlatlaya e Iguala sino de decenas de miles de muertes, desapariciones, secuestros y otras vulneraciones graves a las garantías básicas, ante las cuales el poder constituido se ha mostrado omiso en su obligación de procurar justicia, renuente a garantizar la paz pública e incapaz de vigilar y sancionar a sus propios empleados que han participado en no pocos de esos delitos.

En tales circunstancias, como lo señaló el ombudsman, resulta obligado un cambio de actitud, de estrategia y de discurso en todos los ámbitos de la administración pública, cambio que sigue pendiente a casi tres meses de ocurridos los homicidios y las despariciones de normalistas en Iguala. Sin embargo, las instancias gubernamentales parecen no haber entendido la imperiosa necesidad de emprender un giro de fondo de actitudes en el ejercicio del poder, ni asumido que, en vez de reformar las leyes existentes, es indispensable cumplir cabalmente con las que existen y que, en los hechos, han sido convertidas en meros ejercicios de ficción y de simulación.

En suma, para evitar escenarios de ple­na ingobernabilidad resulta indispensable gobernar, y ello implica, a su vez, actuar con el bienestar de la población como primera prioridad y propósito fundamental del accionar institucional.