Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 22 de febrero de 2015 Num: 1042

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Las mujeres, los
poderes, la historia,
la leyenda

Vilma Fuentes

Dos ficciones
Gustavo Ogarrio

Javier Barros Sierra
en su centenario

Cristina Barros

Un educador en
la Universidad

Manuel Pérez Rocha

Un hombre de una pieza
Víctor Flores Olea

Javier Barros Sierra y
la lectura de la historia

Hugo Aboites

El rector Barros Sierra
en el ‘68

Luis Hernández Navarro

Domingo por la tarde
Carmen Villoro

Leer

Columnas:
Tomar la palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


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Jorge Moch
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La serie noir que muchos quisiéramos ver

Es cosa sabida que no hay buenas series televisivas dramáticas o de acción hechas en México salvo contadísimas excepciones que quizá se resumen en una sola, Guerra de castas, ya en este espacio aplaudida, dirigida por Daniel Giménez Cacho y que se transmitió en Canal Once. Pero series negras o neopolicíacas como las que se hacen en otras partes, no hay. Y debería haber siquiera una, en un país cuya realidad cotidiana sólo pasada en papel carbón daría para montones de estupendos argumentos.

Las buenas series policíacas, verdaderamente buenas, noir o negras por su crudeza, énfasis en el lado oscuro del hombre o su visión sombría del mundo, nos llegan todas de fuera. Italia produjo la estupenda adaptación de Gomorra, del perseguido escritor Roberto Saviano. Estados Unidos ha exportado muchas series, algunas buenas, otras inmejorables, como Oz, de Tom Fontana (que luego copiaría la misma productora, HBO, para su filial latinoamericana con Capadocia, aunque con menores méritos, entre otras cosas porque la original Oz incurrió en atrevimientos hasta entonces impensables en la televisión estadunidense y de la mayor parte del orbe, como planos cerrados de genitales masculinos sin ocultar), las ya legendarias The Wire, de David Simon; The Sopranos (algunos de sus fanáticos seguiremos lamentando el fallecimiento de James Gandolfini porque canceló cualquier posibilidad de un eventual regreso, en la vejez, del gordo Tony a la pantalla), de David Chase o más recientemente Breaking Bad, de Vince Gilligan y esa joya del género que es True Detective, de Nick Pizzolatto con regias actuaciones de Matthew McConaughey y Woody Harrelson. La segunda temporada promete, con Rachel McAdams y Colin Farrell, y Vince Vaughn como gángster. De Europa llegan otras producciones, como la francesa Engrenages, de Guy-Patrick Sainderichin y  Alexander Clert, las británicas Luther, de Neil Cross en que por cierto la actuación de Idris Elba es brillante, o Inside Men, de Colin Wratten, James Kent y Tony Basgallop (acá el que brilla es Steven Mackintosh); mientras que de países como Suecia llegan estupendas piezas como Wallander, coproducida con la británica BBC (con una de las mejores actuaciones de Kenneth Branagh) y Arne Dahl, porque los episodios, de crudeza exquisita, reproducen las novelas de la serie Intercrime, del escritor Jan Lennart Arnald, quien las firmó con ese seudónimo, o de Noruega Dag, de  Oystein Karlsen y Kristoffer Schau. Hay más, pero no se trata aquí de abrumar al lector con un largo recuento de series que, por cierto, difícilmente llegan a la televisión abierta en México: ése sigue siendo territorio de la porquería televisiva de siempre.

Casi denominador común en muchas de las series mencionadas es el salto (¿o la concesión a un medio tradicionalmente despreciado por las luminarias cinematográficas?) de los actores de roles protagónicos del cine a la televisión. La otra característica es que no buscan –y precisamente logran de manera brillantemente contradictoria– satisfacer al público, sino dedicarse a la narración visual sin reparar en crudeza gráfica a veces rayana en lo gore, y sobre todo dejar registro de una realidad violenta sin ponerse a medir consecuencias si pisa callos a la élite gobernante, empresarial o religiosa (o mediática) o si rompe cartabones de lo políticamente correcto. Al contrario, varios de estos programas (The Wire, Gomorra) exponen sin un ápice de matiz bufo la corrupción política y empresarial (y policíaca, claro) de sus respectivas sociedades. No han sido pocos los gritos en el cielo que en sus países de origen pusieron clérigos, políticos, policías y hasta mafiosos por el contenido crudo, hiperrealista o tragicómico de sus episodios.

Por eso acá tenemos harta madera para el género. Sobran charcas sucias en las que abrevar, desde Tlatelolco hasta Ayotzinapa pasando por las Poquianchis, el Mochaorejas o la Mataviejitas. Hay montones de buenos escritores a los que nada haría más felices que ver sus guiones o libros convertidos en buenas series televisivas, cáusticas, crudas, reales, que le den en la trompa a la corrección de las buenas conciencias. Y hay buenos actores de sobra. Aunque difícilmente –salvo alguna rara avis–salidos de las fábricas de sonrientes maniquíes de Televisa o TV Azteca. A ver qué productor se avienta el trompo a la uña. Nomás por deporte, porque negocio, lo que se llama negocio, con todas las trampas y buscapiés que hay en el nauseabundo amasiato entre gobierno y televisoras… quién sabe.