Opinión
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Alrededor del derecho a blasfemar
L

os asesinatos de los periodistas de Charlie Hebdo han impulsado globalmente el debate sobre la libertad de expresión y sus límites. Para unos dicha libertad debe ser irrestricta, ya que es un logro histórico en la construcción de sociedades horizontales. Para otros la libertad de expresión debe refrenarse ante lo que para ciertas personas y colectivos es considerado sagrado.

Blasfemar es lanzar una injuria contra alguien o algo. La primera acepción de blasfemia está definida por la Real Academia Española como palabra injuriosa contra Dios, la Virgen o los santos. La segunda acepción incluye proferir palabra gravemente injuriosa contra alguien. Injuria es un agravio, ultraje de obra o de palabra, y en términos jurídicos se considera un delito o falta consistente en la imputación a alguien de un hecho o cualidad en menoscabo de su fama o estimación.

¿Los periodistas de Charlie Hebdo blasfemaron contra el profeta Mahoma, es decir, lo ridiculizaron y ofendieron? Sin duda que lo hicieron. Estaban conscientes de que al caricaturizar a ese personaje millones de musulmanes se iban sentir ultrajados y burlados, y siempre reivindicaron su derecho al sarcasmo contra las representaciones y símbolos sagrados. Para ellos lo sagrado no se quedaba nada más en el terreno de lo religioso, sino que también abarcaba lo político, económico y sociocultural. De ahí que sus punzantes caricaturas, cartones y tiras cómicas fuesen dirigidas contra encumbrados políticos, magnates empresariales y reconocidos socialités.

El ácido humor de Charlie Hebdo tiene sus semejantes en distintas partes del mundo, pero no, por supuesto, donde está prohibido legal o simbólicamente ridiculizar a los representantes de los poderes político, económico, religioso y patriarcal. El caso de la masacre en las oficinas de la publicación francesa ha llamado la atención mundial por la forma en que ocurrió el salvaje atentado y el número de víctimas. En estos aspectos el de Charlie Hebdo es un caso límite, un punto de quiebre que ha mostrado el alto precio que debieron pagar unos periodistas dispuestos a desnudar con su agudo humor los excesos de algunos fanáticos islamistas. Y escribo algunos porque es un despropósito y deformación ofensiva estigmatizar al conjunto de los musulmanes por lo que unos integristas perpetraron el 7 de enero en París.

No han faltado quienes prácticamente culpan de su muerte a los periodistas de Charlie Hebdo, ya que los irreverentes sabían bien que podrían ser atacados por ofendidos musulmanes prestos a defender la honra de Alá y su profeta. ¿Para qué satirizar un símbolo sagrado, si de hacerlo había elevada posibilidad de ser ajusticiado por iracundos vengadores del honor mancillado? Porque los de Charlie Hebdo reivindicaban plenamente la libertad de expresión, y de ella, en su vertiente humorística, hicieron una herramienta para desmitificar ideas, prácticas y personajes sagrados. Para ellos no había intocables.

Quienes señalan la falta de respeto a la sacralidad por parte de los caricaturistas de Charlie Hebdo como causa de su trágico fin olvidan que no fue la mordacidad de los periodistas lo que los mató, sino la reacción fanática de los criminales. El fanatismo no debe ser un atenuante a la hora de querer explicar sucesos como los de París, sino un agravante que llame la atención de quienes pensamos en la importancia de construir sociedades diversas y, por tanto, ­multiculturales.

Con buenas intenciones, desde distintos lugares se llama a ser respetuosos de las creencias, sobre todo religiosas, de los otros y otras. Respetar significaría no burlarse, ni caricaturizar, como hicieron los de Charlie Hebdo, figuras sagradas para ciertas personas y grupos. La libertad de expresión, dicen, debe limitarse para no irrespetar a los demás. El problema es que históricamente el irrespeto ha sido un motor de transformaciones en sociedades cerradas en determinados ámbitos. El sentido del humor, muchas veces duramente ofensivo, ha sido fuente de desacralizaciones necesarias para que las sociedades se democraticen, sean más participativas y se amplíen las libertades y derechos ciudadanos.

Desde todo tipo de poderes se busca someter a los irreverentes cuando éstos no respetan la jerarquía o el sentido del honor de aquéllos. Las armas de los irrespetuosos son la crítica, la desdivinización de quienes se pretenden infalibles y reclaman obediencia irrestricta. La historia universal abunda en casos de irrespetuosos que fueron precursores de cambios mentales y posteriormente culturales que sedimentaron reivindicaciones benéficas para muchos, incluso para los opositores de esos cambios. De semejante itinerario da cuenta, por ejemplo, Perez Zagorin, en How the Idea of Religious Toleration Came to the West, Princeton University Press, 2003.

Antes del atentado Charlie Hebdo circulaba 60 mil ejemplares. La edición posterior al criminal ataque fue de 3 millones de copias que se agotaron, y por las redes sociales se subastan a postores dispuestos a pagar 3 mil dólares o más por tener un número de la edición. El mercado lo banaliza todo. El semanario, me parece, iba cuesta abajo y perdía lectores por lo grotescamente reiterativo de sus sátiras. Ya no era tanto la irreverencia lo que le alejaba de potenciales adquirientes de la publicación, sino el tono francamente provocador, de buscapleitos y permanente sarcasmo (burla sangrienta, ironía mordaz y cruel) con que exhibía temas y personas. Con todo, los periodistas de Charlie Hebdo tenían derecho a hacer lo que hacían, a blasfemar como ejercicio de su libertad de expresión. A ese derecho unos fanáticos antepusieron el sentido del deber, consistente en aniquilar a los burlones, creyendo que al hacerlo cumplían con un mandato divino.