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Murakami o los sueños que se prestan o se toman prestados
E

ntre un mercado que devora todo y una propuesta literaria sólida transcurre la obra de Haruki Murakami. No es sencillo. Las tentaciones del éxito y el dinero relativamente fácil terminan seduciendo casi a cualquiera. Sinceramente desalienta mirar a decenas de escritores de todas partes haciendo fila para que el marketing de alguna editorial los favorezca. Para muchos de ellos es más importante hacer lobby que escribir. El plato de lentejas que son entrevistas y reflectores es más importante que una buena trama.Cuestionado por los puros que velan por La Literatura, critican su uso del lenguaje y se santiguan ante sus éxitos de ventas, el autor de Hombres sin mujeres ha consolidado una auténtica comunidad de lectores. Particularmente a partir de Tokio Blues –me parece–, que se instaló en el gusto de los jóvenes desde 1987.

Lejos del circo y las cofradías literarias, Murakami ha rehuido la fama y sus obligaciones: fotografías, entrevistas para televisión, radio, presentaciones. Le interesa trabajar más en lo que dice que en su promoción.

Prefiere trabajar a las cuatro de la mañana y correr a las ocho todos los días en vez de andar buscando de coctel en coctel al editor que lo redima con su dirección de publicidad. Hombres sin mujeres es su libro más reciente. Con él nos confirma que cada día es mejor escritor; que siempre es el mismo porque siempre es diferente. Lo único constante en todos sus libros son sus homenajes: a la comida y sus sorpresas, al cambiante jazz y sus improvisaciones, a los Beatles que son un todo un continente y a esa comunidad de asombros que sólo pueden irradiar los sueños.

Con siete relatos sobre la soledad antes o después del amor y el sexo, Murakami nos demuestra que los temas de toda la vida pueden plantearse siempre de una manera diferente. Para eso hay que trabajar. En este escritor tardío, como se define, no deja de sorprender el cómo altera a sus lectores.

Hombres sin mujeres también es un libro sobre la incertidumbre del amor y sobre la pérdida de visión provocada por el deseo.

El primer relato del libro, Drive My Car, es un texto interesante. Además de contarnos cómo enfrenta la soledad un actor cornudo con problemas de vista y alcoholismo después de la muerte de su esposa, nos ofrece una interesante reflexión sobre el teatro que intento resumir así: cada vez que el actor deja de actuar es imposible que regrese al mismo punto de su personalidad original.

En otro de los textos, una Sherezada en pláticas de sobrecama se construye con la lengua, y en otro más –Samsa enamorado– además de hacer un homenaje a Kafka, Murakami nos atrapa con un proceso inverso al kafkiano: un insecto se transforma en hombre. El nuevo humano extraña su anterior cuerpo acorazado y su desplazamiento horizontal. Su cuerpo erguido y blando le impide desplazarse y sus instintos afloran sin control alguno. Aquí la soledad es francamente terrible porque no es producto del amor o desamor. El protagonista está solo porque no sabe cómo relacionarse con el otro, con el amor, con el sexo, simplemente no conoce los afectos. Más aún, ni siquiera conoce bien a bien su propio cuerpo.

Dice Murakami que al escribir únicamente indaga en ese pozo oscuro que es él mismo. Con sus personajes hurga en sus emociones, se descubre: deja de ser para ser otro y al lograrlo le resulta imposible volver, como al actor de su primer relato de Hombres sin mujeres, a su postura original. Sueño y razón se funden en esos relatos. Los sueños a fin de cuentas, como dice el escritor japonés, se prestan o se toman prestados. Por eso no se explica el encierro de un personaje en uno de sus cuentos o el que tanques militares deambulen por la ciudad en otro de ellos. Los sueños son borrosos por inexplicables, no porque las emociones que provocan sean inferiores a las que tenemos en el transcurso del día.

Lejos de las academias con sus ritos, sus puntos y genuflexiones, y de la maquinaria del marketing, que obliga a los autores a promocionar su libro ciudad tras ciudad, los libros de Murakami se ceban cada día con una creciente comunidad de lectores sostenida sólo por su forma de contar historias.

Qué bueno que existan los centinelas de la pureza literaria. A condición, claro, de que permanezcan en los callejones de la academia: cerca del lenguaje oscuro y lejos de los lectores. Para Murakami la única prosa que vale es la prosa viva. La zarza ardiente que es capaz de hablar al lector y sacudirlo.