Opinión
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Monseñor Romero, mártir de América
E

l próximo sábado se efectuará un acto largamente esperado: la beatificación de monseñor Óscar Romero, arzobispo mártir de San Salvador. Será un momento en que se cruzarán muchos sentimientos, simbolismos y nostalgias latinoamericanas. Finalmente, después de 35 años contra muchas adversidades e inercias conservadoras, habrá justicia en la Iglesia. Se declara beato a monseñor Romero, mártir de América. El papa Francisco autorizó desde el martes 3 de febrero de este año la promulgación del decreto que reconoce el martirio de Óscar Arnulfo Romero Galdámez, arzobispo de San Salvador, asesinado en 1980. El papa Francisco destrabó obstáculos y decretó que Romero fue asesinado por odio a la fe y aprobó una declaración de martirologio que allana el camino a la beatificación.

La causa fue iniciada por el arzobispo sucesor de Romero, Arturo Rivera y Damas (1923-1994) y estuvo bloqueada hasta 1994. El cardenal Vincenzo Paglia, el postulador de la causa desde 1996, dijo en conferencia de prensa, desde Roma, que al Vaticano llegaron montañas de cartas contra la beatificación, bajo el argumento de que monseñor Romero era un subversivo, que incitaba a los obreros y campesinos a levantarse contra el gobierno. Pero era la derecha católica, que no soportaba su giro. El odio a la fe es provocado, fraguado y ejecutado por aquellos católicos bautizados que no toleraban la vivencia religiosa del arzobispo y mucho menos sus opiniones difundidas a través de la radio durante sus homilías dominicales. Allí cuestionaba los abusos de poder cometidos por el régimen de turno y la injusticia estructural del sistema oligárquico de entonces. Los reparos venían de sectores de la curia, poderosos actores latinoamericanos conservadores y del propio El Salvador.

Efectivamente, el 24 de marzo de 1980, a las 6:25 de la tarde, mientras oficiaba misa, fue asesinado con un tiro certero en el corazón por un miembro del escuadrón de la muerte, organización paramilitar que en un año había ultimado a más de mil luchadores sociales. Un día antes de su asesinato, el cardenal leyó una homilía en que se dirigía a los militares golpistas diciendo: Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión. El informe de la Comisión de la Verdad señala en uno de sus párrafos que el mayor Roberto D’Aubuisson, militar salvadoreño que en 1983 funda el partido de derecha Arena, fue el autor intelectual del crimen y que para ello se valió de un grupo de personas cercanas a su entorno de seguridad.

Más que un sacerdote revolucionario o seguidor incondicional de la teología de la liberación, Romero fue un pastor que se atrevió a proteger con inmensa caridad a su pueblo de la barbarie de la guerra. Fue un mártir de la paz que se arriesgó a cuestionar los excesos de las 14 familias oligárquicas preponderantes, que sometían a las fuerzas militares y de seguridad. Algunos biógrafos aseguran que en su juventud Romero era conservador, incluso veía con desconfianza las aperturas del Concilio Vaticano II. Sin embargo siempre tuvo una actitud de cercanía con el pueblo, sensibilidad evangélica hacia los pobres y desamparados en un país como El Salvador, tan marcado por las brutales desigualdades e injusticias. Al primer mes de que Romero fue investido arzobispo en San Salvador, su gran amigo el padre Rutilio Grande (1928-1977) fue asesinado arteramente, por su compromiso social, junto con otros dos salvadoreños, en una emboscada. Hecho que lo impulsó a insistir que el gobierno investigara la acción y le exigió justicia. Este acto marcó su distancia frente a la oligarquía, que sin pudor alguno reprimía principalmente pobres y actores que intentaban articularse. Ver el cadáver lacerado del jesuita Grande, con armas de grueso calibre, sólo de uso militar, hizo, según el testimonio de Jon Sobrino, que se le cayera la venda de los ojos.

No bastó el artero asesinato de Romero para impacientar la coerción; en sus funerales tumultuosos, el 30 de marzo, se desata una tragedia en el atrio de la catedral, en la que más 40 personas pierden la vida. El hecho lleva a declarar a los clérigos testigos provenientes de todos los rincones de América Latina: Los que vinimos a honrar la vida y la muerte de monseñor Romero hemos podido experimentar la verdad de sus palabras cuando denunciaba incansablemente la represión del pueblo salvadoreño.

En octubre de 1979, hay que recordar, hubo un golpe militar en El Salvador que pone fin a la disyuntiva de apertura democrática ante un contexto de crisis económica y política. El Vaticano fue tibio ante el hecho: el papa Juan Pablo II no reaccionó como muchos en el continente esperábamos. Pesaron las aparentes diferencias ideológicas y la desaprobación que diversos miembros de la curia tenían con Óscar Romero. Hay que ver cómo reaccionaba el pontífice polaco con los mártires detrás de la cortina de hierro de la Europa oriental. Si bien Juan Pablo II, durante su visita a El Salvador en 1983, oró postrado ante la tumba de Romero, en su momento no fue lo suficientemente enérgico ni usó el peso de la Iglesia para demandar justicia. Habría que analizar la actitud del papa Wojtyla ante el asesinato del padre polaco Popiełuszko en 1984 para delimitar grandes diferencias. Testimonios de personas cercanas a Romero relatan que Juan Pablo II había despedido a monseñor Romero, unos meses antes de su muerte, después de una audiencia en Roma en torno a las violaciones de los derechos humanos, pidiéndole mayor prudencia en sus homilías y con un “no me traiga muchas hojas que no tengo tiempo para leerlas… Y además, procure ir de acuerdo con el gobierno”.

Óscar Arnulfo Romero ya gozaba en su país y en América Latina de una aureola de santo pese a la displicencia de Roma. Ahora el papa Francisco lo coloca vía el martirio en camino a la beatificación. Monseñor Romero acompañó, creció y sufrió con sus fieles. Hoy es ícono que cumple la sentencia: La sangre de los mártires es semilla de cristianos.