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Más cruel que Gengis Kan
A

sí que lo quemaron en el fuego del infierno. Eso es lo que el Estado Islámico quería mostrar al mundo. Una crueldad al estilo Gengis Kan.

Primero el Estado Islámico obligó a los jordanos y a los japoneses a reconocer su poder –ofreciendo un periodista japonés como señuelo de negociaciones– y luego mostró al rey jordano y al primer ministro japonés lo que pensaba de ellos.

Los jordanos habían demandado pruebas de que el teniente Muath Kasaesbeh estaba vivo. Y les dieron la evidencia de que lo estaba cuando fue conducido a su jaula de fuego. El ejército sirio pudo haber advertido al rey Abdalá lo que podía esperar: meses atrás, el Isis prendió fuego a soldados sirios cautivos y luego asó sus cabezas en video. Y nadie dijo una palabra.

Para el rey Abdalá, quien había ofrecido a la fallida atacante suicida Sajida Rishawi en pago por la vida del teniente Kasaesbeh, podría haber alguna terrible ventaja en que hayan quemado vivo al joven piloto, sea que haya perecido mucho antes o no. Esas decenas de miles de musulmanes sunitas jordanos que exigían la libertad del teniente Kasaesbeh saben ahora lo que sus correligionarios musulmanes en Siria e Irak tenían en mente para él. Pero ¿quién entre los árabes no cuestionará también el costo de apoyar la guerra estadunidense contra el Estado Islámico?

En Occidente, donde casi hemos agotado los lugares comunes referentes al odio, describiremos esta versión de Isis de la ejecución en la hoguera como bárbara, abominable, inhumana, apocalíptica, bestial, etc. Los musulmanes podrían reflexionar en que entre los primeros versos del Corán hay una advertencia sobre el doloroso castigo que se infligirá a quienes sólo fingen creer, los monafaqin, que se mienten a sí mismos y no son creyentes verdaderos.

Desde luego, existen los verdaderos creyentes y los no creyentes. Pero también están los simuladores, quienes sufrirán –y aquí uso la más reciente traducción de Tarif Khalidi del libro sagrado del islam– un doloroso castigo. Del cual –y los clérigos del Medievo europeo estarían de acuerdo– los fuegos del infierno son lo más terrible.

Muchos musulmanes podrían ver en la terrible acción del Estado Islámico una pavorosa distorsión del mensaje de Dios. Porque es Dios quien debe infligir el castigo a los simuladores. Dios será el juez en el Día del Juicio. No Abú Bakr Bagdadi ni los miembros del Isis que filmaron la jaula y al pobre hombre retorciéndose en el tormento bajo el torrente de gasolina. Por supuesto, queda al mundo musulmán decidir sobre esta extraña interpretación, pero habrá montones de líderes despiadados –viene a la mente Bashar Assad de Siria, ahora que hemos concluido que sus enemigos son aún más horribles que él– que se beneficiarán de esta crueldad.

Mucho antes de que el Isis masacrara al ejército iraquí y a los chiítas de Irak, y pusiera en fuga a los pueblos cristianos y yazidíes, desmembraba los cuerpos de los partidarios del gobierno sirio y enviaba videos de su decapitación a sus familias antes de mostrarlos a un público que en su mayoría prefería mirar hacia otra parte. No es el Estado Islámico el que ha cambiado. Somos nosotros.

Nuestra intolerancia de los autócratas de Medio Oriente –de los Sisi y los Assad, de la monarquía hachemita, de los vacilantes príncipes del Golfo, incluso del supremo líder de Irán, el ayatola Jameini– está cambiando a la vista del califato. Todos deben volverse nuestros moderados una vez más, los que quieren unirse contra el terror, ahora que presenciamos los fuegos infernales en Raqaa y Mosul.

Para el Estado Islámico, sus enemigos musulmanes deben ser, por definición, traidores a la fe. Y por eso podríamos leer la traducción de Khalidi con especial cuidado. “Y si alguien les dice, ‘No siembres la discordia en la tierra’, contestarán: ‘Sólo buscamos unir a la gente’. Que es lo que dicen los moderados, desde luego. Y el pobre teniente Kasaesbeh en su agonía.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya