Opinión
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La casta diva y la extraviada
V

iajé de nuevo: tres semanas: las últimas de 2014 y la primera de 2015, un viaje accidentado en tiempo y en espacio. Primero, un congreso organizado por Vittoria Borsò y Jasmine Temelli en la Universidad Heinrich Heine, de Düsseldorf, dedicado (por variar) a Octavio Paz y a José Revueltas; asistieron profesores de universidades alemanes, estadunidenses y mexicanas. Luego pasé unos días en Erpolzheim, pueblecillo situado en el Palatinado, cerca de Mannheim, famoso por sus viñedos, su vino blanco, sus magníficos restoranes y unas pequeñas ruinas romanas.

Vittoria y Hans, mis amigos, me invitaron a la ópera de Mannheim, la tercera ciudad más importante con Stuttgart y Karlsruhe, de Baden-Wurtemberg, uno de los estados federados de Alemania, ciudad industrial con 290 mil habitantes y que, como continúa diciendo el infalible Google que inevitablemente consulto, junto con la ciudad de Ludwigshafen, situada al otro lado del Rin, forman una aglomeración urbana que supera los 480 mil habitantes, importante nudo ferroviario y un gran puerto fluvial en la confluencia de los ríos Rin y Neckar.

Pues si, fuimos a la ópera, nada menos que a escuchar La Traviata –que quiere decir La extraviada, traducción obvia que yo desconocía y me aclara muchos enigmas. Esta Traviata, dirigida por el joven director estadunidense Joseph Trafton y puesta en escena de manera paródica por el controvertido director alemán Achim Freyer: los trajes de los personajes son clounescos y sus cabezas van tocadas con pelucas despeinadas, de colores estridentes. Violeta, representada por Cornelia Ptassek, lleva un deshabillée que hace juego con su peluca rojo-sangrienta y sus descarnados brazos; contrasta con el tenor Juhan Tralla, quien también lleva un traje de payaso y una peluca anaranjada. Y sin embargo, aunque no había logrado conectarme con los personajes, ni con la música, ni con la puesta en escena, ni con el melodrama ridiculizado, ni con el final infeliz clásico (la ruina y muerte de la tuberculosa Violeta, en realidad la Marie Duplessis, modistilla y cortesana, amante de Dumas e inmortalizada por él en La dama de las camelias), de repente me descubrí muy conmovida por la voz de la soprano, quien con magnífica estrategia esperó hasta el final de la ópera para cantar como una verdadera diosa. Lloré, a pesar de que ya casi nunca me sucede, a pesar que de adolescente mi padre aseguraba que yo había nacido en un campo de cebollas.

Noche gloriosa cuyo final feliz se juega en Luddwigshafen, en el restorán de un siciliano, residente en Alemania desde los años 80 del siglo pasado y quien apenas habla unas palabras de alemán, pero cuyas pizzas son gloriosas, única comida posible de conseguir a las 11 y media de la noche por esos ilustres parajes.

Me interrumpo, cavilo y pienso: ¿le interesará a alguien en verdad que yo ande viajando, dando y oyendo conferencias, deambule por ciudades invernales, habite en casas provistas de calefacción –a diferencia de las casas heladas que habitamos en el Distrito Federal–, oyendo ópera y comiendo pizzas, después de haber brindado con un prosecco en el vestíbulo del Teatro Nacional de Mannheim?

En varias ocasiones asistí a diversos espectáculos operísticos, óperas de Haendel, de Gluck, la Medea de Cherubini y la Norma de Bellini con Renée Fleming en Houston. Mi gran tristeza es que nunca pude ver a María Callas en persona, la Callas, llamada por la prensa de su tiempo la tigresa, quien, por sus desplantes y sus furores, no cumplía con sus contratos: Callas, la impuntual, la extrema, la clásica (¿la casta?) diva. No la oí nunca, aunque cantó en Bellas Artes. Trato de remediarlo, oigo en casa sus discos y a menudo y para resarcirme pongo varias veces y al hilo la Medea; luego la escucho cantar una de sus arias más famosas, la de la casta diva, en la función memorable de 1957.

Olvidé decirlo: el padre de mi amiga Vittoria es Umberto Borsò, un famoso tenor que alguna vez cantó en Bellas Artes.

Twitter: @margo_glantz