Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 25 de enero de 2015 Num: 1038

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ayotzinapa
y el drogadicto
que vende armas

Víctor Manuel Mendiola

Cinco vistas
del Monte Fuji

Alberto Blanco

Décimas
Ricardo Yáñez

Emmanuel Carballo
y la autobiografía

Vilma Fuentes

Albert Camus,
el exilio en casa

Juan Manuel Roca

La tercera independencia
de América Latina

Gustavo Ogarrio

Tomás Montero Torres:
el presente es
pasado aún

Sergio Gómez Montero

Leer

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Epistolario de superhéroes

Andrea Tirado


Cartas de estética. Apuntes de sociología del arte,
Héctor Ceballos Garibay,
Ediciones Coyoacán,
México, 2014.

En el reino de la tecnología, la comunicación entre los seres humanos se ha vuelto impersonal y, en ocasiones, limitada a mensajes cibernéticos; las cartas manuscritas han quedado en el olvido. En este contexto resulta reconfortante descubrir un libro que recupera la tradición epistolar para la didáctica del arte.

La práctica de enviar cartas, comenzada por Héctor Ceballos para informar a sus alumnos sobre el contenido de sus próximas clases, pronto se transformó en un epistolario dirigido a un mayor número de destinatarios; dejó de tener una mera función informativa de índole artística, al incluir reflexiones personales acerca de temas políticos, sociológicos, ecológicos, culturales, etcétera, aunque manteniendo al arte en el centro de su atención.

El autor ilustra la historia del arte en cada carta y, en cada una, Ceballos pone el arte al alcance tanto de neófitos como de expertos. El lector es llevado cronológicamente desde el arte paleocristiano hasta el siglo XX. Se elige a uno o varios artistas como los principales exponentes de cada movimiento artístico y se revelan detalles de sus biografías. Ceballos busca que el lector reflexione e indague sobre la vida de los artistas, por ejemplo, la del iracundo Bernini. ¿Quién podría imaginar que el creador del Éxtasis de Santa Teresa fuera capaz de mandar desfigurar a su adúltera esposa? O la generosidad de Camille Corot, quien rescató a Honoré Daumier de su penuria económica obsequiándole una casa. Esos detalles han sido, sin duda, determinantes en la vida y en la obra de cada artista reseñado. Ceballos abarca todo: de pintura a escultura, de paisajes a desnudos y retratos, una pizca de literatura y poesía, e incluso arte de denuncia y rebelde.

Cada texto busca ir un paso más allá; además de su objeto de estudio, el autor reflexiona sobre el mundo actual, ya sea el México contemporáneo, Siria, Libia o Afganistán. Hay una perfecta amalgama entre pretérito y presente, reminiscencias del pasado en el ahora. Las cartas se vuelven contemporáneas, coetáneas, lo cual permite sugerir la existencia de una cierta empatía con los artistas y sus experiencias, e identificación entre lo escrito y lo cotidiano.

En Cartas de estética, el arte se presenta como un espejo del mundo actual, como un reflejo de la sociedad. Espejo que instruye y que, si es visto correctamente, muestra errores cometidos en la historia. Frente al balance que existe de lo bueno y lo malo, Ceballos realza la creación artística. El arte, entonces, como manera de mejorar el mundo. En medio de distintas guerras y destrucciones, se recuerda que el hombre es capaz de mucho más. Desde este punto de vista, los artistas son una suerte de “superhéroes del arte” que desde el pasado advierten acerca de los problemas que habría en el futuro; Edgar Degas, por ejemplo, bien previno sobre el deterioro de la comunicación humana.

Ceballos invita no sólo a descubrir distintos movimientos sino, sobre todo, a tener presente y a practicar virtudes como la bondad y la generosidad. Propone cultivar una cierta espiritualidad para hacer frente a la cotidianidad violenta que amenaza. Espiritualidad lograda mediante una mayor educación con base en el arte; éste puede brindar esa apertura de espíritu y sensibilidad que tanta falta hace para lidiar con la conflictividad humana.

La originalidad y delectación del libro reside en estar escrito en género epistolar, que hace sentir que la carta es dirigida a cada uno de los lectores; así se personaliza la historia. El libro es una llamada de atención, un despertar en contra de la violencia que envuelve al mundo. Cartas de estética busca rescatar un carácter esencial y propio de la humanidad: su capacidad de hacer y de apreciar arte.

Si se desea preservar la magia y la sorpresa contenidas en cada carta y adivinar el tema, se aconseja no leer el índice hasta haber terminado el libro; en él existen títulos, y en las cartas únicamente fechas. La falta de información podría, en este caso, modificar de manera beneficiosa la lectura de las epístolas.


Persona y crisis: la narrativa brutal
de Martha Bátiz

Néstor E. Rodríguez


De tránsito,
Martha Bátiz,
Terranova,
Puerto Rico, 2014.

En “Writing Short Stories”, uno de los pocos ensayos rescatados del archivo personal de Flannery O’Connor tras su muerte en 1964, la escritora estadunidense define el cuento como “un acontecimiento dramático que implica a una persona, en tanto comparte con nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica”. Las precisiones de O’Connor sobre el arte de escribir cuentos resultan iluminadoras al acercarse al portentoso volumen De tránsito (2014), de la escritora mexicano-canadiense Martha Bátiz.

Bátiz ha tenido clara su vocación de escritora desde sus inicios en el ruedo editorial, a los veintitrés años. Su nombre se conoce no sólo en su natal México y en el mundo literario hispanoamericano, sino en las letras anglófonas de Canadá, en cuyo circuito del libro se mueve gracias a la traducción de Boca de lobo (2007), finalista del Premio Internacional de Novela Casa de Teatro, en la República Dominicana.

Los relatos que integran De tránsito, volumen armado a partir de las colecciones de cuentos: A todos los voy a matar (2000) y La primera taza de café (2007), están exentos de toda artificiosidad estilística. Como en la narrativa de los grandes maestros del cuento, nada en ellos sobra, y en ese sentido las historias de Bátiz resultan ser artefactos infalibles en su capacidad de producir en el lector ese sacudimiento propio a toda experiencia estética vivida con intensidad.

La pericia narrativa de Bátiz hace que los conflictos que atraviesan sus personajes puedan ser experimentados como dilemas que bien pudo haber enfrentado el lector que sigue el desarrollo de sus historias. Es justamente esa rara habilidad de combinar el virtuosismo técnico con la capacidad de retratar en sus personajes esa “condición humana” de la que hablaba O’Connor lo que más cautiva de la artesanía de esta singular autora.

Juan Rulfo pontificó que en el arte de contar hay sólo tres temas: “el amor, la vida y la muerte”, y que el trabajo del escritor consiste en ensayar variaciones eficaces de estos arquetipos. Bátiz se hace eco de las palabras de Rulfo al armar relatos de gran hondura en los que va tejiendo memorables traslaciones de los temas a los que alude el jalisciense. En efecto, en las trece historias que conforman De tránsito, la vida, el amor y la muerte se entrecruzan en un balance perfecto. Los relatos tienen como protagonistas personajes femeninos enfrentados a situaciones límite que las más de las veces desembocan en salidas inesperadas y finales de pesadilla.

Un relato en particular, el que muy atinadamente se encuentra en el centro del volumen, tiene hoy día una impresionante vigencia. Me refiero al titulado “Día de plaza”. En este intenso relato, Bátiz aborda el tema de la masacre de estudiantes, profesores y obreros por parte del Ejército Mexicano en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco en octubre de 1968.

La perspectiva elegida para su relato es la de la hija del responsable de dar la orden de reprimir a los manifestantes: el presidente Gustavo Díaz Ordaz. La joven regresa al escenario de la masacre el día en que se conmemora un año más de los hechos, buscando respuestas a la angustia que le había acompañado por años en el exilio. Su angustia es una angustia moral: el amor de hija la inhibe de guardar rencor al padre, pero el amor a la tierra de su infancia y sus sujetos aplastados por la represión estatal de entonces no le permite sosiego.

Mientras marcha con los manifestantes, la protagonista de “Día de plaza” entiende que ella también está en duelo, como esas madres que lloran todavía a sus hijos asesinados. Con esa agobiante certeza termina el relato: “Es justo que me lleve de aquí este gusto acre. Es justo que me lleve en los pies el polvo de mis calles. Así no olvidaré lo perdido. Y aunque mi cuerpo no pertenezca a ninguna parte, mientras me alejo algo me dice que es verdad, que no me equivoco: en este instante mi corazón pertenece aquí, porque yo tampoco puedo dejar de llorar.”

A cuarenta y seis años de la masacre de Tlatelolco, el duelo de la narradora de “Día de plaza” se extiende al grito de la sociedad civil del México de hoy, un país nuevamente pateado por la violencia de Estado con una crudeza acaso más desgarradora que la experimentada en la plaza de Tlatelolco. 43 estudiantes desaparecidos hace dos meses sin que hasta ahora se conozcan más que atroces conjeturas sobre su paradero. 

En 1958, María Zambrano escribió desde su exilio en Puerto Rico un lúcido tratado sobre la condición humana titulado Persona y democracia. En él desarrollaba la idea del surgimiento de un nuevo tipo de sujeto marcado por la crisis de la postguerra. Según la filósofa española, sólo en estos momentos de crisis puede definirse un horizonte utópico que pueda materializar la “esperanza”. El tipo de comunión en el dolor que exhibe la protagonista de “Día de plaza” con respecto a sus compatriotas apunta a que, a pesar de la sempiterna crisis institucional mexicana, aún queda la ilusión de una redención posible, y es precisamente este anhelo de reconquista al interior de las etapas de crisis lo que hace de las indagaciones intimistas en la narrativa de Martha Bátiz un ejercicio tan magistral como urgente.


¿Qué hacer con lo que queda?

Lauri García Dueñas


Fragmentos de Bagdad,
Sinan Antoon,
Turner,
España, 2014.

Esta novela, finalista del International Prize for Arabic Fiction 2013, plantea la pregunta de qué hacer con lo que queda de una vida atravesada por la guerra, la migración y el paso implacable de los años. El que habla en un inicio es el cuerpo del anciano Yúsef, cuerpo que resguarda la casa familiar que él construyó para que su padre y su familia tuvieran un lugar más amplio. Ahí también se guarecen muchas fotografías, hasta una del protagonista con una Sofía Loren de cera, de la que inventa una antigua historia de amor.

En el segundo piso de la casa viven su sobrina Maha y su esposo Loai, quienes se han refugiado de la persecución que sufren los cristianos en Irak. Todo se desata cuando Maha, quien perdió el bebé que esperaba en un atentado, se pelea con su tío. El dolor de la chica que nunca ha percibido su país en paz choca con los recuerdos sucesivos de Yúsef, quien insiste en que sí hubo un pasado apacible para la ciudad que ahora vive en una perenne tensión luego de la invasión de Estados Unidos.

La novela transita por el pasado de Yúsef, sus amigos de infancia, sus hermanos, el amor  que perdió por no profesar la misma religión que su novia de juventud, ella que lo ponía tenso al entrar en la misma habitación, con quien intercambió besos apasionados en el asiento de atrás del coche a escondidas de las familias y a quien le regalaba en su tiempo jazmines. Recuerdos pesados, como el de aquel hermano que se murió de depresión por no haber ganado un contrato millonario con una empresa extranjera.

Todo sucede desde una mirada de intimidad ulterior, muy parecida a la de las palmeras de dátiles testigos de la historia. Como alegorías del tiempo que avanza sin reparar en el dolor o el goce de los seres humanos.

La segunda parte de la novela cuenta la historia de la sobrina, Maha, estudiante de medicina, cuya vida se desploma luego de la pérdida de su bebé. Ella no se repone a pesar de lo que le recomiendan las mujeres de su familia. No puede pasar la página. Camina por las calles de Bagdad con tapones en los oídos. No quiere escuchar nada.

Maha arremete contra Yúsef y le reclama ese su vivir en el pasado, esa su aparentemente inexplicable confianza en que todo mejorará. La pelea es parte de la historia y la fatalidad. La madre triste sufre de incontables pesadillas: “Despierto empapada en sudor y lágrimas, encogida como un niño que llora a su madre. No, como una madre que llora a su hijo.” Otro de los personajes importantes de la historia es Hinna, la hermana de Yúsef, quien vivió su vida entregada a los demás miembros de su familia y no pudo convertirse en monja, como hubiese deseado, pero vivió su vida entre quehaceres domésticos y estampas religiosas.

La novela permite conocer un poco más de la historia y la vida cotidiana en Irak, más allá de los prejuicios y clichés de los medios de comunicación; también hace partícipe al lector de la dicotomía entre los ancianos que no pretenden dejar el lugar donde nacieron, pase lo que pase, y los jóvenes, quienes decepcionados sueñan despiertos con la inminente migración.

A pesar de la guerra, el entorno que parece venirse encima, la lucha por el poder, los estragos del enfrentamiento entre religiones disímiles, el odio entre contrarios; Fragmentos de Bagdad muestra que el hilo luminiscente, eso que algunos llaman esperanza, surge de ese amor incondicional entre personas que se enfrentan juntas a la adversidad. A pesar que todas las circunstancias están en contra, existe la posibilidad de crear historias entrañables sólo con los fragmentos.


La irrealidad como premisa

Ricardo Guzmán Wolffer


Tristania,
Andrés Acosta,
Ediciones El Naranjo,
México, 2014.

El oficio de décadas se nota en esta novela para jóvenes, escrita con inteligencia y conocimiento de las obsesiones y gustos de una parte de esos afiliados al cine de horror y los videojuegos. Acosta toma a unos hermanos, Morby y Sick, para llevar al lector a un mundo a lo Escher donde lo inmediato se distorsiona para hacer de esta novela una escalada por gradas que se interconectan y se modifican. Por fin, Morby y Sick han llegado al lugar soñado durante años. Y mejor, pues la hermosa y atractiva Tristania es capaz de pelear con las manos y los pies (lleva cuchillas ocultas) y vencer a algunos zombis.

Una novela de jóvenes que buscan adecuarse a un mundo donde parecen no tener lugar. Apenas logran funcionar entre ellos, pero perciben un complot: la conquista alimentaria con alimentos transgénicos, los que pueden convertir a los mexicanos en seres mutantes. Con esa premisa se abre una peculiar puerta al país de las no maravillas. Este divertimento para adolescentes de Acosta logrará que lean, pero también plantea una posibilidad: si los alimentos transgénicos (o los chatarra o los caducos) o cualquiera que no debería ser vendido, pero que se consume por falta de acceso a mejores nutrientes o, de plano, por ser lo más barato, son capaces de modificar nuestra percepción o nuestra genética, ¿a dónde podríamos llegar? Para empezar, a divertirnos.

La novela, más que puntualizar sobre los riesgos de comer cereales multicolores, como hacen Morby y Sick, retoma la dicotomía entre fantasía y realidad, muchas veces confundibles para los cinéfilos extremos, más para quienes no satisfacen sus necesidades básicas, como tener una vida social o conseguir una novia. También habla de los fanáticos del zombi: los hermanos intentan organizar una caminata zombi, pero sólo obtienen burlas y maltratos. Podemos imaginar a Acosta en los contingentes chilangos de disfrazados que han logrado romper el récord mundial de caminatas zombis con más de 150 mil participantes. Más todavía: los hermanos divagan sobre la posibilidad de que ellos, y la raza humana completa, sólo seamos los juguetes de un Dios caprichoso que se divierte a nuestra costa.

Muchas de sus dudas existenciales se resuelven o amplían al conocer a Tristania, una guapa jovencita vestida de negro que insulta en italiano y que es el puente entre las películas gore y la vida de los hermanos. En algún momento, incluso salen de la pantalla de un cine para seguir peleando con los zombis golosos que los han estado persiguiendo a los tres. Y Zick reconoce a los otros zombis, los más peligrosos: “las ideas obsesivas, los miedos que me acosan”: “sus pensamientos invasivos” que no lo dejan en paz.

Las certeras ilustraciones de Marco Chamorro redondean una edición cuidada.

Esta es una amena novela para jóvenes, con más contenido del que parece. Una muestra de que la obra de Acosta es una presencia en la literatura nacional.