16 de mayo de 2015     Número 92

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

FOTO: Roberto Armocida / La Jornada

Jornaler@s

En mi pueblo la vida era pura violencia.
Vine aquí y pura violencia viví.

Trabajadora migrante del Valle de San Quintín

En el número anterior me preguntaba si también los jornaleros del Valle de San Quintín defienden territorios. Y me respondía que sí, que los sembradores y cosechadores de Baja California defienden el territorio de sus cuerpos. Trabajar 14 horas diarias, de sol a sol, cosechando a destajo jitomate, pepino o fresa; dormir en galerones insalubres; carecer de servicios médicos; si eres mujer, sufrir el acoso sexual de los capataces… y todo por un salario de cien o 120 pesos diarios, es una agresión a tu cuerpo y una ofensa a tu dignidad.

Decía entonces que el de los trabajadores del campo es un cuerpo invadido, humillado, envilecido… Los agrotóxicos contaminan tierras y aguas pero envenenan también a los que tienen que aplicarlos y si la agricultura intensiva atenta contra la vida de plantas y animales, atenta también contra el organismo de los que en ella laboran. Defender a la vida es defender en primer lugar la vida de las personas. La madre naturaleza empieza en nuestros cuerpos. ¿Dónde termina el aire y empieza el ave? ¿Dónde termina el agua y empieza el pez? ¿Dónde termina el surco y empieza el labrador? ¿Dónde termina el entorno y empieza nuestro cuerpo? La línea es borrosa porque entorno y cuerpo son un continuum apenas interrumpido por la piel. Por eso defender la tierra es defendernos a nosotros mismos.

En el mes reciente los jornaleros bajacalifornianos han seguido luchando, de modo que hoy ampliaré lo dicho en el pasado editorial.

Con sus diez mil hectáreas de riego, el Valle de San Quintín no es la zona de agricultura intensiva más importante del noroeste de México, pues en Sinaloa hay diez veces más tierras regadas. Pero San Quintín está a sólo 300 kilómetros de la frontera con Estados Unidos, país al que va destinada la mayor parte de las cosechas, y los valles costeros sinaloenses se localizan cinco veces más lejos. Y es también por su ubicación que el emporio agrícola bajacaliforniano tiene una gran población fija de jornaleros provenientes de otros estados. Pues debido a las largas distancias se les dificulta regresar a sus lugares de origen. Un oaxaqueño de la sierra, por ejemplo, que quiera regresar a su pueblo, invertirá en ello 60 horas en autobús. Eso si el transporte no se descompone en el camino.

A principios del pasado siglo la región estaba concesionada a colonos ingleses, que se fueron a resultas de la Revolución de 1910, y no fue sino hasta los años 30’s de la pasada centuria que llegaron algunas familias estadounidenses. En 1945 se abre el primer pozo profundo en el Valle de San Quintín y desde principios de los 60’s la extensión de tierras irrigadas se expande casi 20 por ciento cada año, hasta 1985 en que se rebasa la capacidad de recarga de los mantos freáticos.

Durante el boom, decenas de miles de jornaleros son llevados a la despoblada región desde el densamente poblado centro del país. Llegan de Oaxaca, Guerrero, Veracruz, Michoacán… y son mixtecos, zapotecos, triquis, nahuas y purépechas. Algunos llegan solos, pero la gran mayoría arriban a los campos llevados por los “enganchadores” que prometen, seducen y acarrean a los potenciales jornaleros, en una suerte de outsourcing ancestral que operaba desde el siglo XIX y aun antes, por el que los empresarios agrícolas se hacen de mano de obra sin tener que negociar directamente con ella y sin asumir responsabilidades. Algunos son migrantes circulares, llamados “golondrinas” que hacen la ruta costera: Nayarit, Sonora, Sinaloa, Baja California, Baja California Sur y de regreso. Otros van a un solo lugar y tienden a quedarse ahí. De esta manera en menos de 40 años se establecen en San Quintín alredor de 50 mil trabajadores, cifra que en temporada de cosecha los estacionales hacen llegar a 80 mil.

En el Valle de San Quintín se trabaja duro y se vive mal. Jornadas de 12 y hasta 14 horas diarias bajo un sol inclemente y, por lo general, pagadas a destajo. Sin derecho a descanso semanal y menos a vacaciones. Manejo de agrotóxicos sin medidas de seguridad. Trabajo infantil. Malos tratos de los capataces que en el caso de las mujeres se asocian con agresiones sexuales. Vivienda precaria que al principio era “galleras”: galerones con techo de lámina en los que dormían hacinados, y que, conforme la gente se quedaba a vivir, fueron dejando su lugar a las “cuarterías”, que son viviendas colectivas en las que se comparten los servicios, y también a habitaciones unifamiliares.

Los campamentos se extienden a lo largo del valle, al borde de 137 kilómetros de la carretera Transpeninsular. Un largo, estrecho, interminable poblado con calles de tierra y casas de tabicón. Un pueblo multiétnico en el que cada grupo trata de mantener su costumbre, pero que con el tiempo ha ido amalgamando una nueva identidad: los “cachanillas”, por referencia a las casas de bajareque, es decir varas y barro, en que vivían inicialmente siguiendo el modelo de los desaparecidos pobladores ancestrales, y que se hacían precisamente con la madera de un arbusto llamado cachanilla.

Carecen de servicios de salud adecuados y naturalmente no tienen sindicatos dignos de ese nombre. Lo que si hay son “contratos de protección” con los que las pro patronales Confederación Nacional de Trabajadores (CTM), Confederación Nacional Campesina (CNC) y la Confederación Revolucionaria de Obreros de México (CROM) y la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos (CROC) pretenden mantener controlados a los jornaleros. En los 80’s del pasado siglo una organización democrática y combativa, la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) trató de organizar la resistencia y formar sindicatos, pero la presión de los empresarios y el gobierno impidieron que se consolidaran. Posteriormente, en 1996-1997 hubo un paro agrícola porque los patrones les adeudaban tres semanas de salarios.

Y los cachanillas se rebelaron. El martes 17 de marzo, de 2015, a las tres de la madrugada, gritando “¡En lucha por la dignificación de los jornaleros!” y “¡El pueblo unido jamás será vencido!”, miles de hombres y mujeres agrupados en la Alianza de Organizaciones, Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social salieron de los campamentos y los pueblos y ocuparon la carretera Traspeninsular. A lo largo de los 134 kilómetros del valle establecieron campamentos y retenes con troncos y llantas a las que prendieron fuego. Se dice que en el paro, que duró 26 horas, participaron 30 mil trabajadores.

Exigen derechos laborales, libertad de asociación y sobre todo un aumento salarial. En vez de los cien o 120 pesos diarios que reciben demandan 300, monto que conforme avanzaban las negociaciones redujeron a 200. Una cifra perfectamente alcanzable pues algunos ranchos ya la están pagando. Pero ni así. Los patrones ofrecieron 150, en un aumento ridículo que las Centrales pro patronales se apresuraron a aceptar.

Hay en San Quintín unos 200 ranchos agrícolas, aunque 12 grandes empresas, por medio de agricultura por contrato, concentran casi toda la producción. Aumentar los salarios no los iba a arruinar. Pero el problema no es sólo de dinero sino de control. Y ceder demasiado ante la Alianza establecería un mal precedente.

La lucha siguió, ya sin paro, durante las semanas siguientes. La Alianza buscó negociar con el gobierno, con magros resultados, pero encontró solidaridad entre obreros y campesinos organizados.

Pero lo más importante es que la insurrección de Baja California sacó a la luz la hasta entonces poco visible situación de los jornaleros del campo: alrededor de dos millones y medio de personas que en unos 15 estados de la República ponen sus brazos al servicio de la agricultura, en particular de la empresarial, y que viven y trabajan en condiciones precarias. Y frente a la situación de la generalidad, a los cachanillas del Valle de San Quintín no les va tan mal, pues ser residentes y convivir en poblados les ha permitido organizarse, cosa que no ocurre con la mayoría de los demás asalariados del campo.

Salvando las diferencias, el 17 de marzo de 2015 fue para los jornaleros agrícolas lo que el primero de enero de 1994 fue para los indígenas. En los dos casos un estallido de rebeldía visibilizó situaciones lacerantes a las que la opinión pública estaba ajena y en los dos casos esto se logró no con denuncias victimizantes sino con acciones de rebeldía y de dignidad.

Un mes y medio después del paro, el primero de mayo pasado, los del Valle de San Quintín estuvieron en la marcha conmemorativa que año tras año realizan las organizaciones combativas de los trabajadores. Ahí, en el Zócalo de la ciudad de México, Fidel Sánchez y Bonifacio Martínez Cruz, portavoces de la Alianza llamaron a la unidad “¡Ni una lucha aislada más!”. “Es necesario construir una fuerza que pueda tumbar a esta pinche sistema de gobierno”, concluyó Bonifacio.

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