Opinión
Ver día anteriorSábado 31 de enero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Islamofobia
E

l atroz crimen cometido contra los caricaturistas de Charlie Hebdo ha despertado una peculiar discusión sobre la libertad de expresión en la opinión pública europea. Lo singular del debate es que, lejos de preocuparse por quienes hoy representan la amenaza más visible a esta libertad –las fuerzas públicas encargadas de poner en vigor las leyes antiterroristas–, está enfocado en cómo perfeccionar y sofisticar el control sobre los medios y las redes sociales. El argumento es la defensa común de la seguridad. En tan sólo unas semanas, la ola masiva en toda Europa de detenciones de inmigrantes árabes, turcos o iraníes –acompañada de una campaña mediática que convierte cada detención en thriller antislámico– ha situado la atmósfera política ahí donde se encontraba la sociedad estadunidense en octubre de 2001, después del atentado contra las Torres Gemelas. Esta peculiar condición podría considerarse un sistema de esclusas paranoicas. Como en un canal de puertas y compuertas, se trata de ir poniendo diques al enemigo. Un orden de percepciones que hace aparecer el rostro de cada inmigrante, el silencio de los barrios de la banlieue en París y los turkenzentren de las ciudades alemanas como los confines de un peligro que acecha. En el imaginario de la vida cotidiana europea se han desatado las fábricas de la fabulación, que hacen del Islam no una minoría excluida y de excepción, sino un enemigo en construcción.

La parte ominosa de Charlie Hebdo, aceptémoslo, no es el humor ni la sátira ni la blasfemia religiosos, como lo asienta cierta izquierda supuestamente pudorosa –sin esta sátira y esta blasfemia, el proceso moderno de secularización sería inconcebible–; la parte ominosa reside en la constante representación de manera caricaturizada de el árabe como un fenotipo, como un tipo prácticamente físico, la reducción a una imagen universal y ancestral de todo aquello que expolia la multiplicidad de toda condición social. Mohamed emblematiza una alegoría desprovista de fugas, de cualquier posibilidad de establecer semejanzas fuera de sí, como algún día hizo la prensa estadunidense cuando representaba a los afroamericanos con boca de sandía, o la prensa nazi a los judíos con sus narices de gancho.

Una imagen no dice ninguna palabra, advierte Barthes. Hay algo en los órdenes de la representación en el mundo moderno que retorna invariablemente como un déficit de sus límites. En el siglo XVI, cuando se inicia la expulsión de los árabes y los judíos de España, el orden religioso proveía una última salida para salvar el estigma o la vida misma: cambiar de religión. La percepción era negociable. Durante el fascismo en Alemania, un gay o un judío ingresaban al campo de concentración por una marca de sangre. El cuerpo mismo era lo único que los representaba, sin importar lo que pensaran o creyeran. El cuerpo se convertiría en el último reducto de la representación, y con ello en su abismo. Probablemente, el abismo mismo de la modernidad.

Lo que debería preocupar más a la opinión europea, como lo ha señalado Giorgio Agamben, son las consecuencias que acarrean las respuestas del establishment político ante los actos terroristas sobre las libertades políticas de la ciudadanía. Ya en la enésima ley antiterrorista promulgada por el gobierno francés en noviembre pasado, se restringían la libertad de circulación y viaje y se consolidaban los mecanismos de control sobre las redes sociales y la libertad de reunión. En el Parlamento Europeo se debate hoy la necesidad de una ley similar a la Patriot Act que decretó el congreso estadunidense en 2002.

El dilema de esta condición es que convierte a cualquier ciudadano en un enemigo potencial. Más aun si, como en Francia e Inglaterra, miles de jóvenes se han unido al yihadismo. Pero en rigor, el Islam radical representa tan sólo un sujeto prepolítico de este peculiar régimen que permite a la democracia liberal funcionar en una condición de excepción. ¿Qué pasaría si, por decir, el ejemplo griego se extendiera a otros países europeos? Vistos en detalle, los procedimientos con los que la izquierda griega llegó al poder no dejan de asombrarnos: guardan cierta semejanza con las antiguas revueltas del siglo XX. ¿También en esto piensan las nuevas leyes restrictivas? La sociedad política europea no es Estados Unidos. Su nivel de politicidad siempre ha sido más explosivo.

Una de las consecuencias más visibles de las leyes antiterroristas que inaugura la Patriot Act desde principios de siglo es la incertidumbre que introduce en el proceso jurídico. Toda la prensa se pregunta: ¿quiénes fueron los autores intelectuales del atentado contra Charlie Hebdo? Visto desde la perspectiva de las prácticas del yihadismo, es un acto extraño no por sus fines, sino por sus métodos. Pero el juicio jamás vendrá. Todo queda en las declaraciones policiacas y las especulaciones mediáticas. La certeza jurídica, que siempre caracterizó al estado de derecho europeo, parece también disolverse.