Opinión
Ver día anteriorLunes 22 de diciembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La impotencia de la fuerza
A

firmaba Vicente Le­ñero que el periodismo no está para resolver las crisis, está para decirlas. También decía que el objetivo del periodismo es gritar qué se esconde, qué se oculta o simula, cómo duele la llaga, por qué y cómo y a qué horas, desde cuándo y por dónde se manifiesta el yugo que oprime la vida social. La realidad −la realidad a secas− presenta conflictos, signos, contradicciones. Y según el entrañable Leñero, más que ir en busca de la verdad, el objetivo del periodismo es indagar en el desgarrado cuerpo social y presentar la realidad desnudita y completa; monda y lironda. Guste a quien guste, enoje a quien enoje, podríamos agregar.

La oscura realidad de estos últimos días de 2014 está signada por los trágicos hechos de Tlatlaya e Iguala. Con sus ocultamientos y simulaciones, con sus significados y contradicciones, ambos sucesos han generado indignación mundial, y exhibido el accionar criminal de agentes de los aparatos de seguridad del Estado. Tlatlaya e Iguala desnudan una realidad que duele, sí. Pero lo que es peor, no fueron hechos aislados. Son parte estructural del sistema de dominación capitalista; develan un patrón de conducta, que utiliza a las instituciones armadas del Estado en defensa de los intereses de la plutocracia.

A propósito de la realidad, cabe consignar que el 10 de noviembre pasado el secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos, dijo en Monterrey que él y sus hombres no estaban “amedrentados por juicios injustos (…) erróneos (…) malintencionados que la institución armada nacional no se merece”. No era la primera vez que ese profesional de la violencia legítima del Estado intentaba poner punto final a las indagaciones judiciales y periodísticas sobre los hechos de Tlatlaya, donde el 30 de junio de este año efectivos del 102 batallón de in­fantería del Ejército ejecutaron de ma­nera sumaria a 21 jóvenes sometidos e inermes.

Investigaciones posteriores demostraron que la Sedena mintió al informar que los civiles fueron abatidos en un enfrentamiento. También fue develado que los militares que intervinieron en la matanza manipularon la escena del crimen, sembraron los cuerpos de las víctimas y desaparecieron evidencias; es decir, hicieron un montaje para intentar hacer creíble la versión oficial. Ya antes, el 24 de octubre, debido a la presión ejercida desde Washington sobre el presidente Enrique Peña Nieto, el divisionario mexicano había tenido que afirmar que los integrantes de las fuerzas armadas no pueden rebajar sus actos a niveles que son propios de los delincuentes. Dijo: No se debe combatir la ilegalidad con ilegalidad.

El 8 de diciembre, a más de dos meses de los que llamó incomprensibles acontecimientos de Iguala, cuando la protesta social no menguaba y persistía la demanda de aparición con vida de los 42 jóvenes detenidos-desaparecidos, el general Cienfuegos señaló que la mentira, el reproche, la crítica infundada, la violencia, la intolerancia poco abonan. Y tras abogar por la unidad nacional, dijo que era un problema de Estado, no de gobierno.

El 10 de diciembre, cuando todavía no se apagaban los ecos de los enigmáticos señalamientos del general secretario, su homólogo en las fuerzas armadas, el almirante Vidal Soberón, titular de Marina, afirmó que algunos actores sociales y grupos políticos (que no identificó) estaban mintiendo y manipulando a los padres de los jóvenes desaparecidos, y que le enojaba que se buscara desacreditar al gobierno y al gabinete de seguridad nacional (Procuraduría General de la República, Ejército, Marina y el Centro de Investigación y Seguridad Nacional), cuando quienes fallaron fueron las autoridades municipales de Iguala y Cocula, en las que se infiltró la delincuencia organizada.

Los dos mandos castrenses deberían saber que entre los innumerables monopolios que tiene y mantiene la plutocracia hay uno que el pueblo no tiene interés en expropiarle, y es el monopolio de la mentira, de la calumnia, de la hipocresía. Esas no pueden ser nunca las armas de quienes luchan por una sociedad democrática. La mentira sirve a veces para ganar la escaramuza, la reyerta soez; nunca para alcanzar la liberación definitiva. Aunque se mimetice, y hasta se rodee de verdades y semiverdades, todo embuste acaba por desenmascararse, por quedar desnudo cuando es iluminado por la implacable luz de la historia.

Sumido en una confusión estratégica, el gobierno ha perdido la batalla de la información pública. La PGR de Jesús Murillo se niega a abrir otras líneas de investigación. La defensa política que Cienfuegos y Soberón hacen de su comandante en jefe Enrique Peña Nieto no abona a la búsqueda de la verdad. La opacidad militar, tampoco. Como decía Leñero, la realidad duele. Pero el general y el almirante no se deben enojar; en un régimen vertical y autoritario como el mexicano, algún subalterno podría decodificar el mensaje como el llamado a una mayor represión. Antes bien, ambos podrían ayudar a resolver la actual crisis de gobierno y Estado, respondiendo algunas simples preguntas: ¿quiénes, en la cadena de mando, ordenaron que se llevaran a cabo los hechos de Tlatlaya e Iguala con los trágicos saldos conocidos? ¿Dónde están los 42 normalistas de Ayotzinapa detenido-desaparecidos? ¿Quiénes y para qué desollaron al joven Julio César Mondragón, y por qué no se investiga ese crimen de Estado?

El gobierno de Peña parece no estar preparado para la realidad, sino para la ficción. Napoleón, que tenía por qué saber algo de las grandezas y las miserias del poder, escribió: Lo que me extraña de este mundo es la impotencia de la fuerza. De los dos poderes, fuerza e inteligencia, es siempre la fuerza la que acaba por ser vencida. A tan atinado parecer, cabe agregar que en el plano de las tozudeces, nada ni nadie puede ser más porfiado que los hechos, que suelen tener y seguir sus propias leyes, que por supuesto no siempre se ajustan a los decretos presidenciales y la mano dura.