Opinión
Ver día anteriorDomingo 25 de enero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sobre la cohesión evanescente
U

no de los temas más socorridos en los debates sobre la política social europea ha sido el de la cohesión social, hoy de nuevo en la palestra debido al terrorismo inspirado en los extremos del Islam, pero gestado en el corazón mismo de la civilización occidental, en los suburbios parisinos.

En América Latina –en buena medida gracias a los esfuerzos de la Cepal– el tema se ha cultivado a partir del estudio de la cuestión social, marcada por la malhadada combinación de pobreza de masas y desigualdad aguda, pero también se ha visto impulsada por los desafíos planteados en sociedades que, como las andinas y nuestra mesoamérica por el gran tema indígena, nos remite siempre a la cuestión nacional. Muchos asuntos son los que ahora se ven sobredeterminados por el cambio climático y el cada vez más ingente agotamiento de nuestros patrimonios naturales y sus capacidades de reproducción.

De esto y más se habló en la primera Jornada Latinoamericana de Cohesión Social, convocada por el Senado chileno y su presidenta, la senadora Isabel Allende, y por Eurosocial y su Programa de Cohesión Social en América Latina. Voces diversas de la región encontraron en parlamentarios y estudiosos europeos una interesante interlocución.

Los europeos le dieron al vocablo cohesión una connotación específica, proveniente de su larga experiencia colonial y poscolonial. Con la formación de la Unión Europea, el tema se volvió problema que se ha agudizado con la protesta juvenil de los inmigrantes, el terrorismo y el fundamentalismo del Islam. Y, aunque no todo es lo mismo, suele desembocar en una gran pregunta que embarga al alma europea contemporánea: ¿qué tanto podemos ser iguales? Y de ser el caso, ¿cómo darle sentido a esa igualdad ciudadana de derechos y no sólo de reclamos?

No pienso que aquel estrujante manifiesto de Frantz Fanon pueda ser la guía adecuada para adentrarnos en la licuadora étnica y social, profundamente histórica, que llamamos globalización. Sin duda, ese escrito conmovió conciencias y, en este Extremo Occidente americano, nos abrió panoramas de afinidad poco frecuentados; menos asumidos y entendidos. Los condenados de la tierra es el prólogo tremendo, inspirado en el colonialismo francés en Argelia, de lo que poco después sería el gran conflicto estructural planteado a Occidente por el naciente Tercer Mundo, nada menos que encabezado por los jeques del petróleo y asociados, pero también inspirado por los predicados de la gran Conferencia de Bandung y sus convocatorias al no alineamiento en la guerra fría.

Hay mucha historia pasada y presente y en esto, como en otros tópicos cruciales para el futuro próximo, lo que prima es la actualidad necia de un mundo cuyas convulsiones siempre conspiran contra la cohesión y el entendimiento civilizatorio.

Tampoco pienso que el tremendo discurso del Che a propósito de Vietnam nos lleve muy lejos. La atrocidad tecnológica de los americanos no pudo con la consistencia moral y humana de Ho Chi Minh y hoy resultan ridículos, cuando no grotescos, los señalamientos críticos y hasta condenatorios sobre el Vietnam reconstruido e insertado en la globalidad. Su heroísmo, inigualable en la era moderna, es ejemplar, pero no único. Lo que distingue a esa pequeña gran nación es su persistencia que ahora, con los desperfectos sabidos, les permite vivir mejor y ser respetados. Eso era, por cierto, lo que reclamaban el FLN y Ho, viejo y astuto comunista ilustrado en París y siempre inspirado por la revolución americana que buscó hasta el final llevar a la práctica para afirmar la soberanía de su nación y de su pueblo.

Lo que el mundo encara hoy es un complejo social y sicológico distinto del que se vivió en los años sesenta y parte de los setenta. Su aguda problemática deviene violencia y agresión criminal cuando todo parece bloqueado y la juventud no encuentra salidas mínimas. La opresión a la que se ha sometido a la mayoría árabe por parte de las oligarquías resultantes de la redefinición del mundo perpetrada por ingleses y franceses al fin de la Segunda Guerra, ahora se articula por la disputa a muerte por el petróleo, donde Estados Unidos reclama la mano.

Los desenlaces no sólo han sido provisionales, sino nefastos, al sumir a regiones vecinas de la orgullosa Europa en un interminable conflicto social, siempre acompañado de un cada vez más destructivo enfrentamiento étnico y religioso.

No puede haber paz, mucho menos desarrollo, en un mortífero coctel como ése. Tampoco habrá estabilidad social y política en el viejo pero aún pujante continente que pueda sustentarse en una cohesión siempre acechada por la crisis, pero también a la espera de un diálogo civilizatorio que no ha podido desplegarse a pesar de los muchos empeños de numerosos pioneros de una Europa unida e incluyente.

Así están las cosas por allá y no sobra, en realidad falta, contrastar esa tremenda experiencia con lo que por acá ocurre, que también acosa y arrincona los proyectos de inclusión que sirvan de base a una sociedad cruzada, de modo inclemente, por nuestra marca histórica que ha sido y es la desigualdad económica, social y cultural, a más de racial y étnica.

No es concebible, nunca lo ha sido, una democracia robusta que pueda sostener y enriquecer una globalización distinta por inclusiva, a partir de cuotas de concentración de riqueza, ingreso y oportunidades como las que hoy nos marcan. Ni el veranito del auge de las materias primas en el Cono Sur, ni la primavera y el otoño petroleros que dilapidamos, pudieron con la encomienda modesta que nos legara Morelos en sus Sentimientos de la Nación y aquí estamos, disputando recuentos de asesinados y desaparecidos en un carnaval monstruoso de riña sin pausa por prebendas y accesos al presupuesto, mientras las roscas de siempre insisten en que la venta de garage del crudo nos llevará de nuevo al reino del nunca jamás.