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Hombres sin mujeres
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El escritor Haruki Murakami, en imagen tomada de Internet
E

l timbre del teléfono me despierta pasada la una de la madrugada. Una llamada telefónica en plena noche siempre resulta violenta. Es como si alguien intentase destruir el mundo valiéndose de una brutal pieza metálica. Como miembro del género humano, tengo la obligación de acallarlo. Así que me levanto de la cama, voy a la salita de estar y descuelgo el auricular.

Una voz grave de hombre me da un aviso: una mujer ha desaparecido para siempre de este mundo. La voz pertenece al marido de la mujer. Por lo menos así se presentó. Y me dijo algo: Mi mujer se suicidó el miércoles de la semana pasada y, en cualquier caso, pensé que debía comunicárselo; eso me dijo. En cualquier caso. Su tono me pareció desprovisto de todo sentimiento. Daba la impresión de que dictara un texto para un telegrama. Apenas había silencios entre palabra y palabra. Un aviso puro y duro. La verdad sin ornamentos. Punto.

¿Qué respondí yo? Debí de decirle algo, pero no recuerdo qué. De todas formas, se hizo un silencio. Un silencio como si cada uno nos asomásemos a un extremo de un hondo agujero abierto en el medio de una carretera. Luego él colgó, sin más ni más, sin haber añadido nada. Como si suavemente depositase una frágil obra de arte en el suelo. Y yo me quedé allí plantado, con el teléfono en la mano, absurdamente. En camiseta blanca y bóxers azules.

No sé de qué me conocía. ¿Le habría dicho ella que yo era un “viejo amante“? ¿Para qué? ¿Y cómo es que tenía mi número, si no viene en la guía telefónica? Además, para empezar, ¿por qué yo? ¿Por qué tuvo el marido que tomarse la molestia de llamarme e informarme de que ella había desaparecido para siempre? Me resulta difícil creer que ella se lo pidiera por escrito en el testamento. De nuestra relación hacía una eternidad. Y una vez rota, nunca volvimos a vernos. Ni siquiera a hablar por teléfono.

Pero, en fin, eso no tenía importancia. El asunto es que no me dio ni una sola explicación. Él creyó que tenía que informarme de que su mujer se había suicidado. Y en algún sitio consiguió el número de teléfono de mi casa. Pero no vio necesario informarme de nada más. Todo indica que su intención era dejarme en ese punto intermedio entre el conocimiento y la ignorancia. Pero ¿por qué? ¿Pretendería hacerme pensar en algo?

¿En qué?

No lo sé. El número de interrogantes sólo fue en aumento. Como un niño que estampa su sello de juguete sin ton ni son en su cuaderno.

Y es que ni siquiera tenía idea de por qué se había suicidado o cómo había puesto fin a su vida. Aunque hubiera querido averiguarlo, no habría podido. Desconozco dónde vivía y, ya puestos, ni siquiera sabía que se hubiera casado. Como es natural, tampoco sé su apellido de casada (el marido no me dijo su nombre por teléfono). ¿Cuánto tiempo había estado casada? ¿Había tenido hijos, hijas?

No obstante, acepté sin más lo que el marido me había comunicado. No albergaba ninguna sospecha. Tras romper conmigo, ella siguió viviendo en este mundo, se enamoraría (probablemente) de alguien con quien luego se habría casado, y el miércoles de la semana pasada acabó con su vida por algún motivo, de algún modo. En cualquier caso. En la voz del marido había, sin duda, un vínculo profundo con el mundo de los muertos. En la quietud de la noche, fui capaz de sentir esa cruda conexión. Percibí la tirantez del hilo tensado y su agudo destello. En ese sentido, llamarme pasada la una de la madrugada –fuese o no su intención– era la opción correcta para él. A la una de la tarde seguramente no habría causado el mismo efecto.

Cuando por fin colgué el auricular y volví a la cama, mi mujer estaba despierta.

–¿Quién ha llamado? ¿Se ha muerto alguien? –preguntó ella.

–No, nadie. Se han confundido de número –contesté arrastrando las palabras, con voz somnolienta.

Pero ella, por supuesto, no me creyó. Porque incluso en mi tono se percibía un atisbo de muerte. La conmoción que provoca una muerte reciente es altamente contagiosa. Se transforma en un temblorcillo que se propaga por la línea telefónica, deforma el eco de las palabras y hace que el mundo se sincronice con su vibración. Mi esposa, con todo, no añadió nada. Estábamos acostados a oscuras, cada uno pensando en sus cosas, con el oído pendiente de aquella quietud.

De modo que aquélla era la tercera mujer que elegía la vía del suicidio de entre todas con quienes había salido. Bien pensado..., no, no, tampoco hace falta pensarlo tanto, pues la verdad es que es una tasa de mortandad considerable. Apenas puedo creerlo. Porque tampoco he salido con tantas mujeres. Me cuesta entender cómo pueden ir quitándose la vida, una tras otra, siendo tan jóvenes. Ojalá no sea culpa mía. Ojalá no me vea implicado. Ojalá ellas no me tomen como testigo o cronista. Lo deseo de veras, de corazón. Además..., ¿cómo expresarlo?.., ella –la tercera (dado que me resulta incómodo no nombrarla de algún modo, he decidido llamarla provisionalmente M)– no era, en absoluto, una persona con rasgos suicidas. Y es que a M siempre la vigilaban y protegían todos los marineros fornidos del mundo.

No puedo explicar con detalle qué clase de mujer era, dónde y cuándo nos conocimos ni las cosas que hacía. Lamentándolo mucho, aclarar ciertos aspectos me causaría diversos problemas en la vida real. Posiblemente se generarían unas molestias que afectarían a personas (todavía) vivas de su entorno. Así que sólo puedo decir que mantuve una relación muy íntima con ella durante una época, pero que un buen día sucedió algo y nos separamos.

A decir verdad, creo que conocí a M cuando tenía catorce años. En realidad no fue así, pero aquí lo daré por hecho. Nos conocimos en el colegio a los catorce años. Debió de ser en clase de biología. Estaban hablándonos sobre los amonites, los celacantos o algo por el estilo. Ella estaba sentada en el pupitre de al lado. Yo le dije: ¿Podrías pasarme la goma, si tienes? Es que he olvidado la mía, y ella partió su goma de borrar en dos y me dio un pedazo. Sonriendo. Y, literalmente, en ese mismo instante tuve un flechazo. Ella era la chica más guapa que jamás había visto. O eso pensaba yo entonces. Así es como quiero ver a M. Quiero imaginar que nos encontramos por primera vez en un aula. Por la abrumadora y subrepticia intermediación de los amonites, los celacantos o lo que quiera que fuese. Y es que al imaginarlo así, muchas cosas encajan a la perfección.

A los catorce años, yo estaba sano como un producto recién fabricado y, por consiguiente, cada vez que soplaba el cálido viento de poniente tenía una erección. Al fin y al cabo, estaba en la edad. Pero con ella no me empalmaba. Porque ella superaba con creces a todos los vientos de poniente. Bueno, y no sólo a los de poniente: era tan maravillosa que anulaba cualquier viento que soplase desde cualquier dirección. ¿Cómo iba a tener una sucia erección delante de una chica tan perfecta? Era la primera vez en mi vida que me encontraba con una chica que provocaba en mí tal sensación.

Siento que ése fue mi primer encuentro con M. En realidad no fue así, pero si lo pienso de esa manera, todo cobra sentido. Yo tenía catorce años y ella también. Para nosotros fue la edad del encuentro perfecto. Así fue como de verdad debimos conocernos.

Pero luego M desaparece de pronto. ¿Adónde habrá ido? La pierdo de vista. Algo ocurre y, en el preciso instante en que miro hacia otro lado, ella se va sin más ni más. Cuando me percato, ya no está, aunque un rato antes se encontraba ahí. Quizá algún astuto marino la haya engatusado y se la haya llevado a Marsella o a Costa de Marfil. Mi desesperación es más profunda que cualquier océano que hayan podido surcar. Más profunda que cualquier mar, guarida de calamares gigantes y dragones marinos. Me aborrezco. Ya no creo en nada. ¡Cómo es posible! ¡Con lo que me gustaba M! ¡Con el cariño que le tenía! ¡Con lo que la necesitaba! ¿Por qué tuve que mirar hacia otro lado?

Pero, por el contrario, desde entonces M está en todas partes. Puedo verla en cualquier sitio. Sigue ahí, y la veo en distintos lugares, en distintos momentos, en distintas personas. Me doy cuenta. Yo metí la mitad de la goma de borrar en una bolsa de plástico y la llevé siempre conmigo. Como una especie de talismán. Como una brújula que marca el rumbo. Si la llevaba en el bolsillo, algún día encontraría a M en un rincón del planeta. Estaba convencido. Lo único que ocurría era que se había dejado engañar por las sofisticadas lisonjas de un marinero que la embarcó en un gran buque y se la llevó a tierras remotas. Porque ella era una chica que siempre procuraba creer en algo. Una persona que no titubeaba a la hora de partir una goma en dos y ofrecerte la mitad.

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Portada del libro
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Haruki Murakami (Kioto, 1949)Foto tomada de Internet

Intento obtener siquiera algún retazo de ella en distintos lugares, a través de distintas personas. Pero, por supuesto, no son más que fragmentos. Un fragmento es un fragmento, por muchos que se reúnan. El núcleo de M siempre me rehúye, como un espejismo. Y el horizonte es infinito. Tanto en la tierra como en el mar. Yo sigo desplazándome incansablemente tras ella. Hasta Bombay, Ciudad del Cabo, Reikiavik y las Bahamas. Recorro todas las ciudades portuarias. Pero cuando llego, ella ya se ha esfumado. En la cama deshecha permanece todavía el tenue calor de su cuerpo. El fular con adornos de espirales que llevaba cuelga del respaldo de la silla. Hay un libro sobre la mesa, abierto boca abajo. Unas medias algo húmedas se secan en el lavabo. Pero ella ya no está. Los pesados de los marineros del mundo intuyen mi presencia y se la llevan a toda prisa a otro lugar, la esconden. Yo, claro, ya no tengo catorce años. Estoy más moreno y más curtido. Llevo barba y he aprendido la diferencia entre un símil y una metáfora. Pero cierta parte de mí todavía tiene aquella edad. Y esa parte eterna de mí que es mi yo de catorce años espera con paciencia a que un suave viento de poniente acaricie mi sexo virgen. Allí donde sople ese viento, allí estará M.

Ésa es M para mí.

Ella no es amiga de permanecer en un sitio.

Pero tampoco es de las que se quitan la vida.

Ni siquiera yo sé qué pretendo al contar todo esto. Supongo que intento escribir sobre la esencia de algo irreal. Pero escribir sobre la esencia de algo irreal se asemeja a quedar con alguien en la cara oculta de la Luna. Está oscuro y no hay señales. Encima, es vastísima. Lo que quiero decir es que M era la chica de quien debí enamorarme cuando tenía catorce años. Pero en realidad fue mucho más tarde cuando me enamoré de ella y, para entonces, ella (por desgracia) ya no tenía catorce años. Nos equivocamos en el momento de conocernos. Como quien confunde el día de una cita. La hora y el lugar eran correctos. Pero no la fecha.

En M, sin embargo, todavía vivía aquella niña de catorce años. Yacía dentro de ella en su totalidad –no de manera parcial–. Si yo aguzaba bien la vista, podía vislumbrar su figura, que iba y venía dentro de M. Cuando hacíamos el amor, a veces envejecía espantosamente entre mis brazos y otras se transformaba en niña. Siempre transitaba de ese modo por su propio tiempo personal. Me gustaba esa faceta suya. En esos momentos yo la abrazaba con todas mis fuerzas, hasta hacerle daño. Quizá hiciese demasiada fuerza. Pero no podía evitarlo, porque no quería entregársela a nadie.

No obstante, llegó de nuevo el día en que volví a perderla. Y es que todos los marineros del mundo van tras ella. Solo, soy incapaz de protegerla. Cualquiera tiene un despiste en algún momento. Necesito dormir, ir al baño. Incluso limpiar la bañera. Picar cebollas y quitar las hebras a las judías. Necesito revisar la presión de los neumáticos del coche. Así fue como nos alejamos. Es decir, ella se fue distanciando de mí. Detrás, claro, se hallaba la sombra infalible de los marineros. Una densa sombra que trepaba sin ayuda de nadie por los muros de los edificios. La bañera, las cebollas y la presión del aire no eran más que fragmentos de una metáfora que esa sombra se dedicaba a esparcir como quien esparce chinchetas por el suelo.

Seguro que nadie imagina cuánto sufrí, lo hondo que caí cuando ella se marchó. No, es imposible que alguien se haga una idea. Porque ni siquiera yo logro recordarlo. ¿Cuánto habré sufrido? ¿Cuánto me dolió el alma? Ojalá existiera en el mundo una máquina que midiese fácilmente y con precisión la tristeza. Así podría expresarlo en cifras. Una máquina semejante jamás cabría en la palma de la mano. Eso pienso cada vez que mido la presión de los neumáticos.

Y al final ella murió. Me enteré gracias al telefonazo en plena noche. Ignoro el lugar, los medios, el motivo y el objetivo, pero el caso es que M estaba decidida a quitarse la vida, y eso hizo. Se retiró de este mundo real tranquilamente (quizá). Aunque yo pudiese disponer de todos los marineros del mundo y de todas sus sofisticadas lisonjas, ya nunca podré rescatarla –ni siquiera raptarla– de las profundidades del más allá. Si a medianoche escuchas con atención, es posible que tú también percibas a lo lejos el canto fúnebre de los marineros.

Además, tengo la impresión de que, debido a su muerte, he perdido para siempre a mi yo de catorce años. Esa parte ha sido arrancada de cuajo de mi vida, como el número retirado del uniforme de un equipo de béisbol. La han depositado en una robusta caja fuerte con una compleja cerradura y arrojado al fondo del océano. Tal vez la puerta no se abra en mil millones de años. Los amonites y celacantos la vigilan en silencio. El espléndido viento de poniente ya ha dejado de soplar. Todos los marineros del mundo lamentan de corazón su muerte. Así como todos los antimarineros del mundo.

Cuando me enteré de la muerte de M, me sentí el segundo hombre más solo del planeta. El primero, sin duda, es su marido. Le cedo la plaza. No sé qué clase de persona será. No dispongo de ninguna información sobre su edad, a qué se dedica o a qué no se dedica. Lo único que conozco de él es que su voz es grave. Pero el hecho de que tenga la voz grave no me da ningún dato concreto sobre él. ¿Será un marinero? ¿O quizá alguien al que no le gustan los marineros? Si fuese de estos segundos, tendría en mí un aliado. Si fuese de los primeros... aun así contaría con mi solidaridad. Ojalá pudiese hacer algo por él.

Pero no tengo manera de acercarme al que un día fue el marido de M. No sé su nombre ni dónde vive. Quizá haya perdido también el nombre y el lugar. Después de todo, es el hombre más solo del planeta. En pleno paseo, me siento delante de la estatua de un unicornio (la ruta que siempre hago pasa por un parque con una estatua de un unicornio) y, mientras observo una fresca fuente, pienso en él. Intento imaginar qué se siente al ser el hombre más solo del mundo. Yo ya sé qué se siente al ser el segundo hombre más solo del mundo. Pero todavía ignoro qué se siente siendo el hombre más solo del planeta. Entre la segunda y la primera soledad discurre un hondo abismo. Quizá. No es que solamente sea hondo, sino que además tiene una anchura espantosa. Tanto que desde el fondo se eleva una alta montaña formada por los restos de los pájaros muertos que, incapaces de franquearlo de extremo a extremo, cayeron extenuados en pleno vuelo.

Un buen día, de repente, te conviertes en un hombre sin mujer. Ese día sobreviene de repente, sin mediar el menor indicio o aviso, sin corazonadas ni presentimientos, sin llamar a la puerta y sin carraspeos. Al doblar la esquina, te das cuenta de que ya estás allí. Y no puedes dar marcha atrás. Una vez que doblas la esquina, se convierte en tu único mundo. En ese mundo pasan a decir que eres uno de esos hombres sin mujeres. En un plural gélido.

Sólo los hombres sin mujeres saben cuán doloroso es, cuánto se sufre por ser un hombre sin mujer. (...)

Sólo los hombres sin mujeres saben cuán doloroso es, cuánto se sufre por ser un hombre sin mujer. (...) Es la frase final del último de los siete relatos que dan forma al nuevo libro del escritor japonés más famoso en el planeta: Haruki Murakami. Publicado por Tusquets, Hombres sin mujeres tendrá su lanzamiento internacional el 3 de marzo, día en que estará disponible en librerías mexicanas. Este es el tercer conjunto de relatos dentro de su vasta obra; los anteriores fueron Sauce ciego, mujer dormida y Después del terremoto. La traducción –a cargo de Gabriel Álvarez Martínez– se realizó directamente del japonés al castellano, idioma en el que se publica antes de la versión en inglés. Con autorización del sello Tusquets, a manera de adelanto, ofrecemos a los lectores de La Jornada el cuento que da nombre a esa obra