Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 19 de abril de 2015 Num: 1050

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El doble según
Edmundo Valadés

Luis Guillermo Ibarra

Las sagas islandesas: la
segunda piel de Islandia

Ánxela Romero-Astvaldsson

Juan Antonio Masoliver,
un heterodoxo contemporáneo

José María Espinasa

El neoliberalismo
como antihumanismo

Renzo D´Alessandro entrevista
con Raúl Vera

La Venecia de hoy
Iván Bojar

Leer

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

Faldas

Al pensar en faldas la primera cosa que llega a la mente es esconderse: esconderse adentro de unas faldas enormes e hipotéticas, o ponerse una falda para alimentar el misterio de las piernas y sus desembocaduras. La falda, en efecto, es una cueva, un cortinaje de teatro, el de las piernas bailarinas, díscolas y a veces dislocadas. Larga o corta anuncia algo, una fiesta con sus pliegues y holanes, una conferencia con su rectitud y seriedad, una libertad cuando se niega a ocultar muslos y rodillas que danzan entreverados en la tela de la falda que revolotea, “bajo un manto de guirnaldas para que el cielo no vea”, decía Machado. Y cuando, por el contrario, accede a ocultar, aparece la “falda bajada hasta el huesito”, de la Suave Patria.

“Líos de faldas”, dicen del que anda enredado, de enagua en enagua, y decir la falda borra lo demás, la falda se convierte metonímicamente en la mujer, la falda nos tapa, como las cortinas al amante, como la sábana a los fantasmas.

Las bailarinas rusas que parecen deslizarse sobre el hielo al ejecutar la danza del abedul con sus larguísimas faldas, simulan no tener piernas, sino misteriosos mecanismos que las impulsan de un lado a otro, en círculo simultáneo, como los que animan a las figuras de las cajitas de música. En ellas se cumple el misterio de la falda igual que en algunas muñecas o en las efigies de santos y santas de las iglesias, ataviados con largos faldones bajo los cuales nunca sabremos qué hay: de ahí el temor y el respeto ante sacerdotes y magistrados, bajo cuyas faldas se esconden hogueras, cárceles o procesiones que ocultan el cuerpo y las piernas en el misterio de lo sobrenatural.

En cambio, por ejemplo, la falda de la bailarina jarocha se mueve y danza a su alrededor como las figuras de la linterna mágica: la falda expone el movimiento y las piernas pisan fuerte, cantan su alegría como las montañas cuando se llenan de flores en la primavera. Las montañas usan faldas generosas, que extienden como manteles para que vayamos de picnic o incluso fundemos pueblos en ellas. Son la expresión de la falda antigua, maternal y generosa que guarda bajo sus pliegues el calor primero. “Tu falda de maíz ondula y canta, tu falda de cristal, tu falda de agua”, dice Octavio Paz en Piedra de sol.

Desilusión de la niña ante la muñeca de trapo sin piernas, las faldas cosidas alrededor de otras faldas infinitas como capas de cebolla: será imposible cambiarla de ropa, será imposible cambiarse a través de ella, cambiar simplemente. Por el contrario, ilusión de la niña ante el regalo de la falda de bailarina: la pone a danzar bajo el sol para convertirse en mariposa, papalote o flor, una princesa de la luz.

Según el propósito, las piernas se convierten en serpientes tentadoras, marmóreas columnas rectas e inexpresivas, o ágiles, sorprendentes y libres esculturas bajo el tutú de la bailarina de ballet: el espíritu de las piernas contagia al espíritu de las faldas.

La falda tableada, la falda mandil: el trapo que limpia el mundo.

Hace un par de siglos apenas, los hombres mostraban las piernas bajo calzas y calzones; lucían empeines, medias blancas y rosas, zapatos con hebillas: piernas musculosas, como en el célebre cuadro de Luis XIV, el Rey Sol, o más cerca de nuestra historia, el que muestra a Hernán Cortés; pantorrillas fuertes y delicadas, como Napoleón, o tiesas y cansadas, como las de muchos otros. De ese orgullo vendrán las faldas escocesas, quizá, del secreto que se presume y airea bajo los cuadros del tartán. Quizá los pantalones largos, los de la madurez, fueron también los del misterio, un misterio geométrico y victoriano, hijo del asfalto y las tuberías citadinas, como lo fueron los sombreros-chimenea. A ellos correspondieron las faldas negras que barrían las calles al pasar, como un servicio de limpia en botines.

Para la sensualidad: la falda de Marilyn Monroe, en la célebre escena de La comezón del séptimo año, que se levanta al pasar encima de la coladera, como una travesura erótica y risueña a la vez (no siempre van juntas). Las faldas de tubo al estilo María Victoria, casi la ropa de una sirena voluntaria, erguida en sus tacones. O las faldas de las colegialas, monjiles adentro de la escuela, afuera un poco  más cortas gracias a que se enrolla la cintura, para novios ilusos y viejos perversos.

Las mujeres con pantalones abolimos a veces el misterio de la falda que enardece y se goza, pero también es vulnerable. Al huir, nos podemos tropezar con la falda.