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Ver día anteriorMartes 28 de abril de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La utopía liberal
L

os liberales decimonónicos mexicanos eran liberales en el espacio social de lo político, pero eran antiliberales en la dimensión de lo económico. Parece una contradicción flagrante del pensamiento; pero es un producto racional histórico en los hechos. Sentían fascinación por las instituciones de la democracia liberal, el sufragio (aún restringido), la división de poderes, la majestad de la ley. Pero eran conscientes de que los países industrialmente avanzados habían progresado, cada uno con su propia versión del liberalismo, tras los altos muros antiliberales del proteccionismo. Salvando las distancias, habían sido iguales que los liberales decimonónicos mexicanos. Éstos tenían sus razones. Partían de condiciones diferentes que sus antecesores europeos y estadunidenses, simplemente porque esos avanzados ya existían. Los intentos de crear una democracia política caminaba de la mano con la gradual formación de una idea de mexicanidad; era una democracia sin ciudadanos. A veces, los conservadores ganaban. Al tiempo, México era un semipaís de parias. Los liberales a medias –como todos en su momento– anhelaban el desarrollo que veían en quienes habían tomado la delantera. Querían una clase media próspera y amplia. De modo que eran proteccionistas. La competencia externa habría destruido fácilmente las nacientes industrias o las que quisieran crearse.

Los conservadores estaban construidos a la inversa. Eran liberales en la economía –vivían de las exportaciones o de la comercialización de los productos de ultramar– y este proyecto sólo podía erigirse por la fuerza, imponerlo a estas naciones temblorosamente nacientes, mediante regímenes centralizados y autoritarios, porque en nada beneficiaban a los parias.

Esas dos corrientes se han combinado y enfrentado de mil maneras a lo largo de los siglos XIX, XX y XXI. Pero también se han reconfigurado de modos distintos. Demócrata liberales los ha habido, en nutridas corrientes, que les bastaba con que unas cojas democracias se realizaran sólo para el núcleo privilegiado llamado por Prebisch sociedad priviligiada de consumo. Una democracia para pocos y una economía raquítica, pero que concentraba sus beneficios en el núcleo privilegiado, y excluía a las grandes mayorías. La racionalidad histórica de este modelo habría de producir unas mayorías que han demandado, desde una honda miseria, la justicia social. Cuando la exclusión profunda abarca a gandes mayorías, la dinámica social produce desde Chucho el Roto, hasta los Perón, los Cárdenas, los Chávez: produce sus líderes justicieros. Un fenómeno que no puede surgir de la democracia liberal, que sólo repite cansinamente, los mercados, los mercados. Los gobernantes mexicanos zigzagueaban: un poquito a la izquierda, un mucho a la derecha; en algún momento se movía hacia la izquierda, y daba después un badajazo a la derecha, hasta que llegaron los neoliberales que sólo conocen el flanco derecho y por ahí caminan impertérritos.

Los conservadores de todos los tiempos han sido excluyentes por definición. Suelen combinar riqueza con inmensos cúmulos de ignorancia. Eso los hace pensarse superiores: los pobres lo son por flojos y tontos.

El informe que el PNUD publicó en 2004 titulado La democracia en América Latina dice en su presentación –y luego se estudia en detalle y profundidad–, que la proporción de latinoamericanas y latinoamericanos que estarían dispuestos a sacrificar un gobierno democrático en aras de un progreso real socioeconómico supera 50 por ciento.

Los demócratasmexicanos no lo son, no sólo por la vasta exclusión social sobre la que ejercen un rudo dominio, sino también por otros motivos.

Porque producen leyes para el núcleo privilegiado y, a pesar de ello, violan las leyes en concordancia con sus intereses del momento. Las violan masivamente en contra de la sociedad de infraconsumo. Todo lo cual genera una pedagogía política donde, si los privilegiados las violan a diestra y siniestra, todos buscarán violarlas (si pueden): ahí está el caso de los bárbaros actos de la CNTE y la Ceteg, que son actos ilegales, políticamente tolerados, porque los poderes políticos cargan encima Atenco, Ayotzinapa, Tlatlaya, millares de muertes, corrupción galopante, impunidad infinita…

¿Es extraño que haya una déficit de ciudadanía entre miserables sin derechos civiles efectivos, sin acceso a la economía formal –la racionalidad de la informalidad se impone–, y son tratados como los esclavos de las minas o los del Valle de San Quintín?

Es de una estulticia soberbia creer que la democracia liberal (aun con los asegunes que en todas partes tiene) puede ser el modelo de gobierno de una sociedad subdesarrollada dividida en un núcleo privilegiado y una sociedad de infraconsumo (carencia extrema de alimentos, de bienes materiales, de educación, de salud), mientras atestigua el fasto del núcleo privilegiado.

¿Qué nos queda? Que un líder carismático logre llevar la justicia social a grandes mayorías, empareje el terreno, saque de la miseria –Brasil–, a grandes contingentes que, convertidos en una clase media incipiente, pueda llevar a cabo un reclamo no de democracia liberal –una utopía probada por siglos que eso es–, sino un régimen socialdemócrata ad hoc: ¿Utopía también? Sí, a corto y mediano plazos; pero de no ser un camino así, sólo nos queda más de lo mismo, vivir en una distopía perpetua. Es necesario un líder justiciero surgido de la rebelión de unas masas aniquiladas hoy por la miseria y la injusticia.

Es mucho mejor que ese líder justiciero surja de las urnas y no de las armas. Del cruce de una boleta electoral, que de ciudades derruidas y humeantes, de una producción paralizada y de la muerte sin fin.