Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 19 de abril de 2015 Num: 1050

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El doble según
Edmundo Valadés

Luis Guillermo Ibarra

Las sagas islandesas: la
segunda piel de Islandia

Ánxela Romero-Astvaldsson

Juan Antonio Masoliver,
un heterodoxo contemporáneo

José María Espinasa

El neoliberalismo
como antihumanismo

Renzo D´Alessandro entrevista
con Raúl Vera

La Venecia de hoy
Iván Bojar

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Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos Aguilar
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Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
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Paso a Retirarme
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Hugo Gutiérrez Vega

Pedro de Tavira Egurrola en una escena de Melville en Mazatlán, de Vicente Quirarte

Melville en Ma-za-tlán

En el pequeño y versátil foro Sor Juana Inés de la Cruz del cada día más activo “cultisur”, la dupla integrada por el escritor Vicente Quirarte y el director teatral Eduardo Ruíz Saviñón, nos situaron frente a las costas de Mazatlán y nos rodearon de agua marina, gaviotas y ballenas. La ballena blanca, la inmortal Moby Dick, ocupó gran parte del escenario y fue el eje del magnífico texto de Quirarte y de la excelente puesta en escena de Ruíz Saviñón (pensé minuciosamente estos dos adjetivos).

Quirarte parte de una anécdota que oscila entre la verdad y la leyenda y nos cuenta que en el número 99 de la calle Constitución de Mazatlán, y muy cerca del mar, hay una casa que fue colegio y ahora es un hotel que lleva el misterioso nombre de The Melville. Cerca de la puerta hay una placa aún más misteriosa. En ella están escritas las últimas palabras del primer capítulo de Moby Dick, novela publicada en 1850: “Amo los mares prohibidos, la tierra y las costas salvajes”, dice el genial novelista estadunidense. Vicente y Eduardo nos aseguran que Melville, grumete de la fragata ballenera United States, estuvo, durante tres semanas, viendo desde la cubierta el puerto de Mazatlán, mientras repetía un nombre lleno de música: Mazatlán, Ma-za-tlán. Por comedidas órdenes de Vicente, los espectadores creímos que, disfrazado de ferviente católico en Semana Santa, el grumete Melville dejó la fragata y se perdió por las calles de la ciudad con nombre musical, ese puerto sinaloense que es tan marítimo (valga la redundancia), como los activísimos puertos de la Oda Marítima, de Pessoa, la costa gaditana de Alberti, el cementerio frente al mar de Valéry o el contemplado atlántico de Pedro Salinas desde la isla de Puerto Rico. Gustosamente aceptamos la hermosa fabulación del poeta Quirarte y nos dejamos envolver por los efectos poéticos de la escenografía, la luz y el sonido de la extraordinaria puesta en escena de Eduardo Ruiz Saviñón.

Muchos años después de la estancia mazatleca, de la deserción, del abandono de la escritura, de la angustiosa rutina aduanal, de la soledad y el silencio sólo roto por la secreta redacción de su última novela, Billy Budd, Melville camina por los rumbos del Battery Park neoyorquino y se encuentra con el grumete desertor que quiere entregar su vida a la literatura. El diálogo parte del disgusto por la ruptura de la soledad y por la insistencia inquisitiva del grumete, aunque después recorre los caminos a veces difíciles y pedregosos y de repente plácidos y nostálgicos de todo verdadero intercambio. Es entonces cuando las ballenas, grandes dioses marinos y su dios de dioses, la ballena blanca, la perseguida Moby Dick que siempre termina con la vida y la obsesión de Ahab, ocupa toda la atención del público, produciendo un intenso enervamiento que proviene de la palabra poética y de la poesía de las imágenes.

Son notables las actuaciones de Arturo Ríos, creador en plena madurez, intérprete dueño de su personaje y capaz de la mayor sutileza para formar los matices de su ente de ficción, y de Pedro de Tavira Egurrola, joven actor que logra emocionarnos porque sabe emocionarse y, al mismo tiempo, puede controlar sus emociones. Ambos, que son uno y lo mismo y son, al mismo tiempo, diferentes, dialogan en Battery Park y reflexionan sobre la vocación de escritor, los extremos de la creación, la apasionada búsqueda de palabras, emociones, ideas e imágenes; del silencio doloroso y expectante y, a pesar de ese silencio, la vocación que se mantiene firme y sigue buscando las formas de manifestarse.

Pasamos una hora veinte minutos en el mar, escuchamos el canto melancólico de las ballenas y sentimos el deseo del viaje. Todo esto nos fue entregado por Melville, Quirarte, Ruiz Saviñón, Arturo, Pedro y un formidable equipo de artistas y técnicos. A lo lejos se encendían las débiles luces de Mazatlán, Ma-za-tlán...

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