Partidos por los partidos

Motivos y pretextos para andarnos confrontando y dividiendo, de eso tenemos de sobra, aunque con demasiada frecuencia terminemos preguntándonos para qué. Y es que, sí son ganas de complicar la convivencia. Curiosamente no son las creencias religiosas lo que más divide a los mexicanos, ni la “raza”, aunque el fanatismo religioso tenga sus picos funestos de intolerancia y el racismo sea una marca de fábrica de México, tan arraigada que ni nos damos cuenta y si nos preguntan lo negamos, ¿racistas?, qué va. Tampoco las ideologías, en sentido estricto: buena parte de los connacionales serían incapaces de definir la suya, aunque la tengan (y no tener una implica repercusiones ideológicas). Una cosa que sí nos divide mucho es el crimen organizado, tajante protagonista social y político del México contemporáneo: eres víctima, victimario, o cómplice del segundo, todo con obsceno sinsentido. El destino de las gentes depende de un albur exaltado que brinca de una a otra región, no por “efecto cucaracha” sino para exhibir el muestrario del horror posible, a domicilio, en cualquier parte.

No obstante, en las comunidades indígenas y campesinas lo que más divide a familias, organizaciones, ejidos y barrios son los partidos políticos. En detrimento de la festinada “transición democrática” que habría ocurrido al cambio de siglo, la multiplicación de los panes electorales (la dietas y las camionetas, cachuchas, despensas y fiestas) acabó por borrar las diferencias y hoy en sentido estricto la oposición partidaria no existe. Aunque algunos hagan la lucha para oponerse al gobierno -acatando sus reglas-, a la hora de las campañas todo se iguala. Cuando vemos al Congreso en funciones cuesta trabajo distinguirlos, en particular cuando hacen pactos secretos, votan sin preguntarnos y legislan contra nosotros.


Rarajípari, Sierra Tarahumara. Foto: Francisco Palma

Alcaldes y gobernadores, esos otros elegidos, son lo mismo. Un ladrón de ríos, un narcotraficante, un depredador ecológico o alguien que debe vidas puede gobernar un estado. Y los payasos, como ese acosador sexual que responde al revelador nombre de Layín, edil del despojado puerto de San Blas, Nayarit, con su complejo de John Lennon al creerse más famoso que Dios gracias a tuiter y sus fanfarronadas. La galería de gobernadores y presidentes da para todo, el ridículo se simula dentro de ciertos clubes y un puñado de familias.

En las regiones, los ejidos, pueblos, barrios, los procesos electorales suelen adquirir perfiles trágicos, reabren heridas y causan otras nuevas. Sobre casi todos los territorios comunitarios acecha hoy una mano negra. Los partidos, para empezar, son funcionales a la contrainsurgencia y la domesticación de autonomías y resistencias. Los acarreos, las presiones a los vecinos, la administración de “programas”, las invasiones de la tierra prometida (por los candidatos en turno), las expulsiones, las emboscadas, la criminalización de quien no juegue como ellos y los resista. Todo esto es efecto directo del proselitismo partidario, operación eminentemente mediática administrada por el gobierno sin fisuras de relieve. Al Estado desnacionalizador ninguna nueva ley le es negada.

Para los candidatos, ganar es garantía de buenos salarios y mejores negocios. Podemos generalizar porque a la hora de la hora las diferencias se desvanecen. De ahí que la reacción más definida y consistente venga de los pueblos indígenas que optan por la democracia propia de sus culturas, sensata, directa, hoy renovada por la participación de las mujeres, y en lo posible al margen de las creencias religiosas. Pensemos en los municipios autónomos rebeldes de Chiapas y otras experiencias de defensa del territorio; los acosados municipios indígenas de Guerrero; los municipios oaxaqueños por usos y costumbres; el caso de Cherán con las implicaciones simbólicas de su “fuera los partidos”. Entre más resisten, más van los partidos con cuchillito de palo y los parten para privatizar, rentar, negociar el agua, el aire, el paisaje, el suelo y el subsuelo.

El tránsito verdadero a una democracia de los pueblos, en igualdad política, para millones de mexicanos pasa por las culturas propias (que también se modernizan) que ofrecen alternativas a la “democracia” de show, limosna y plomo: donde los partidos y los políticos sean innecesarios.