Opinión
Ver día anteriorMiércoles 15 de abril de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Gabo y el deber revolucionario de un escritor
D

ieciocho meses después de que se le presentó de golpe la novela que quería escribir desde su adolescencia le puso punto final. Habían pasado 23 años de su primer intento por fijar en palabras ese mundo de espejos o espejismos que terminaría arrasado por el viento y desterrado de la memoria de los hombres.

Gabriel García Márquez ya había publicado las novelas La hojarasca, El coronel no tiene quién le escriba y La mala hora; el memorable libro de cuentos Los funerales de la mamá grande y sus crónicas periodísticas eran toda una leyenda.

Pero eso no había bastado para trascender el círculo rojo, esa comunidad intensa y divertida pero limitada por su número de lectores. Los happy few nunca han sido suficientes para ningún escritor y menos para vivir de la escritura.

A medida que la novela se armaba casi de manera automática por el impulso de una imaginación desbordada que se había cebado durante años, la economía del escritor y su familia mermaban drásticamente. Debían la renta de varios meses de la casa ubicada en La Loma 19 en el barrio de San Ángel; García Márquez ya le había prometido a uno de sus hijos comprarle leche cuando las cosas mejoraran, su mujer había empeñado objetos personales para hacer frente a la crisis que sacudía la economía del hogar, pero la novela causante de tantos estragos al fin estaba cerrada. No le sobraba un punto, ni le faltaba una coma.

Fueron al correo para enviarla a Buenos Aires para su publicación, pero con los 50 pesos que tenían sólo pudieron mandar la mitad. Para remitir el resto empeñaron sus últimos enseres.

Sólo falta que la novela sea mala, le comentó Mercedes Barcha, su mujer, cuando mandaron por correo la segunda parte.

Cien años de soledad fue la primera novela que García Márquez trató de escribir a los 17 años, según le confesó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en una carta memorable. Allí escribe que tenía atragantada esa historia “donde las esteras vuelan, los muertos resucitan, los curas levitan tomando tazas de chocolate, las bobas suben al cielo en cuerpo y alma y los maricas se bañan en albercas de champaña, las muchachas aseguran a sus novios amarrándolos con un dogal de seda…”

En Gabo: cartas y recuerdos, de Plinio Apuleyo Mendoza, publicado por Ediciones B, García Márquez confirma una verdad intuida por algunos de sus lectores: que en el primer párrafo de Cien años de soledad se encontraba toda la novela: su tono, su estilo y la hebra que habría de tensar la novela hasta la última línea del último capítulo.

Ese primer párrafo da cuenta de que más que una lección de humanidad García Márquez quería escribir un larguísimo poema de vida cotidiana, la novela donde ocurriera todo. Fue escrito 20 años antes que el resto de la novela y no cambió desde entonces una coma.

Según el escritor colombiano, lo más difícil a la hora de escribir Cien años de soledad fue precisamente ese primer párrafo inicial donde presente y pasado se engarzan, donde la fantasía y lo vivido son una y la misma cosa.

Pero quizá lo más importante de estas cartas y recuerdos sea que nos permiten ver el revés de ese gran lienzo de la narrativa de García Márquez. Cuando la memoria se convierte en otra de las formas de la imaginación, las cartas son constancia de lo vivido.

Sin campañas de promoción de por medio, la novela se convirtió por su escritura misma desde su primera publicación en un éxito editorial, en un bestseller que continuaba esa tradición de dictadores en la novelística latinoamericana ejemplificada muy bien por Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, pero con un estilo absolutamente diferente. En Cien años de soledad lo menos inverosímil era el poder despótico del dictador en turno. Lo inverosímil, lo mágico, era ese mundo que se multiplicaba con la vegetación de la selva ante los ojos del lector.

Si El coronel no tiene quien le escriba era una novela perfecta sobre el lastimoso fin de un general viejo que sólo añoraba la llegada de su pensión, Cien años de soledad era otra cosa: un mundo más amplio y más concentrado, donde la violencia y la mano dura eran apenas una parte de un universo capaz de hacer arder la imaginación del lector para engendrar otros mundos.

Aunque la escritura de Cien años de soledad significó 18 meses de felicidad, según su autor, también le atenazaron las dudas sobre lo que hacía:

Otro de los capítulos más difíciles de Cien años de soledad, la subida al cielo en cuerpo y alma de Remedios Buendía, según el propio Gabo, le había causado varios desvelos. Por ese texto despiadadamente fantástico tuvo la desmoralizante impresión de estar metido en una aventura que lo mismo podría ser afortunada que catastrófica. No le preocupaban los hilos de sangre trepando las paredes, las mariposas amarillas como termómetro de las emociones, ni el niño con cola de cerdo de la novela, sino la ingravidez que atrapara a Remedios para levantarla en el aire.

Para asegurarse de que no era un tontería pidió su opinión a los críticos más severos que conocía y a un puñado de amigos que no dudarían en decirle la verdad. Unos y otros celebraron con entusiasmo la imagen.

Puede parecer injusto reducir a un gran escritor a uno sólo de sus libros. Pero Cien años de soledad se convirtió desde su publicación en un clásico de la literatura. Para Pablo Neruda fue “la mejor novela que se ha escrito en castellano después de Don Quijote de la Mancha” y para el crítico Gerald Martin, uno de sus biógrafos, es el eje de la literatura de América Latina del siglo XX, la única novela que ocupa indiscutiblemente un lugar en la historia y el canon mundial.

El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba, Doce cuentos peregrinos o Relato de un náufrago seguirán disparando por largo tiempo la imaginación de cientos de lectores en todo el mundo, pero las ondas expansivas de Cien años de soledad continuarían mutiplicándose más allá de esos libros y de su autor mismo.

Para quienes han querido reducir la importancia de García Márquez a sus convicciones políticas, el autor de El coronel no tiene quien le escriba tiene una frase escrita hace casi medio siglo que pone las cosas en su sitio: El deber revolucionario de un escritor es escribir bien. No más, tampoco menos.

A un año de su fallecimiento, Gabo, como le decían sus amigos, sigue provocando entuertos. Como sea, Cien años de soledad, su obra cumbre, sobrevivirá a sus críticos y sus rencores, pues serán desterrados de la memoria de los hombres con el vendaval de los años y no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra.