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Don Julio, maestro de maestros
S

e equivocan los que dicen que Julio Scherer García ha sido un referente en la prensa mexicana del pasado medio siglo o más. E igualmente están en un error los que afirman que en México él ha sido un maestro formador de nuevas generaciones de periodistas. Están errados porque él ha sido mucho más: fue un referente para varias generaciones de periodistas en toda América Latina, y un ejemplo de valor y dignidad.

Yo, por ejemplo, soy brasileño y tuve en don Julio Scherer, además de un amigo fraterno, un referente ético y profesional en nuestro tan maltratado oficio de escribir. Y pese a haberlo conocido cuando ya llevaba como unos 10 años trabajando en el periodismo cotidiano, tuve en él, y para siempre, además de un hermano, un maestro permanente.

Todo latinoamericano que acompaña el oficio nuestro supo, con mayor o menor cercanía, de la batalla cotidiana de don Julio por la búsqueda de la luz, de la verdad de los hechos, la búsqueda del imposible equilibrio entre lo visto y lo narrado. Una batalla que mantuvo a lo largo de toda su vida y que sólo llegó al fin cuándo él hizo su último viaje, el viaje sin regreso.

Nos conocimos en agosto de 1975, cuando él dirigía Excélsior, que en la época era no sólo el más importante y osado diario mexicano, sino de todo el continente latinoamericano. Algunos meses después, allá por junio o julio de 1976, desde Buenos Aires (sí, sí: podría buscar la fecha exacta; prefiero la que me devuelve la memoria, consciente de que Julio jamás perdonaría esa falla), donde yo entonces vivía, pedí a un amigo común que le planteara a don Julio la posibilidad de abrigar en Excélsior al escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano, que estaba a punto de salir de la Argentina del dictador Jorge Videla para no ser encarcelado y muerto. Y la respuesta me dejó helado: En este exacto momento empieza una asamblea para tumbarnos del diario. Una violencia de Echeverría. Llámame en una semana más y te diré qué haremos.

No hubo tiempo: primero Galeano y en seguida yo, nos instalamos en España. Pero a los pocos meses Julio me hizo llegar la respuesta: había, con el grupo de compañeros expurgados del diario, fundado la revista Proceso. Y donde él estuviese habría siempre lugar para Galeano y para mí.

En septiembre de 1979 llegué a México. Y a mediados del año siguiente, atendiendo a un llamado de don Julio, estrené una columna semanal en Proceso, su nueva trinchera de batalla. Por años seguí escribiendo para la revista, hasta que él se jubiló. Entonces me di cuenta de que no escribía en Proceso por razones profesionales: escribía para que don Julio me leyese.

A lo largo de los pasados dos o tres años poco o nada nos vimos. Es que ya no hacía falta vernos para que él supiese de mi infinita admiración y de mi interminable agradecimiento por todo lo que hizo por mí, principalmente en el campo personal. Fue y seguirá siendo un amigo presente en los momentos más duros de la vida. Siempre con un cariño enérgico, con la palabra precisa, con una solidaridad del tamaño de su gigantesco corazón.

No, no es cierto que México y la prensa mexicana perdieron un referente ético, moral y profesional.

La vida lo perdió.