17 de enero de 2015     Número 88

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada
 
Figuraciones
(De lo que figura según se nos afigura)

Aparte del español y otros idiomas nacidos fuera de nuestro territorio, en México se hablan o mascullan cerca de 70 lenguas originarias pertenecientes a 16 familias lingüísticas. Quince de estas lenguas: náhuatl, maya, mixteco, zapoteco, tseltal, tzotzil, otomí, totonaca, mazateco, chol, huasteco, chinanteco, mixe, mazahua y purépecha, tienen más de cien mil hablantes cada una y en el caso de las que se emplean en Chiapas como tseltal, tzotzil y chol, desde el alzamiento neozapatista el número de hablantes se incrementó o cuando menos creció el número de los que están orgullosos de hablarlas y lo reconocen en el censo.

México es un batidillo lingüístico. Pero no es una babel porque en el fondo los diversos pueblos –originarios o no- hablan de lo mismo, porque cuentan historias semejantes, porque más allá de la pluralidad idiomática hay un corpus cultural que en sus grandes trazos compartimos.

Además de que no sólo hablando se entiende la gente y nuestras historias se gesticulan, se representan, se cantan y se bailan de modo que nadie necesite traductor para entenderlas.

Hace cien años el antropólogo Franz Boas, que estudiaba la tradición oral, concluyó que ninguno de los cuentos que se contaban en este continente eran puros, que todos habían llegado del otro lado del mar. Eurocentrismo cuestionado por otros antropólogos igualmente solventes. Lo cierto es que en lo tocante a las historias que se platican por estos rumbos hay préstamos, contaminaciones, mestizaje, sincretismo continental y trasatlántico.

Además de que todos los mitos cosmogónicos mesoamericanos remiten patriarcalmente al maíz y siguen los mismos patrones circulares; en las seculares historias de pícaros protagonizadas por fauna antropomórfica se repiten hasta el infinito las del conejo y el coyote, el tlacuache y el tigre y el mono y el cocodrilo, es decir, la fábula del débil astuto que con sus trapacerías y su ingenio vence al fuerte pero torpe.

Sacras o profanas las historias de los pueblos se narran con aspavientos, con harta gestualidad y teatralización. Y a veces se despliegan en fiestas y rituales que combinan música, danza, canto, recitados, vestuario, maquillaje, escenografía y parafernalia diversa, además del trago si no es que otros sicotrópicos. Recursos comunicativos que trascienden el idioma y para el extraño funcionan como traducción alternativa sin necesidad de que se conozcan la sintaxis y el significado de las palabras.

Comunicación metalingüística que es posible, además, porque si se trata de adentrarse en cosas importantes, nuestros pueblos cuentan historias. Las antiguas culturas manejaban sin duda conceptos abstractos y razonamientos lógicos, pero este no es más que uno de los caminos a la universalidad, el otro es el lenguaje figurado y metafórico, las alegorías, las parábolas. Y ese es el que se ocupa cuando abordamos cuestiones trascendentes.

Aquel día, saliendo Jesús de su casa, fue a sentarse a la orilla del mar. Y se sentó alrededor de él un concurso tan grande de gente que le fue preciso entrar en una barca y tomar asiento en ella. Todo el pueblo estaba en la rivera. Al cual habló de muchas cosas y por medio de parábolas, diciendo: “Salió una vez cierto sembrador a sembrar… Quien tenga oídos que entienda”.

Se acercaron después sus discípulos y le preguntaron ¿Por qué causa les hablas con parábolas? Jesús les respondió: Porque a vosotros os es dado el privilegio de conocer los misterios del reino de los cielos, mas a ellos no se les ha dado. Por eso les hablo con parábolas… (San Mateo XIII, 1, 2, 3, 9, 11, 13).

Véase como, en un discurso que se muerde la cola, Jesús empieza a contar parábolas precisamente con una parábola de lo que se dispone a hacer: la parábola del sembrador de netas. En cuanto a eso de que las parábolas son para los rústicos que no entienden de otro modo, me parece que esa es la versión de los Apóstoles, transmitida por San Mateo, es decir la versión de los iniciados, de los que si entienden el lenguaje directo. La misma idea está en San Juan, cuando pone en boca de Jesús: Estas cosas he dicho usando parábolas. Va llegando el tiempo de que ya os hable directamente. A lo que responden sus discípulos: Ahora sí que habla claro, y no con proverbios. (San Juan XVI 25, 29).

Tengo para mí que Jesús hablaba realmente claro cuando hablaba con la gente del común. Y al pueblo le hablaba con parábolas: historias polisémicas que pareciendo decir una cosa dicen también otra. Más aún, si quería que le creyeran, el nazareno tenía que hacer milagros, morir en la cruz y resucitar al tercer día pues para los de a pie la verdad es de bulto, no verbal sino fáctica.

Y también por acá cundía el lenguaje figurado. Es verdad que por su hechura final en 1782 en el Chilam Balam de Chumayel junto a lo autóctono está presente el imaginario de la cristiandad. Sin embargo llama la atención que cuando se trata de asuntos decisivos como el tránsito de un tiempo a otro, es decir de un Katún a otro Katún, el relato de Chumayel –como el de Galilea- apela a las parábolas. Así, para que el nuevo Katún sea admitido, sus enviados tienen que resolver enigmas que son figuraciones –como bien se decía antes-, alegorías formuladas por “el preguntador”:

Lenguaje de figuras y su entendimiento. He aquí el lenguaje de alegorías, lo que va a decir lo que va a preguntar el Rey de esta tierra cuando llegue el día en que acabe el tiempo del Tres Ahau Katún. He aquí el primer enigma que les propondrá “Traed el sol” les dirá claramente el Verdadero Hombre. En lenguaje figurado ha de entenderse. Esta es la segunda cuestión que se les propondrá. “Que vayan a traer los sesos del cielo, para que los vea el Verdadero Hombre”. He aquí que los sesos del cielo son el incienso. Lenguaje figurado.

Al absolutizar el pensamiento racional, la modernidad quiso convencernos de que el único discurso que vale es el unívoco y directo. Pero en realidad hay dos lenguajes: uno directo y otro que parece indirecto, uno claro y otro en apariencia oscuro. Al primero se accede por la comprensión y gracias a que se conocen la sintaxis y el significado de las palabras; el segundo supone interpretación, es decir el recurso de la hermenéutica.

Pero lo importante no es sólo el tipo de discurso que empleamos, sino aquello a lo que este discurso nos permite acceder. Y si el lenguaje presuntamente directo y claro habla de los entes y a lo más generaliza a partir de las cosas en sí mismas, el que parece indirecto y oscuro ilumina al ser para nosotros de dichas cosas, no le importa tanto esclarecer su íntima consistencia como su significado, un significado que puede ser teológico o mundano pero que las trasciende al señalar más allá de su pura entidad, de su pura mismidad.

Y de signos y significados habla San Agustín, quien en De la Trinidad sostiene que el verbo fuerte, el verbo que según la Biblia está en “el principio”, el choro de choros, la neta de las netas, no forma parte de lengua alguna. “Verbo que no es ni griego, ni latino, que no pertenece a ninguna lengua; pero cuando es necesario llevarlo al conocimiento de aquellos a quienes hablamos, podemos acudir a un signo para hacerlo entender”.

Signos o símbolos que son metáforas y a veces son parábolas. Y es que cuando contamos o representamos una historia con intención alegórica, además de gestos empleamos directamente las palabras y la sintaxis de uno u otro idioma, pero lo que en verdad transmitimos es una serie de imágenes significativas, es decir el verbo profundo más allá del verbo superficial. Verbo profundo y en apariencia oscuro que se nos muestra al sesgo y hay que saber interpretar.

Pero sería un error suponer que interpretar es tarea de especialistas y que demanda por fuerza un sofisticado aparataje y dilatados esfuerzos analíticos. Al contrario, la hermenéutica es ante todo una actitud: cuando se comparten los códigos, el momento es oportuno y el lugar adecuado, la interpretación es instantánea: una verdadera revelación. Porque la verdad profunda que se representa de bulto en la fiesta o el rito y que se trasmite verbalmente con alegorías no es retórica, no es discursiva, no es explicativa, no es racional.

Más allá de las muchas lenguas con que se expresan, las verdades trascendentes que comparten las culturas ancestrales son iluminaciones. Fulguraciones que ciertamente no agotan los múltiples contenidos fenoménicos que se pueden y deben comunicar, pero tienden el puente diatópico, establecen el contacto que permite el auténtico diálogo. Así lo formula San Agustín en Catequesis de los principiantes.

La concepción intuitiva inunda mi alma, mientras que mi discurso es lento, largo y muy diferente de ella. Además mientras mi discurso se desarrolla esta concepción ya se ha ocultado (…) Sin embargo deja en la memoria (un) número de huellas (las que) no son latinas, ni griegas, ni hebreas, ni pertenecen en verdad a ninguna nación.

Y así, con alegorías de palabra y de obra, con imágenes unas veces verbales y otras meta verbales, platican chido las personas y palabrean a ráiz los pueblos. Desde el vaso de agua y la tortilla con sal que se ofrecen ritualmente al forastero, hasta la invitación a compartir el mezcal o a participar de la experiencia extática del carnaval…

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