Opinión
Ver día anteriorMiércoles 25 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ante la tumba de Sikandar Lodi (Nueva Delhi)
E

sta mañana salí a correr en los Lodi Gardens, un parque en la ciudad de Nueva Delhi, construido en torno de tumbas de la familia Lodi, sultanes en los siglos XV y XVI.

La tumba de Sikandar Lodi es un edificio octagonal no muy grande, adornado con caligrafía coránica hecha en estuco, y con un domo bellamente pesado que se alza al centro. El octágono está rodeado todo de un jardín amurallado con torretes muy bajitos, que simulan una fortaleza. Es un lugar de una serenidad que te saca del tiempo. Me hizo recordar el atrio de la iglesia de Tepoztlán antes del advenimiento del turismo masivo y de la restauración del convento, cuando el lugar era puro fausto, y abandono y belleza.

Hoy entré al jardín amurallado a eso de las 8 de la mañana. El oro del sol alumbraba la piedra rojiza de los torretes, e iluminaba la redondez pesada del domo grisáceo, poniéndole dorada una cara y dejando la otra pálida y fría, como el lado oscuro de la Luna. Una parvada de loros se había posado en el arco morisco de la entrada: esmeraldas incrustadas en el rojo de la piedra. Aunque el parque estaba lleno de gente haciendo ejercicio, no había nadie en aquel jardín, sino yo. Me senté en un banco sombreado y lloré.

El historiador Thomas Laqueur terminó hace poco una obra monumental sobre el trabajo que los muertos nos hacen a los vivos –o quizá se podría explicar su tema de otra forma: se trata del trabajo que los vivos les hacemos hacer a nuestros muertos. Sentado en la tumba de Sikandar Lodi, pensé que las tumbas de aquellos antiguos sultanes tienen mucho que enseñarnos respecto de cómo usar a nuestros muertos.

Los sucesores de Sikandar quisieron que el sultán hiciera justamente el trabajo que hizo hoy para mi, aún cinco siglos después de su muerte. Quisieron que la tumba de Sikandar fuese un espacio de reflexión encendida por chispa de la armonía que la tumba irradia, gracias a todas las artes que tuvieron a su disposición los sucesores de Sikandar –los esfuerzos del mejor arquitecto, los del maestro calígrafo y el ceramista, los del jardinero y el albañil. Los sucesores de Sikandar querían que la tierra en que se depositó su cuerpo fuese un lugar de encuentro entre lo humano y lo divino. El edificio octagonal de la tumba y el jardín amurallado que lo rodea son una versión del paraíso celestial: una experiencia cotidianamente visitable del más allá, que nos invita a reflexionar sobre nuestras vidas, y que genera emociones insospechadas.

Me parece que en México habría que meditar un poco acerca del trabajo que le pedimos a los héroes muertos. Ante la tumba de Sikandar, no pude sino pensar en el contraste entre el trabajo tan hermoso que hace el monumento que se construyó para las cenizas de ese sultán, visitado a diario por vecinos que lo usan para alegrar su paseo, o para que los niños jueguen en su claustro encantado. Pensé en el contraste, digo, con monumentos mortuorios tipo la Cabeza de Juárez, en la calzada Ignacio Zaragoza, o la cabeza policromada de López Mateos en Toluca. O también aquel Zapata desproporcionado, que cabalga con espada desenvainada contra el tráfico a la entrada de Cuernavaca.

Aquella forma de usar a los muertos no es sino una forma de imponerlos –una forma de exigir que nos sigan dominando. ¿Quién se pondría a meditar espontáneamente frente a la Cabeza de Juárez? ¿Quién a llorar, pensando en su propia vida (y no en el agravio al buen gusto), sentado frente a la de López Mateos en aquel páramo donde la pusieron, arriba de Toluca?

Los que comisionan esos monumentos a héroes muertos están extendiendo su memoria como un acto de imposición, como si recordarlos fuese una obligación ciudadana –co­mo si esos muertos no tuvieran ya nada que darnos, y sólo pudieran exigirnos que los recordáramos. En lugar de dejar que los muertos nos sigan dando, pedimos que nos exijan cosas. Exigimos que sean recordados a fuerzas: porque la cabeza de López Mateos no da pie para reflexionar sobre nada que nos interese íntimamente, pero tampoco puede fácilmente pasar desapercibida. Al menos no en Toluca.

Además, el recuerdo que se nos pide que tengamos de nuestros héroes –o supuestos héroes– incluye recordar su cara, como si el recuerdo de su fisionomía garantizara su trascendencia: el monumento es la cabeza de Juárez o de López Mateos o de Zapata. La tumba de Sikandar –como las de todos los sultanes– no lleva su cara en ninguna parte. En el monumento no nos enteramos de cómo era Sikandar. La tumba no pide que lo recordemos como cara, sino como nombre, como un nombre que extiende su generosidad hacia la posteridad, a través del arte con que está hecha su tumba.