Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 17 de mayo de 2015 Num: 1054

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Del Libro de las horas
Rainer Maria Rilke

La llamada del abismo
Carlos Martín Briceño

El plan B
Javier Bustillos Zamorano

Edward Bunker
la judicatura

Ricardo Guzmán Wolffer

Borges e Islandia
Ánxela Romero-Astvaldsson

La desaparición
de lo invisible

Fabrizio Andreella

Poetas y escritores en
torno a López Velarde

Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Carlos Martín Briceño

Para José Baqueiro, quien me
contó esta historia

Nel mezo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
chè la diritta via era amarrita

Dante

Sólo había transcurrido un mes desde que lo contrataron cuando recibió la noticia:

–La cosa anda mal, no puedo darme el lujo de pagar un administrador. Mañana es tu último día. Espero que entiendas.

¿Entender qué?, pensó, mientras observaba las orejas llenas de pelos de su interlocutor, ese cerdo libanés que se aparecía en su cantina únicamente los domingos por la noche para ver cómo iba el negocio. Tamborileó con los dedos la superficie lisa de la barra de madera y estuvo a punto de hundirle al tipo en la frente la base de un vaso tequilero, pero un destello de malicia lo frenó. La idea tuvo que ver con la pensión alimenticia de su exmujer, el pago al ginecólogo que atendería el parto de su tercera esposa y el recibo de luz que llevaba en el bolsillo. Una vez solo, se dirigió a la caja, guardó los billetes de la semana en la cartera y, sin despedirse de la anciana que trapeaba con indiferencia los pisos manchados de gargajos (y de la que supuso que tendría una vida mejor que la suya), salió aprisa para alcanzar el último camión de la noche.

No hubo suerte. Al llegar al paradero vio, tras una estela de humo, cómo el autobús daba vuelta en la esquina. Suspiró. Pagar un taxi equivaldría a comer solamente huevos el fin de semana. Resignado agachó la cabeza, metió las manos en las bolsas de su pantalón y se encaminó a casa. Esta parte de la ciudad que durante la mañana hervía de transeúntes, vendedores ambulantes, puestos de comida y hedores de fritanga, al caer la madrugada comenzaba a tornarse lóbrega.

Mientras avanzaba, empezó a dolerle la cabeza de cansancio. Desde que decidió vivir con Odalis le era cada vez más difícil conciliar el sueño. Pasaba las noches añorando los tiempos de abundancia de su vida, cuando era el gerente del Royal Caribe y podía disfrutar libremente del Chivas Reagal, dormir en el confort del aire acondicionado y levantarse a la hora que se le antojara. Muy diferente al agujero en el que ahora vivía: un cuarto diminuto, paredes sucias, el techo tan bajo que era posible tocarlo con sólo levantar la mano; y el calor… un opresivo y pegajoso vaho cubriéndolo todo. Así, cada mañana, tratando de inventarse voluntad para subsistir en medio de este hartazgo.

Era lo único que podía pagar. Lo había perdido todo a causa del juego, la fiebre de los dados con que aligeraba su rutina diaria, el viaje de las cartas sobre el octágono verde, el azar con su irrumpir de epinefrina que largo tiempo alimentó sus expectativas de una vida regalada. Pensó en Odalis y volvió a reclamarse qué lo había llevado a enredarse –¿el sexo, la soledad, el fracaso?– con esa cubana de piel clara quien, aparte de estar a punto de parirle un hijo, era madre de otros dos que él tenía también que mantener. “Debí haberla obligado a abortar.”

No bien había avanzado media cuadra cuando se topó con el mensaje. Tú que vas cabizbajo: detente. Alégrate, aquí vive Dios, espetaba el pizarrón clavado en la pared carcomida de la deslustrada casona. Aminoró los pasos, interrumpió su andar y se fijó con detenimiento en la fachada. Observó la desvencijada puerta de madera con su par de simétricos postigos, la aldaba en forma de cabeza de león, las hierbas que crecían, tercas, en lo alto de las cornisas. “Qué pendejada.”  Tomó el pedazo de gis que parecía aguardar en el quicio de uno de los postigos para una posible respuesta y, antes de proseguir su ruta, escribió: Dios no existe.

Iba a largarse cuando un sorpresivo ruido, como el de un árbol seco al caer o el de una roca que se desliza por el despeñadero, lo impulsó a acercarse y a mirar por las rendijas. El estruendo había venido de adentro. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Puso la mano indecisa sobre la melena de bronce y empujó.

El interior de la casa lo impresionó. En medio de la penumbra se desplegaban, altos y carcomidos, los techos de una antiquísima mansión que parecía ser inmensa, pues desde la entrada, el fondo apenas se percibía. Un olor fuerte a humedad y detritus saturaba el ambiente. Al amparo de un silencio absoluto fue avanzando con lentitud hasta que sus pupilas se habituaron a la semioscuridad. Vio los pisos mohosos donde aún se adivinaban los mosaicos dibujados de arabescos, las paredes saturadas de graffiti, el patio morisco poblado de maleza. Aquí vive Dios, aquí vive Dios, aquí vive Dios, iba leyendo en esos muros afectados por la viruela de los años. Ni un ruido ni una puerta chirriante o algún eco de pasos. El ritmo de su respiración era lo único que escuchaba durante ese recorrido agónico que, en algún momento, imaginó el descenso al infierno de su existencia. Aquí vive Dios. ¿Aquí? ¿En este abandono?, se preguntó, al tiempo que caminaba palpando las paredes humedecidas. En ese instante sintió la mirada de una mujer que lo observaba desde un patio arbolado donde parecía terminar su camino. Durante unos segundos permaneció inerme, sin atreverse a continuar. Hasta que comprendió lo inútil de su incertidumbre. Tomó aire y dirigió sus pasos hacia ella. Sólo escuchaba el bombeo acelerado de su corazón.