Opinión
Ver día anteriorLunes 9 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Monólogo para sordos
E

ste momento histórico es de inquietud extrema quizá medio sacada a la luz, aunque no del todo, ya que atañe negativamente a un número considerable del uno por ciento con subalternos de este país agraviado por tantos flancos. Este momento tiene, resumiéndolo, un grave problema de palabras. Pienso en las películas mudas, donde los actores hablaban y gesticulaban sin que el público los oyera; había, sí, un muy breve escrito que no podía decir todo lo que sabían los personajes.

Ahora la gente escucha, desde al Presidente, pasando por secretarios, miembros de las cámaras, alcaldes y...

Hay una sensación de perplejidad ante el discurso político que, desde luego, incluye a la clase empresarial. Pasó la época de la voz recia y engolada con la que los gobernantes se dirigían a la nación, es decir, a nosotros. Y qué bueno.

Pero lo que ahora tenemos es un discurso plano, hueco y tan falso como el enfático de antes. No se entiende su vacuidad acompañada, por ejemplo, de levantar casi en automático y de la misma forma la mano para reforzarlo, como si saliera de un muñeco de cuerda condenado a repitir los mismos gestos.

Resulta que ahora los secretos ya no permanecen tan secretos, los medios los lanzan al espacio, y el discurso es cada vez más difícil de ser tomado en serio. Una cosa son las palabras que salen de bocas entrenadas para emitir la demagogia oficial y otros los oídos cada vez más sordos, por escépticos, de la ciudadanía. Lo que resulta inverosímil es que la gente del poder no se haya percatado de que sus palabras son como las del cine mudo, aunque las de hoy sí tocan los oídos, pero ahí quedan sin entrar, no conmueven a nadie, lejanas como están de la percepción del país que tienen los oyentes.

No se puede decretar una verdad histórica en el presente de los sucesos. Heráclito y Tito Livio alzarían la ceja desde la antigüedad. No se puede designar a un subalterno para juzgar conflictos de interés propios que, por la larga experiencia de los años, estoy segura de que si se rasca ligeramente con la puntita de una uña, proliferarían y brillarían en todas direcciones como luces hay en el firmamento.

No, no se puede ser juez y parte. ¿Quién, por Dios, cree en opiniones ofrecidas en entrevistas, ruedas de prensa o tribuna, más allá de los amanuenses del discurso y algunos colaboradores que desean permanecer sordos y ciegos frente al remolino actual?

La mera verdad, nadie confía en lo que dicen los del gobierno, en cualquiera de sus grados, ni en la postura de los partidos políticos, ni en las buenas intenciones del gran empresariado. El poder y las monedas de oro relumbran en el horizonte y cualquier medio es bueno para allegárselos. En los cuentos de Las mil y una noches salía el califa disfrazado de pordiosero para ver con sus propios ojos la realidad de su pueblo; ahora los grandes señores viajan en coches con vidrios blindados y oscuros o en helicópteros o en aviones, rodeados por sus guardias hasta el escenario con público pagado para aplaudirles o periodistas dispuestos a que les paguen por lisonjearlos. ¿Cómo podrían, de concedérseles la buena fe, enterarse de en cuántos bolsillos se fue quedando la ayuda después de un huracán, un incendio, un río envenenado, una desgracia cualquiera? Aunque seguramente les importe una Higa.

Quisiera recordar las palabras de José María Luis Mora:

Desde que el gobierno puede extender su influencia a las elecciones populares y hacer en ellas sus adictos y partidarios, las libertades públicas perecieron o están en riesgo muy próximo de acabar. Si los jueces natos de la autoridad, si los que han de castigar sus excesos y enfrentar sus arbitrariedades se eligen o escogen entre sus amigos, es tan claro como la luz del mediodía, que sea cual fuere la forma de gobierno, el despotismo quedará entronizado y la libertad destruida.

Nuestras próximas elecciones están a la vuelta de la esquina y yo me pregunto qué ha cambiado. Mora pugnaba por la moralidad, como también apoyaba una república centralista. De la moralidad no creo que las cosas hayan cambiado un ápice al día de hoy y, en cuanto al federalismo, ahora éste parece encontrarse a discusión, porque tal vez pueda pensarse que es mejor que el oro caiga en un bolsillo de seda profundo que en 32, en el mejor de los casos.