Opinión
Ver día anteriorViernes 10 de abril de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las inseguridades como forma de control
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espués de todo, puede que para algunos no sea un fracaso el que en este país no se incremente de manera real el poder adquisitivo del salario. Que se generen mucho menos empleos de los que se necesitan. Que muchos de quienes disfrutan de un empleo formal estén en la cuerda floja del despido. Que en muchas familias tengan que tener dos o más chambas el padre y la madre para salir adelante.

Para esos mismos tampoco será un fracaso que en algunas poblaciones la gente no pueda salir de casa después de que oscurece, por temor a los delincuentes. O que se suspenda toda actividad comunitaria organizada acatando órdenes de quienes controlan la región. O que no se pueda hacer presente otra organización que la tolerada o aprobada por los señores de la guerra.

Todo esto es así porque la multiplicación de las inseguridades en este país repercute directamente en la participación, organización y acción autónomas de las y los ciudadanos. De muchas maneras afecta la capacidad y disponibilidad de las personas a enrolarse en una organización o movimiento, a cuestionar a los poderes establecidos, formales o informales, mucho menos a llevar a cabo acciones directas que desafíen dichos poderes, sean éstas tan legales como las elecciones o las huelgas tan fuera del marco de la ley como las tomas, los bloqueos, los paros, etcétera.

Entonces mantener el estatus de inseguridades multiplicadas favorece el control, la dominación sobre los diferentes grupos y sectores sociales. Esto no es teoría, es la experiencia recogida de diversas partes de la República: en muchos pueblos de diversas zonas rurales resulta casi imposible formar comités municipales de partidos de oposición. Hay una advertencia directa del crimen organizado, que controla amplias zonas del país, de que ahí sólo se admite la militancia y el activismo por las formaciones políticas que ellos manejan y hasta el grado en que ellos señalen.

Estos son casos en que la inseguridad pública disuade de toda participación cívico-política. Pero hay otros en que las represalias de los gobiernos cuestionados constituyen una amenaza para dicha participación. Por ejemplo, en las manifestaciones contra la corrupción denunciada del gobernador de Chihuahua hay muchas personas que, si bien convencidas de la justeza del movimiento, se abstienen de participar porque tienen sobre ellos la espada de una de dos inseguridades: si son empleados del gobierno, por temor a perder del empleo; si son proveedores del mismo, por temor a perder el contrato.

El agotamiento de las personas que trabajan largas jornadas, precisamente para hacer frente a la precariedad del ingreso, es un factor decisivo que reduce notablemente la participación en juntas de colonia, asociaciones de vecinos, asambleas de padres y madres de familia. Después de 10, 12 horas de trabajo y transporte, sólo los muy motivados y convencidos tienen energía para hacer algo por los demás.

La inseguridad en el empleo y en el ingreso también constituye una forma de controlar o desincentivar la organización de las y los trabajadores. El enorme déficit en la creación de puestos de trabajo hace que los que se generen sean tan precarios, tan frágiles en cuanto a su permanencia, que quienes tienen acceso a ellos se retiran de todo cuestionamiento a los patrones, de toda forma de protesta por las condiciones de trabajo y de toda forma de organización laboral.

Pero esto no sólo permea a los trabajadores manuales o a la burocracia de bajo nivel. Ha llegado hasta los académicos de las universidades. Se ha estrechado tanto el embudo para lograr una cátedra o un puesto de investigador; se han multiplicado y burocratizado tanto las formas de evaluación del desempeño; se ha precarizado tanto el ingreso seguro y se han multiplicado tanto las percepciones complementarias condicionadas, como los estímulos académicos, que el sindicalismo universitario –con muy honrosas excepciones– se muere por inanición. Y los académicos fincan en la meritocracia y en la acumulación de puntos sus estrategias individuales de reducir la inseguridad. Con esto se ha incrementado enormemente el control de la burocracia de la SEP y del aparato administrativo de las universidades sobre docentes e investigadores. Al punto que un colega universitario concluye: En esta universidad no hay sociedad civil.

Un país inseguro, sobretrabajado, agotado, atemorizado, amenazado, es más fácil de controlar, de dominar. Es un país fracturado, donde se rompen solidaridades. Donde las estrategias individuales de sobrevivencia desplazan a la acción colectiva. Es un país propicio a la dictadura. Esa es la máxima no dicha pero firmemente creída de la clase política, ella sí, no sujeta a inseguridades ni a precariedades.

El círculo inseguridades-no participación-autoritarismo es difícil de romper. Pero no imposible. Las luchas por los derechos son la clave para quebrarlo. Por eso cobra gran importancia el ejemplar movimiento surgido en San Quintín, desde lo más profundo de las precariedades y de las inseguridades: desde los indígenas, desde los trabajadores agrícolas migrantes. Ellos nos muestran que sólo arriesgándose a la máxima inseguridad se pueden reivindicar los derechos y comenzar a vencer el control y la dominación.