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Puntos sobre las íes

Santa Anna y La Torera

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Morante en La Malagueta. El torero español Morante de la Puebla durante la corrida de ayer en la plaza de La Malagueta, en MálagaFoto Reuters
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e José de Núñez y Domínguez:

La afición del funesto Antonio López de Santa Anna por el bello sexo es por demás conocida, al igual que sus locuras por las peleas de gallos, en cuyas patas bien que se fueron no solamente cuantiosas fortunas, sino hasta condecoraciones y alhajas.

Un día de tantos, al salir de un palenque ubicado por los rumbos de Tlalpan, su mirada se posó en una doncella que adornaba su belleza con algunas prendas, tal vez no de vestir sino de desvestir, lo cual hizo mella en su alteza serenísima que dio instrucciones a uno de sus custodios, conocidos por aquellos días como rufianes de la banda verde, para que averiguara quién era esa bella moza y la condujera al palacio de Tacubaya, sitio reservado para sus aventuras amorosas.

Los informes revelaron que la niña se las traía: era apodada La Torera, pues había sido compañera de algún torero –se llegó a afirmar que del famoso español Bernardo Gaviño– y que con él había recorrido ya medio país.

No obstante todo lo dicho por su investigador, dio instrucciones de que la condujeran a Tacubaya, donde solía dar rienda suelta a sus apasionamientos y delirios; al llegar se encontró con La Torera, quien lo recibió con total desparpajo y coquetería y, pa’ pronto, lo despojó de su reluciente casaca, medallas, condecoraciones y reconocimientos, así como de un brillante y recién planchado chaleco, a la vez que le decía que ella lo alcanzaría en una de las habitaciones.

Más tardó Santa Anna en acceder, que la pizpireta muchacha en ponerse la levita, el chaleco, encasquetarse el sombrero de plumas adornado, empuñar el bastón que remataba un topacio y escaparse yéndose a vagar y a presumir por esas calles de Dios.

Y cuando le preguntaban por aquellas hermosas prendas y por tantas medallas, no tenía empacho en referir su atrevimiento y se desataron un sinfín de risas, burlas y mil y un comentarios de los más subidos colores.

Al enterarse el 11 veces presidente de México, se dijo que tuvo un acceso de verdadera rabia y al verlo así sus ayudantes, sin esperar instrucciones, se dieron a dar con La Torera y, una vez dieron con ella, la condujeron con el burlado y desde día nunca volvió a saberse de ella.

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El licenciado don Victoriano Salado Álvarez se refirió a este sainete en su libro, titulado De Santa Anna a la Reforma, el cual, según afirmaba, le fue narrado por un testigo de las cuchufletas de La Torera de la siguiente manera:

“3 de diciembre.- Cómo ha corrido por estos mentideros aderezado, glosado, amplificado, comentado y condimentado un suceso que en sí nada tiene de importante, lo contaré aquí con pelos y señales, a fin de que no se acepten versiones inexactas.

“Hay en esta ciudad de México una chiquilla alegre y complaciente llamada Luisa y que lleva el alias de La Torera. No sé dónde S. E. vio a la buena moza, el caso es que se prendó de ella y dispuso fuera llevada al palacio de Tacubaya, pero, la buena pieza, lejos de considerarse honrada, dijo no tener el menor interés en ese cojo, indecente e infecto.

“Porfió el Presidente, siguió negándose ella, hasta que le hicieron ver lo peligroso de continuar con sus rechazos.

“Aceptó, pero el caso es que puso por obra un expediente singular: cogió todas las condecoraciones de S. E. y salió del palacio sin que nadie la viera.

“La muy bellaca se paseaba luciendo la Cruz de Tampico, la de Veracruz, la de la Angostura, la del Valle de México, la de Puebla, la cruz y placa de la encomienda de Carlos III, la cruz y placa de Gran Maestre de la nueva orden de Guadalupe y no sé cuantas de condecoraciones de Venezuela, Nueva Granada, Brasil y el Ecuador.

“A mí me comisionaron para que recogiera las medallas y fue de verse la lucha que tuve que sostener para conseguirlas. Sólo mediante mil duros consintió Luisa en entregar aquellas recompensas que adquirió nuestro general por su civismo y valor.

No hubo, pues, nada de que Luisa tratara de vender las alhajas ni que las hubiera regalado a algún bribonzuelo de los que la cercan, ni otras mentiras que inventó la maledicencia, todo pasó tal como lo he referido, sin quitar punto ni coma.

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(AAB) [email protected]