Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 14 de diciembre de 2014 Num: 1032

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Narrar para resistir
Esther Andradi entrevista
con Nora Strejilevich

Las posadas
Leandro Arellano

Tres poetas:
Antony Phelps,
Horacio Benavides y
Xavier Oquendo

Marco Antonio Campos

Bestiario adentro
Adolfo Echeverría

El nuevo Tao o
la iluminación final

Alejandro Pescador

Después de la Muestra
Carlos Bonfil

Algunos encuentros
Juan Manuel Roca

Leer

Columnas:
Galerķa
Ingrid Suckaer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 
Sergei Isupov,
El miedo tiene
grandes ojos
, 2013
Adolfo Echeverría

La arpía de los espejos

Habita las capas más externas y aparentes del azogue de algunos espejos (se ignora el porqué de su preferencia por las antiguas lunas venecianas).

Como un dardo ungido con la más letal ponzoña, su mirada no perdona. A quien, excediendo los límites de una ecuánime y razonable vanidad, se mira en esos ojos de mercurio que se ocultan tras el reflejo de una imagen inofensiva por ser harto conocida, continuamente le sobrevienen prolongados períodos de insomnio, la disminución progresiva del apetito y –en más ocasiones de las que pudiera creerse– una melancólica inanición sin esperanza.

El minotauro de sí mismo

Para el Dr. Tirso Lara Gallardo, con toda indiscreción

Hay un Minotauro de sí mismo hibernando en las catacumbas del alma de cada cual. Resguardado en lo más tortuoso del ser, desde el principio de nuestros días sueña un sueño libre de la más mínima conmoción. Por fortuna, nuestro Minotauro casi nunca saldrá de su letargo. No obstante, si alguna vez este monstruo llegara a abrir los ojos, las consecuencias pueden ser catastróficas, ya que todo aquel que se convierte en el teatro de su despertar tiende a volverse  –espontáneamente y sin la menor resistencia–, en su propio y más temible enemigo.

Los efectos de este hecho son ciertamente impredecibles aunque, más temprano que tarde, arrojen pronósticos fatales. Pues, ¿cómo escapar de uno mismo?, ¿cómo salir airoso en una contienda semejante sin sufrir, a la vez, los embates de una derrota desastrosa?

El grifo memorioso

Como las aguas de un Leteo subvertido y desnaturalizado, el Grifo memorioso se bebe. Aunque prefiere los líquidos insignes y de por sí consagrados –bálsamos, filtros, pócimas y otros brebajes de leyenda–, frecuentemente se sedimenta en bebidas más bien comunes y corrientes (el caso más acreditado es el de la tisana en la que Proust remojó su célebre magdalena). Dependiendo de la magnitud de la toma, quien ingiere una cierta cantidad del Grifo experimenta en su espíritu la manifestación de recuerdos y evocaciones en una escala de importancia que va de lo insignificante y ordinario a lo sobrecogedor y sublime. Lo que este sujeto no sabe es que, a pesar de su supuesta verosimilitud, todos y cada uno de los pormenores inscritos en su intoxicada retentiva son, en estricto rigor, falsos.

Se cree que, en algunas de sus encarnaciones, el Grifo memorioso es plenamente reconocible a la vista. No obstante, quien se ha topado con él tiende a olvidar cualquier rasgo relativo a su fisonomía. Sobra decir que nadie recuerda el origen de su nombre.

La hidra de la duda


Sergei Isupov, Fe y esperanza, 2013

En contra de lo que comúnmente se piensa, la Hidra de la duda no prolifera en el seno de entidades débiles o enfermizas; antes bien, para realizarse hasta el máximo de sus aptitudes, requiere de una complexión moralmente sólida que la acoja. Y es que el arma preferida de esta Hidra no es el escepticismo categórico ni la irrevocable dubitación, sino la sospecha lancinante con la que va socavando, flemática, pero seguramente y hasta su agotamiento, el ánimo de quien la padece.

Como en el caso de algunas enfermedades crónicas o congénitas, no existe aún el tratamiento que pueda liberarnos de raíz y enteramente del mal que nos provoca la Hidra. Sin embargo, no todo está perdido, pues, con una estrategia terapéutica firme y decidida, las turbaciones que ésta nos inflige no sólo pueden neutralizarse sino, incluso, llegan a ser orientadas en beneficio propio. Es bien conocido aquel filósofo francés que empezó por poner en tela de juicio todas y cada una de sus certidumbres, y acabó nada menos demostrando, de manera indubitable, la existencia de Dios.

El basilisco de la desesperanza

Se le relaciona con la familia de los engendros intangibles. Sus capturas predilectas se encuentran entre los satisfechos y optimistas a ultranza. Los acecha silenciosamente durante aquella promisoria juventud, plena de alentadores proyectos y esperanzas sólidamente fundadas, hasta que el día menos pensado –aunque, es cierto, a veces prefiere los cumpleaños, los aniversarios luctuosos, las vísperas de Año Nuevo–, cruelmente arremete contra sus víctimas asestándoles una fuerte dosis de realismo (o sea, esa aguda lucidez que raya con el desencanto), revelándoles entonces la inutilidad de sus esfuerzos y lo absurdo de sus desproporcionadas expectativas.

La esfinge de la puerta cerrada

Los especialistas aún se preguntan si esta singular anomalía psíquica es producida por una simple aunque funesta ilusión óptica, o si, más bien, resulta del trastorno de algunas funciones cognitivas, acaso las más frágiles y susceptibles de la mente. El hecho es que, para quien es blanco de los embates de esta patología, la realidad entera se reduce, opresiva y claustrofóbica, a una sombría habitación de ambiente enrarecido, cuya puerta se halla, para colmo, irremediablemente cerrada. Por lo general, el efecto secundario que se experimenta motiva la indudable certeza de que la humanidad ha extraviado para siempre la llave que abre –en particular– la cerradura de esa puerta. (Algunos entendidos aseguran que existe una vinculación entre esta dolencia y otra no menos inquietante: la de la Anfisbena del callejón sin salida.)

El cerbero de la idea fija

No hay romanticismo ni garbo filantrópico ni la persecución de una utopía redentora en las motivaciones o los designios de quienes han escuchado la voz del Cerbero de la idea fija; tampoco es que su sensibilidad poética se abrume con el bordado de un verso de incuestionable perfección, o que su juicio se absorba en el discernimiento de las leyes del movimiento perpetuo, ni que su voluntad busque a toda costa erradicar el hambre o la injusticia de la Tierra.

Por el contrario, esta raza de mártires nimios –aunque de propensiones no menos solemnes y pomposas que las de ciertos campeones mitológicos– tiene que lidiar con la inhabilidad para deshacerse de otra clase de obsesiones: la corrección del nudo de su corbata, la perdurable soltería de la hija mayor, los eternos tres kilos de sobrepeso o el ansiado resultado del sorteo de la lotería, la semana que entra.

La escila de la impaciencia

Lo extraordinario es que la Escila de la impaciencia opera serena y mansamente, haciendo gala –se diría– de un derroche de parsimonia. Espía a su presa año tras año, con una discreción y un sigilo encomiables, cuidándose de insinuar la menor emboscada. No obstante, cuando finalmente se lanza al ataque, es implacable.

Desprevenida, indefensa, su presa capitulará en un abrir y cerrar de ojos. A partir de ese instante, en cada acción que lleve a cabo, sentirá cómo la influencia de la Escila la precipita –brusca, irrefrenablemente– en una caída libre al interior de un abismo sin fondo.

El cinocéfalo de la verdad

Admitamos, de entrada, que la ciencia aún desconoce su modus operandi; pero digamos, al punto, lo que resulta fehaciente para el examen especulativo: todo aquel que se rinde ante el poder de persuasión del Cinocéfalo de la verdad queda inhabilitado para enunciar una mentira, por nimia o trivial que ésta pueda resultar. En primera instancia, esta inédita condición parecería augurar un claro progreso moral para quien la experimenta; pero lo cierto es que, investigados con más esmero, algunos casos específicos desmienten las presuntas bondades de las promesas iniciales.


Sergei Isupov, Lift: Monkey, 2011

Sobresalen, por su sostenida repetición, esos eventos coyunturales en que alguien –condenado por la ineptitud instrumental para mentir– se ve compelido a divulgar una verdad cuyas calamitosas secuelas habrían podido ser higiénicamente sorteadas gracias al auxilio de la mentira piadosa o al próvido fingimiento. Si no, piense usted en el camarada de la lucha subversiva reconvertido en soplón, o la madre que confiesa públicamente la manifiesta y concluyente fealdad del hijo, o en esos amantes que, impasibles y sin preámbulos, asestan su devastadora y conclusiva sentencia: “Lo que pasa es que ya no te quiero.”

La salamandra mántica

El número de los aquejados por este mal parece incrementarse a marcha de gigante, a juzgar por la variedad y frecuencia con que el estudioso del fenómeno detecta la sintomatología derivada de los aciagos trastornos que genera la Salamandra mántica.

Entre los exempla más curiosos de los muchos que nos ofrecen los desdichados que sobrellevan este padecimiento, se encuentran aquellos que creen vaticinar el futuro de las personas dilucidando los mensajes contenidos en las manchas de los asientos del café en el interior de una tacita; o quienes afirman determinar su perfil caracterológico según la lectura de la posición de los astros en el momento de su nacimiento; sin olvidarnos de apuntar el caso de los que prometen inferir, en las líneas de la mano, con cuánta desgracia o fortuna habrán de vivir sus días ciertos infelices o bienaventurados.

Como prueba de un grado superior y casi desesperado en el incremento de la afección aquí descrita, se destaca la condición de virtual desahucio de aquellos que suelen aceptar ciegamente los agüeros y predicciones que profieren los sujetos arriba mencionados.