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La tragedia cristiana, muy anterior al EI
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n día de verano de 1990 entré en una hermosa capilla de tiempos de las Cruzadas en Keserwan, gentil colina del norte de Beirut, donde un anciano sacerdote cristiano maronita me señaló un mosaico bizantino que según creo era de San Juan. Quería mostrarme los ojos del santo: los habían arrancado con una espada o lanza en algún momento de la antigüedad. Los musulmanes lo hicieron, me dijo.

Sus palabras habían aportado claridad a la situación de aquel tiempo en que el general cristiano libanés Michel Aoun –quien creía ser presidente y aún hoy sueña con esa investidura improbable– libraba una guerra sin esperanza contra el ejército sirio de Hafez Assad. Día a día visitaba yo las casas de cristianos muertos por proyectiles sirios. Los sirios, según la narración del sacerdote, eran los mismos musulmanes que habían arrancado los ojos del antiguo cuadro.

Recuerdo que en ese entonces, y con frecuencia después, me dije que eran tonterías, que no se puede injertar la historia antigua en el presente. (Los maronitas, por cierto, habían apoyado a los primeros cruzados. Los ortodoxos de aquel tiempo se mantuvieron con los musulmanes.) La enemistad de cristianos y musulmanes en esa escala era un cuento para espantar a niños de escuela.

Y sin embargo, apenas el año pasado, mientras los proyectiles volaban sobre la aldea siria de Yabroud, entré en la iglesia más vieja del país y encontré pinturas de santos. A todas les habían arrancado los ojos y los habían cortado en tiras. Me llevé una de esas tiras a mi casa en Beirut; los ojos de los santos me miran ahora que escribo este artículo. Ese no era un sacrilegio de la antigüedad: fue hecho por un fanático, probablemente de Irak, hacía apenas unos meses.

Como en el 11-S –ocurrido mucho después de que Hollywood diera en satanizar cotidianamente a los musulmanes como bárbaros empeñados en destruir a Estados Unidos–, parece que nuestras peores pesadillas se vuelven realidad. El sacerdote de 1990 no pudo vivir lo suficiente para saber cómo los nuevos bárbaros atacarían a los santos de Yabroud.

Nótese que no he mencionado la esclavización de mujeres cristianas en Irak, la matanza de cristianos y yazidíes por el Estado Islámico, el incendio de las antiguas iglesias o la destrucción del gran templo armenio de Deir el-Zour que conmemoraba el genocidio de su pueblo en 1915. Ni el secuestro de niñas escolares en Nigeria. Ni siquiera la más reciente masacre en Kenia, donde el número de cristianos muertos y la crueldad de sus asesinos sectarios alcanza de hecho proporciones épicas, hollywoodenses. Tampoco he mencionado las feroces guerras sunitas-chiítas que hoy empequeñecen la tragedia de los cristianos.

Pero ahora es necesario repensar la tragedia cristiana en Medio Oriente, como lo será, por supuesto, cuando los armenios en todo el mundo conmemoren el genocidio de su pueblo por los turcos otomanos, perpetrado hace 100 años. Tal vez sea tiempo no sólo de reconocer ese acto de genocidio, sino de conceptuarlo ya no como el asesinato de una minoría dentro del imperio otomano, sino específicamente de una minoría de cristianos, masacrados por ser armenios, pero también por ser cristianos (muchos de quienes, por desgracia, eran adeptos al zar ortodoxo, contrario a los otomanos).

Y su destino muestra algunos paralelismos poco comunes con los asesinatos del Estado Islámico hoy día. Los hombres armenios fueron masacrados. Las mujeres sufrieron violaciones tumultuarias, obligadas a convertirse o abandonadas a morir de hambre. A los bebés los amontonaron y los quemaron vivos. La crueldad del Estado Islámico no es nueva, ni siquiera si la tecnología del culto derrota cualquier cosa que sus opositores puedan lograr.

En Kuwait, la semana pasada, un musulmán bueno y considerado, egresado de una universidad estadunidense –miembro de la familia Sabah y prominente en el gobierno–, meneó la cabeza con incredulidad cuando le hablé del Estado Islámico. Observé el video en el que queman vivo al piloto jordano, me dijo. Lo vi varias veces. Tenía que hacerlo, porque tenía que entender su tecnología. ¿Sabe que usaron siete cámaras para filmar esa atrocidad? No podemos competir con esa tecnología mediática. Tenemos que aprender.

Y es verdad. Occidente –esa amorfa, peligrosa expresión– aún no entiende el uso de esa tecnología, en especial el empleo que ese culto hace de Internet, ni cuenta con imanes musulmanes árabes que deberían estar hablando de los pavorosos actos del Estado Islámico.

Pero la mayoría no lo hacen, como tampoco denunciaron la guerra Irán-Irak de 1980-88, cuando alrededor de un millón de musulmanes se mataron unos a otros. Porque en esa guerra estaban del lado de Saddam Hussein. Y porque la ideología del Estado Islámico es demasiado obviamente de inspiración wahabita, y por tanto, demasiado cercana a algunos estados árabes del Golfo.

Los crímenes del Estado Islámico son tan brutales como cualquiera cometido por el ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, pero los judíos que se convirtieron no se salvaron del plan de exterminio de Hitler. Lo que el Estado Islámico y los turcos otomanos de 1915 tienen en común es una crueldad basada en la ideología –incluso la teología– más que un odio racial, aunque éste no está lejos. Luego de la quemazón de iglesias y sinagogas, los escombros son muy parecidos.

La tragedia del mundo árabe es ahora de tales proporciones bíblicas que nos empequeñece a todos. Sin embargo, pienso también en Líbano, donde el anciano sacerdote me mostró el mosaico al que arrancaron los ojos, donde cristianos libaneses y musulmanes se enfrentaron –con ayuda de muchas naciones extranjeras, entre ellas Israel, Siria y Estados Unidos– y murieron 150 mil de su propio pueblo.

Sin embargo, hoy día libaneses cristianos y musulmanes, aunque aún profundamente divididos en lo político, se protegen unos a otros entre los vendavales que los rodean. ¿Por qué? Porque hoy son una población mucho más educada. Porque valoran la educación, la lectura, los libros y el conocimiento. Y porque de la educación viene la justicia. Que es la razón por la cual, comparado con Líbano, el Estado Islámico es una nación de almas perdidas.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya