Opinión
Ver día anteriorMartes 31 de marzo de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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ara los gobiernos progresistas de Sudamérica corren tiempos difíciles. La virulencia de una oposición interna mayoritariamente azuzada por Estados Unidos y Europa occidental era el principal problema del gobierno venezolano hasta que las cotizaciones internacionales del crudo se vinieron abajo. En Buenos Aires la Casa Rosada tenía suficiente con la ofensiva de los especuladores foráneos –los representantes de los fondos buitres– hasta que hubo de hacer frente al sórdido suicidio del fiscal Alberto Nisman, ocurrido en el contexto de una renovada campaña de desestabilización de los sectores oligárquicos afectados por las medidas gubernamentales. Dilma Rousseff no sólo se encuentra agobiada por el estancamiento en el que ha caído la economía brasileña, sino ahora también por el más reciente escándalo de corrupción que ha detonado en Petrobras. Una tribulación similar afecta a Michelle Bachelet, cuyo hijo fue pillado en negocios inmobiliarios más bien turbios. En Uruguay ha terminado el mandato carismático de José Mujica y ha vuelto al poder Tabaré Vázquez, un político sin duda eficaz pero más rutinario y, lo decisivo, menos resuelto en los asuntos de la integración regional. Por si algo faltara en el panorama, en Bolivia el Movimiento al Socialismo de Evo Morales acaba de sufrir una derrota electoral significativa nada menos que en El Alto, su bastión tradicional, y en otras demarcaciones.

Desde luego, la circunstancia económica internacional ha hecho lo suyo; además, el proverbial injerencismo occidental en la región está al alza: Barack Obama acaba de formular una declaración de enemistad contra Venezuela cuya carencia de fundamento real –de cuando acá el país caribeño puede ser considerado una amenaza a la seguridad estadunidense– está más que compensada por el sustento de los intereses energéticos y geoestratégicos de la superpotencia. La clase política madrileña tradicional –de Mariano Rajoy a Felipe González– está también en plena ofensiva propagandística con el propósito de serrucharle el piso a Nicolás Maduro. En Argentina el affaire Nisman tiene el sello característico de los servicios de inteligencia de Israel y de Estados Unidos. Las oligarquías locales, por su parte, parecen reagruparse bajo el designio de una restauración continental en contra de los programas políticos populistas y demagógicos. Esos factores permiten explicar, en parte, los problemas que afrontan los gobiernos así (des)calificados por los capitales trasnacionales y sus representantes políticos. Se ha escogido bien el momento: cuando el ciclo de expansión económica llega a una fase de agotamiento y cuando se hace sentir el desgaste del poder.

Sin ignorar esos componentes del actual panorama político y económico sudamericano, sería un error ignorar que en él confluyen también carencias y omisiones gubernamentales. La primera es haber ignorado o subestimado la capacidad de subsistencia de la corrupción. En efecto, no basta con recuperar la soberanía nacional –la financiera, la comercial, la tecnológica, la diplomática– ni emprender medidas exitosas de política social, y ni siquiera reformar radicalmente la institucionalidad republicana –casos de Venezuela y Bolivia– para mantener a raya ese fenómeno.

Ha faltado también sentido de futuro para imaginar estrategias capaces de satisfacer las expectativas de los sectores llegados a las clases medias como resultado directo de la disminución de la pobreza –Brasil–, ir más allá de los cauces de la democracia representativa tradicional y establecer instituciones de democracia directa o, cuando menos, participativa. En otros términos, no es suficiente con alterar las ecuaciones del poder a favor de las mayorías: es preciso, además, que estas mayorías se reconozcan como protagonistas de las transformaciones en curso, de las ya realizadas y de las que se encuentran en proyecto.

Una asignatura pendiente particularmente angustiante es la de la inseguridad y la violencia delictiva. A la vista de las cifras correspondientes en Argentina, Brasil y Venezuela, hay que reconocer que no basta con deslindarse de las políticas neoliberales más agresivas para abatir estos fenómenos, que parecen ser expresión de una crisis civilizatoria más perdurable y trascendente que la simple globalización, sea cual sea la modalidad nacional que se adopte: la soberanista e integracionista de la mayor parte del continente o la supeditada, asumida por los gobiernos de México, Perú y Colombia.

Sudamérica se encuentra, pues, en una peculiar encrucijada: tal vez sus gobiernos logren superar las tremendas dificultades que los acechan y avanzar en la consolidación de una propuesta alternativa al neoliberalismo puro y duro y consolidan a la región; pero si no realizan un ejercicio de autocrítica, realismo, imaginación y visión de futuro, esta generación de proyectos políticos progresistas podría quedarse en el camino y ser remplazada por una desastrosa restauración oligárquica. Ojalá que no.

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