Opinión
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Desaparecidos: la clave del reclutamiento forzado
E

n el telón de fondo de un país donde los casos de desaparición forzada suelen perderse entre la inacción oficial y la incertidumbre, al grado de que se carece incluso de un padrón confiable y de una cifra convincente de víctimas de ese delito, organizaciones civiles y de derechos humanos han señalado que no pocas de esas víctimas podrían ser objeto de reclutamiento forzado por bandas de delincuentes para realizar actividades diversas, que van desde la cosecha de estupefacientes hasta el sicariato.

En un país donde las organizaciones delictivas ejercen control del territorio y desafían abiertamente al Estado, como ocurrió el pasado viernes con la violencia que se desató en Jalisco y se extendió por otras tres entidades, tales denuncias no resultan descabelladas, antes bien tienen elementos de sustento documentados: deben recordarse, por ejemplo, los testimonios de que los migrantes ejecutados en San Fernando, Tamaulipas, cuyos cadáveres fueron hallados en agosto de 2010, fueron ultimados por resistirse a formar parte de la organización delictiva Los Zetas.

La posibilidad de que un número no determinado de víctimas de desaparición esté siendo objeto de reclutamiento forzado por el crimen tiene un componente adicional al poder fáctico de los grupos delictivos: la inoperancia de un aparato de inteligencia gubernamental cuyo uso parece limitado a los fines políticos y de pretendida seguridad nacional, pero que brilla por su ausencia en lo que concierne a esclarecer y hacer frente a las desapariciones, empezando por aquellas en las que hay participación de servidores públicos de los distintos niveles de gobierno. El caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos hace más de siete meses es emblemático: empeñadas en defender una verdad histórica que no ha convencido a familiares de las víctimas, a expertos independientes en antropología forense y a la opinión pública en general, las autoridades ha perdido muchos y valiosos meses para esclarecer a cabalidad el paradero de los estudiantes privados de su libertad el 26 de septiembre pasado y han dejado de explorar líneas de investigación alternativas, entre las cuales, por principio, no podría descartarse la del reclutamiento forzado.

En conjunto, las decenas de miles de desaparecidos son un indicador fehaciente de que el Estado ha incumplido una de sus obligaciones constitucionales básicas e irrenunciables: la defensa de la vida y la integridad de los habitantes del país. La responsabilidad de las autoridades, sea por acción o por omisión, es, pues, ineludible.

El esclarecimiento de todas y cada una de las desapariciones es una tarea tan dolorosa como obligada y, sin embargo, en lo que va del actual sexenio se ha quedado en la formulación de buenas intenciones. Desde luego, no basta esclarecer el destino de los desaparecidos: se debe castigar a los responsables, independientemente de si forman parte de alguna organización delictiva o de la estructura gubernamental. La postergación de este esfuerzo acelera la descomposición institucional, ahonda el descrédito de las instancias formales ante la sociedad y prolonga la impunidad.