Opinión
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Nuestra reserva de humanidad
L

os biólogos Malcolm Potts y Thomas Hayden, autores del libro Sex and War, afirman que el hecho de que un miembro de una especie mate a otro de ella es una rareza en el mundo animal. No así en el caso entre los seres humanos, donde básicamente es un comportamiento masculino que se ha heredado genéticamente desde tiempos inmemoriales.

La evidencia científica más antigua de la que se tiene conocimiento sobre la agresión entre humanos es el caso de Iceman, un cuerpo congelado de 5 mil años de antigüedad encontrado en los Alpes, en 1991, al que llamaron Otzi. Los estudios demostraron que tenía una punta de flecha en el hombro que le llegaba al pulmón y que presentaba numerosos cortes. No era un cazador o un pastor perdido en la montaña, era un guerrero que iba armado y fue atacado por otros cuatro, de los cuales se encontraron rastros de sangre y ADN.

Según Potts y Hayden, los únicos mamíferos que atacan a miembros de su propia especie y realizan incursiones guerreras son los que tienen mayor desarrollo cerebral y habilidades manuales (el chimpancé y el hombre). En ambos casos los instrumentos, armas y tecnología pueden ser utilizados para infundir miedo y ejercer poder. La historia y prehistoria demuestra que los hombres –no las mujeres– se reúnen para atacar e incursionar contra otros grupos. Las mujeres, por el contrario, suelen ser valientes e incluso violentas para defender a sus hijos y comunidades, pero no para atacar.

Es más, la historia de la civilización está estrechamente ligada a la guerra y al poderío militar masculino. La excepción es el caso de Caral, en la costa peruana, una civilización pre-cerámica de 5 mil años de antigüedad, con amplio desarrollo urbano: seis pirámides, centros ceremoniales, anfiteatros, plazas públicas, viviendas y diseños arquitectónicos. Lo que llama la atención de los arqueólogos es que no hay vestigios de armas, murallas y sistemas de defensa, lo que contradice todas las teorías sobre las sociedades organizadas, que se sustentan en un sistema religioso sofisticado y un aparato militar violento (ver en YouTube BBC Caral).

Por el contrario, Caral era una ciudad con gran actividad comercial y que gustaba de la música y productos afrodisiacos llegados de tierras lejanas. Esta fase pacífica y festiva de la ciudad más antigua de América duró algunos siglos, pero después sus descendientes mochicas y chimús serían especialmente cruentos y combativos.

No obstante los impulsos genéticos hacia la violencia, la civilización también ha desarrollado los medios sociales y legales para atemperarla. Pero muchos de estos controles se pierden en la guerra, donde se desarrolla toda la capacidad de crueldad imaginable. En Bangladesh la guerra de independencia no sólo dejó cadáveres, pues cerca de 100 mil mujeres fueron violadas por el bando enemigo. Y en la sociedad musulmana la violación es peor que la muerte, es la destrucción social y sicológica de la mujer. Si es virgen no podrá casarse y si es casada será considerada impura y abandonada.

En la guerra del narco que nos ha tocado sufrir, la violencia es una prerrogativa masculina. Las masacres de Acteal, San Fernando, Tlatlaya e Iguala son ejemplos terribles, pero al mismo tiempo clásicos de las formas más primitivas de violencia, donde un grupo, una banda, se reúne para atacar y exterminar. En el caso se Iguala, la incursión, organizada y planificada, fue mucho más allá. No sólo condujo a la muerte de los normalistas, sino a la destrucción y el aniquilamiento total. Que no quede rastro.

Obviamente, hay mujeres que participan con los narcos y muchas otras que se benefician de sus negocios y trapacerías, pero no incursionan en grupo para matar. De ahí que los autores propongan que empoderar a la mujer sea la mejor manera de reducir el riesgo y la propensión a la violencia, y también de la corrupción. En algunos países son policías femeninas las que se encargan del tráfico, de poner las multas y no suelen aceptar mordidas.

Al respecto vienen al caso algunas notas de prensa aisladas que dan cuenta de un comportamiento femenino diferente en casos relacionados con la guerra del narco y la corrupción.

En abril de 2011, seis meses después de la masacre de San Fernando en Tamaulipas, Saraí Fabiola Días, alias Fila o Muñeca, fue entregada a la justicia por su madre para que se hiciera responsable de sus actos. En otra nota se dice que ella misma, al verse involucrada, prefirió entregarse. Era novia de Martín Omar Estrada, alias El Kilo, jefe de la plaza y principal responsable de la masacre.

Tiempo después, leí en la prensa nacional que en Guerrero, la abuela de un niño que era utilizado por los narcos como sicario, lo entregó a un grupo de autodefensas para que pudieran ayudarlo a tomar otro camino.

En una nota reciente se señala que Roselia Hernández, agente de la policía municipal de Silao, denunció que dentro de la corporación algunos policías preventivos prestaban protección a integrantes de células criminales. Entregó un informe completo al Alcalde (PRI) en el que implicaba a comandantes en la extracción ilegal de combustible de los ductos de Pemex. Algunos agentes fueron consignados pero se ampararon, pero ella, después de laborar 13 años en la policía fue despedida.

En México, la participación de la mujer en las actividades del narcotráfico y en la violencia irracional que se ha generado ha sido marginal. Por el contrario, hay múltiples ejemplos donde la mujer busca el diálogo y el consenso, y en ese sentido juega un papel crucial en la construcción y la preservación de la paz. De ahí la relevancia de su participación en la política y la administración pública, muy especialmente la municipal.

Allí radica nuestra reserva de humanidad y sensatez.