Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 21 de diciembre de 2014 Num: 1033

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ciencia bajo el puente
Manuel Martínez Morales

La Babel de las siglas
Vilma Fuentes

Felipe la boa
Guillermo Samperio

De nuevo Operación Masacre
Luis Guillermo Ibarra

Artículo 84
Javier Bustillos Zamorano

México hoy:
necropolítica e identidad

Ricardo Guzmán Wolffer

En el taller
de Cuauhnáhuac

Ricardo Venegas entrevista con Hernán Lara Zavala

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
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La Jornada Semanal

 

Martínez Assad y el diálogo urgente

Agustín Ramos


En el verano, la tierra,
Carlos Martínez Assad,
Seix Barral,
México, 2014.

En el verano la tierra consta de tres capítulos y está escrita a dos voces. Su tema central es el amor. De José y Alina, y del abuelo de José por la tierra como espacio de peregrinajes, por México como tierra de destino y por Líbano como tierra natal.

En esta última, desde diversas situaciones y en distintas condiciones, coinciden los tres personajes: el abuelo, su nieto José y Alina. Y así, merced a la historia, el título En el verano, la tierra, de ser una invitación y un consejo del viejo al joven para visitar la tierra natal en las vacaciones, se convierte en una admonición: es tiempo de bajar al edén aunque el edén sea el infierno. ¿Merced a qué historia? A la historia ficticia…, inevitablemente asociada con la historia real.

Empecemos por la ficción.

José conoce a Alina en París y viaja con ella al Líbano de la inminente guerra civil de los años setenta del siglo XX. Así Alina, bella mujer gala de ascendencia libanesa, constituye la personificación de Líbano en la misma medida que Líbano representa la encarnación de Alina como un personaje en riesgo de muerte. Esta metáfora de Alina, que la novela propone y permite, ayuda a comprender una nación, remota y presente, con sus esplendores y devastaciones.

Y aunque llama la atención que el viaje de José, un ser ficticio, coincida en más de un punto con el que efectuó en esa misma época el Jean Genet real, esta coincidencia es sólo una más de las formas de diálogo que propone la novela.

Por una parte, la voz del abuelo de José trae resonancias milenarias, edades de oro y travesías mitológicas: recrea leyendas y tradiciones, el germen de sus mitos y biografías. A su vez, la narración del nieto, mexicano de ascendencia libanesa que parte de París al Medio Oriente, es la de un testigo conmovido ante una patria y una historia originadas en el abuelo. Por ello, el relato cronológico del nieto sostiene el tono de quien descubre un legado ancestral, y también carga un misterio que sólo terminará de develarse hasta la última página de la novela: misterio que persiste y se concentra en el propósito del viaje de Alina al corazón de un Líbano a punto de estallar.

A través de sus diálogos ideales con el abuelo, y del diálogo amoroso con Alina, José va dejando de ser el forastero del Medio Oriente para renacer en el reverso de lo que antes sólo aparecía como una civilización desconocida o falsamente conocida, excluyentemente victimizada, temible, extraña, y ahora se presenta como el asiento real de lo maravilloso y lo trágico.

En uno de los turnos del abuelo, cuando el nieto ya se halla en Beirut, aquél le habla desde el recuerdo para decirle: “Encontrarás la plaza de los Cañones con sus gruesas palmeras, sentirás en el ambiente el aroma del café y del tabaco de las tertulias del atardecer. En cualquier puerta te ofrecerán un té de menta y mermelada de pétalos de rosa con algún otro dulce como el rapajalum. No hay en el mundo pueblo más hospitalario.”

Esto recuerda a la madre de Juan Preciado cuando va guiando a éste en su entrada en Comala: “Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche.”

El incumplimiento suscita reclamos. En la novela de Rulfo, Juan Preciado reprocha a su madre: “Hubiera querido decirle 'Te equivocaste de domicilio, me diste una dirección mal dada. Me mandaste al ¿dónde es esto y dónde es aquello? A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe'.” De manera parecida José, el protagonista de En el verano, la tierra, al sentirse apabullado por la realidad libanesa de 1975, llega a decir: “¡Abuelo!, ¡abuelo!, esto no es lo que me contaste. No hay historias maravillosas, sino intereses políticos. ¿Dónde está el país cantado por Salomón, tocado por la gracia de Dios? Medio Oriente es un pasadizo a la muerte como único destino. Por eso huiste, por eso buscaste otra tierra y me dejaste la penitencia de regresar para gritar que todo está perdido. ¡Abuelo!, no te vayas, no sin antes contarme otra de tus historias…”

Y el abuelo acude a este llamado narrando al nieto un viaje por los jardines colgantes de Babilonia, el faro de Alejandría, la pirámide de Keops, el Coloso de Rodas, el templo de Zeus en Olimpia, el templo de Artemisa en Éfeso y el mausoleo de Halicarnaso.

Una vez detectando a Rulfo, nada impide rastrear las formas empleadas por Faulkner en ¡Absalón, Absalón! y en Desciende Moisés... Y así como el protagonista José es de algún modo un personaje paralelo a Jean Genet, Carlos Martínez Assad se asemeja a Rulfo, como Rulfo a Faulkner, como Faulkner a la tradición de comprender al otro, ese otro que fuera de la gran literatura se designa generalizadoramente, abusivamente, como negro, huérfano, indio, árabe, palestino.

En el verano, la tierra constituye un diálogo. El diálogo como instrumento para trascender los tiempos y responder a la tragedia presente. Esta interpretación obedece a que el concepto “diálogo” –antónimo de “monólogo”– es clave en los propósitos de toda la obra de este autor, un discurso para que la comprensión se vaya abriendo paso entre las tinieblas de la representación.

En uno de sus libros más recientes, Los cuatro puntos orientales. El regreso de los árabes a la historia, Carlos Martínez Assad indica que “el orientalismo” es una “representación de los árabes construida por Europa” desde los tiempos de la invasión napoleónica a Egipto. Y Martínez Assad trabaja, como científico social y también como novelista, de cara a esa representación. Ahora, cuando urgen nuevos oídos para clamores antiguos, sus textos sobre Medio Oriente resultan esclarecedores y, sobre todo, vigentes. Como muestra y síntesis está el diálogo que, en un capítulo crucial de En el verano, la tierra, sostienen los personajes Alina, José, Ahmed y Michelle, con respecto al Líbano de 1975.

En paralelo al personaje José, que sigue al abuelo y sigue a Alina, Martínez Assad, con eficacia literaria o con rigor científico, sigue a Maalouf, a Genet, a Edward Said, y abre vías al entendimiento sin eludir los enfoques desde donde se ven las coincidencias y las diferencias, las generalidades y las particularidades que vigorizan y confieren peso y levedad, color y matiz a las historias verdaderas, sean reales o ficticias.

Por lo que toca a esta ficción, los diálogos no se limitan a las respuestas del abuelo a un nieto que escribe un diario en presente, sino que se extienden al intercambio de la crónica del presente con la evocación de las tradiciones del Medio Oriente, que bajo los efectos del Tiempo está hoy como una merma de la Historia, como una lesión de la humanidad.

Si en la edición de 1994 En el verano, la tierra era un canto dialogado, veinte años después se intensifica y deriva en un llamado a la urgencia de dialogar.


Filosofía y educación

Germán Iván Martínez


Filosofía de la educación. Ideología y utopía,
Miguel Romero Griego,
Ediciones del Lirio,
México, 2014.

Frente al desprecio institucional y el embate que desde distintos frentes sufren las humanidades y las ciencias sociales; de cara también a la minusvaloración de las ideas filosóficas, Miguel Romero Griego afirma en este libro que dichas ciencias son indispensables para una comprensión cabal de la realidad y que, no obstante la desconfianza que genera el pensamiento filosófico, éste se halla inmerso en toda concepción educativa. Señala por ello la importancia de conocerlo, desentrañarlo e identificar la ideología que impregna todo proyecto educativo al identificar los supuestos de los que parte; valores, comportamientos y actitudes que defiende; fines que persigue; aciertos y desaciertos con que cuenta. Estas son tareas que ha de llevar a cabo la filosofía de la educación, disciplina que involucra otros ámbitos: epistemología, ética, lógica, gnoseología, axiología, etcétera, e implica una “reflexión seria, rigurosa y sistemática” gracias a la cual se puede advertir qué tipo de ser humano se pretende formar, con cuáles conocimientos, habilidades y destrezas, y para cuál sociedad; también posibilita reconocer las contradicciones existentes entre teorías educativas y entre discursos oficiales y prácticas concretas.

Así, frente a un sistema educativo enajenante y deshumanizado que busca uniformar creencias, ideas, actitudes y comportamientos mediante una educación dogmática y, por lo mismo, acrítica; frente a una escuela que defiende las peores prácticas: magistrocentrismo, memorización, repetición, pasividad del estudiante, obediencia, sumisión y docilidad, se precisa impulsar una educación distinta, que promueva lo contrario: reflexión, curiosidad, libertad, investigación, comprensión, profundización, crítica. Romero Griego afirma que la filosofía “deber orientarse a una toma de conciencia y una praxis”; esto es, debe ser especulación pero también práctica o, en otros términos: reflexión permanente y acción transformadora.

El autor subraya que la filosofía es un producto social e histórico que posibilita la humanización. Desde una postura latinoamericanista, defiende la idea de que aquélla debe servir para reconocer, analizar, comprender y superar desafíos que aún aquejan a diversos países del mundo: pobreza, hambre, marginación, explotación, analfabetismo, dependencia. Dice además que en la historia de la educación mexicana se han omitido personajes fundamentales sobre los que es preciso ahondar. Subraya que ignorar filosofía e ideología es un error, tanto como circunscribir la educación al ámbito escolar, olvidando el papel que juegan la familia y otras instituciones sociales como instancias formativas.

Romero Griego advierte que la institucionalización de la educación responde a intereses económicos y políticos de ciertos grupos; que la educación escolar sigue siendo un mecanismo gubernamental de control mediante el cual el Estado intenta preservarse. Acusa por ello que en la actualidad “no se está formando una conciencia social en los estudiantes”, lo que deriva  a la postre en una falta de compromiso de los profesionistas respecto a la sociedad a la cual se deben.

Para el autor, resulta “impensable una educación al margen de la ideología y la filosofía”. Su imbricación deviene relación dinámica, cambiante y compleja; asegura por ello que pronunciarse por un tipo de educación es asumir, conscientemente o no, una filosofía y una ideología. Agrega asimismo que todo proyecto educativo se instala en dos dimensiones: realidad e imaginación. Lo que aspiramos ser tiene que ver entonces con una visión utópica de la vida que se basa en una inconformidad respecto a lo que somos en el presente. Aspirar a un mundo mejor, piensa, no es sueño ni fantasía sino esperanza. En este sentido, la filosofía de la educación no la concibe como el análisis sobre lo que los filósofos han pensado respecto al acto educativo, tampoco como mera especulación relacionada con el lenguaje desprendido de teorías distintas, y menos como una simple clarificación de conceptos. La piensa como praxis que puede ayudar a conocer más y mejor este hecho social, a descubrir falacias, abatir fanatismos y tomar conciencia de nuestra realidad y nuestros problemas con la finalidad de superarlos.



El ojo histórico,
Eduardo Mosches,
Universidad Veracruzana,
México, 2014.

Aunque se trata de un poemario, y por razones que tal vez tengan que ver con el aliento y con los temas de los textos que lo conforman, la uv ha incluido este volumen en su célebre colección de Ficción. Una buena clave para entender esta aparente mezcla genérica, al menos en cuanto a la definición de lo que es este ojo histórico, la proporciona Cristina Peri Rossi en el prólogo: “El lector entenderá si le digo que siendo un libro épico y lírico, es, también, cinematográfico. Hay poesía visual y no es la que juega con la ortografía o los espacios. Es la que nos muestra, como éste, el llanto de un niño, el amor de una madre, la muerte horrible de los soldados o el desbordamiento de un río con palabras, con imágenes descriptivas.”

Descriptivas, dice Peri Rossi, y le asiste toda la razón: Mosches ha querido, aquí, contar una historia, nada menos que la del siglo recién pasado, y hacerlo desde la consignación de las heridas más significativas que, como especie, nos hemos autoinflingido en la última centuria, pero también desde la voz de un espíritu colectivo que siempre se ha rebelado a sucumbir. Muchos poemas que son uno solo: “El ojo histórico”, que puntúa el libro entero, misma tarea ejecutada por otras dos vertientes: “Desde el horror” y “El vuelo de los sentidos”. En su apoyo están “La cantante muda” y “El escaparate”, y todos en conjunto forman un poliedro verbal que es, nuevamente en palabras de Peri Rossi, “la crónica poética de un siglo, el XX, especialmente cruento, perverso, terrible; siglo de grandes utopías y de dolorosos desencantos; siglo de matanzas, persecuciones, escarnio, humillaciones y, a la vez, de proyectos, revoluciones, deseos”. El ojo histórico de Mosches, a la manera de quien atestigua y entiende la necesidad imperiosa de consignar lo visto y lo vivido, le ha dado cuerpo verbal, desde una poesía desnuda, conversada, directa, a este que puede leerse como “un largo lamento, una melopea, una oración del reconocimiento”.



Para no hacerte el cuento largo,
Enrique Héctor González,
Praxis,
México, 2014.

Libro primero de breverías, Treinta y tres textículos y Percata minuta son los tres grandes apartados en los que E.H. González, colaborador frecuente de estas páginas, ha dividido su más reciente cuentario, de muy vigoroso aliento corto: cien cuentos cien, conviviendo armoniosamente en sólo ciento sesenta y nueve folios, en los que González luce sus dotes narrativas, con la ironía, la crueldad, la irreverencia, la incorrección política y un muy negro humor por delante. Van algunos textículos a manera de ejemplo: “Tú escribe el cuento. Quien lo lea, jamás notará la diferencia.” (“Espacio disponible”); “La vio lento, labio lento: la violentó” (“Amor a primera vista”); “El agua le llegó al cuello cuando ya la soga lo degollaba y justo en el instante en que, simultáneamente, un infarto al miocardio le paralizaba el resuello y una bala piadosa le atravesaba el corazón.” (“Concurrencia”). González cumple y no hace el cuento largo, como sí lo es, largo, duradero, el placer de su lectura.