Opinión
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De Acteal a Ayotzinapa
L

a conmemoración por un aniversario más de la masacre de Acteal, ocurrida el 22 de diciembre de 1997, contó en este año con un factor de agravio e impunidad adicional: debe recordarse que el pasado 12 de noviembre la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó la liberación –con el argumento de incumplimientos al debido proceso– de tres de los cinco autores materiales que permanecían presos, lo que implica que del total de encarcelados por el asesinato de 45 indígenas sólo dos permanecen en prisión.

El sentir de impunidad e impotencia que deriva de resoluciones judiciales como la comentada se multiplica por la actitud omisa de las autoridades en la investigación y el deslinde de responsabilidades intelectuales y políticas de quienes se desempeñaban como altos funcionarios del gobierno de Chiapas y los mandos militares, y de aquellas en las que pudieron incurrir el entonces presidente Ernesto Zedillo –acusado en tribunales de Estados Unidos por familiares de las víctimas, y defendido por los gobiernos mexicano y de aquel país–; su secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet; su procurador federal, Jorge Madrazo Cuéllar, y los generales Mario Renán Castillo y Enrique Cervantes Aguirre, a la sazón responsables de la séptima Zona Militar y de la Secretaría de la Defensa Nacional, respectivamente. Hasta ahora, ninguno de esos funcionarios y ex funcionarios enfrenta la perspectiva de ser llamado a cuentas para, por lo menos, esclarecer su participación en los hechos.

En esta conmemoración, por lo demás, el dolor y la indignación de los deudos de Acteal se suma a los de los familiares de los 43 normalistas de Ayotzinapa, desaparecidos hoy hace tres meses en Iguala, sin que hasta la fecha haya surgido una explicación cabal de las autoridades sobre el motivo de dicha agresión ni se hayan deslindado las responsabilidades de manera adecuada, transparente y verosímil.

En ese sentido, la confluencia de causas y voces que se ha dado en días recientes entre los deudos de las víctimas de Acteal y las familias de normalistas de Ayotzinapa es más que una expresión simbólica de agravios que convergen en la coyuntura actual. Una y otra agresiones tienen como denominador común prácticas gubernamentales de larga data y cuyos antecedentes históricos se remontan por lo menos a los tiempos de la llamada guerra sucia –periodo en el cual el gobierno se valió de las instituciones civiles y militares para aniquilar expresiones de oposición política–, pasando por las tácticas de contrainsurgencia aplicadas durante la administración zedillista y que desembocan en la actualidad en casos de agresiones de policías y militares contra civiles como los registrados este año en Tlatlaya e Iguala, como muestra de que el Estado mexicano no sólo no ha logrado restablecer el orden y consolidar el control político en el territorio nacional, sino se ha erigido en violador consuetudinario y sistemático de la legalidad.

El descontrol presente es consecuencia inevitable de una conducta institucional en la que convergen las pulsiones represivas y autoritarias, por un lado, y la lógica neoliberal y socialmente depredadora por el otro, en la que no tienen cabida los estamentos sociales más débiles, vulnerables y excluidos del orden socioeconómico surgido de la aplicación del Consenso de Washington, entre los que destacan los indígenas y los estudiantes de las normales rurales.

La impunidad que se ha consagrado en el caso Acteal es un acicate fundamental para la repetición de masacres de civiles inocentes a manos del poder público. Ayotzinapa es la muestra más fresca y dolorosa de esa línea de continuidad que data por lo menos del último medio siglo, pero por desgracia no hay garantías de que vaya a ser la última.