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De la cerdofobia y tres rectas con embutidos

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n esta época rica en fibra, baja en grasas, cero colesterol y protege tu corazón con Omega 8, los embutidos tienen mala prensa. En realidad siempre la tuvieron, si uno se atiene a lo que decía no sé quién acerca de que uno no debe enterarse de cómo están hechas las salchichas y los tratados internacionales. En efecto, con los embutidos uno no tiene forma de saber a ciencia cierta lo que se está comiendo, a menos que tenga a la mano un laboratorio biológico de buen nivel. Luego ocurre que en nuestros países la mayoría de esos alimentos están total o parcialmente elaborados con carne de Sus scrofa doméstica y que vivimos en plena era de la abominación del cerdo porque, después de muchos milenios de comérselo, la humanidad descubrió de repente que es más ponzoñoso que una víbora de cascabel, que su carne puede estar plagada de cisticercos y que su manteca tiene la mala costumbre de quedarse pegada a las arterias. Es como si el respetable tabú de judíos ( cashrut) y de musulmanes ( haram) hubiera rencarnado en el discurso científico o seudocientífico para expulsar al cuadrúpedo del paraíso de nuestros platos. Antes de esas modas los porcinos fueron usados como arma verbal oprobiosa: dícese cerdo, puerco, chancho o coche a los individuos de higiene relajada, a los marrulleros e inescrupulosos, a los perversos e incluso a los sexualmente intensos, y los católicos españoles llamaban despectivamente marranos a moros y judíos obligados a declararse cristianos.

Para contrarrestar esta mala fama de muy poco ha servido, por desgracia, que el antropólogo Marvin Harris desentrañara de manera brillante en su clásico Vacas, cerdos, guerras y brujas: los enigmas de la cultura, el origen del tabú del porcino en el antiguo Medio Oriente como resultado de una temprana conciencia ambiental. Vale la pena citarlo en extenso: “...La Biblia y el Corán condenaron al cerdo porque su cría era una amenaza a la integridad de los ecosistemas naturales y culturales de Oriente Medio. La prohibición divina de su carne constituyó una estrategia ecológica acertada. Los israelitas nómadas no podían criar cerdos en sus hábitats áridos, mientras que los cerdos constituían más una amenaza que una ventaja para las poblaciones agrícolas aldeanas y semisedentarias (…) Las zonas mundiales de nomadismo pastoral corresponden a llanuras y colinas deforestadas que son demasiado áridas para permitir una agricultura dependiente de las lluvias (…) El cerdo es ante todo una criatura de los bosques y de las riberas umbrosas de los ríos. Aunque es omnívoro, se nutre perfectamente de alimentos pobres en celulosa, como nueces, frutos, tubérculos y, sobre todo, granos, lo que lo convierte en un competidor directo del hombre. No puede subsistir sólo a base de hierbas, y en ningún lugar del mundo los pastores realmente nómadas crían cerdos en cantidades importantes. Además, el cerdo tiene el inconveniente de no ser una fuente práctica de leche y es muy difícil conducirle a largas distancias.”

Por si no bastara con odiarlo, en tiempos recientes se ha inventado un pretexto adicional para no consumir cerdo: amarlo. Empieza a ser frecuente que el cuadrúpedo sea adoptado como animal doméstico, engalanado con ropita de bebé, sacado a pasear al parque los domingos con correa de perro y bautizado como Prince o Lady, dependiendo del tipo de gónadas del que venga provisto el ejemplar. Añádase a ello que una legión de almas buenas se ha lanzado a últimas fechas a denunciar las condiciones inhumanas de la porcicultura. Innumerables personas que no tienen la más triste idea del trato que se da a los humanos en los campos agrícolas de San Quintín o en las minas de diamantes de África se inflaman de indignación y piedad al contacto con documentales veraces o mentirosos en los que se describen las condiciones despiadadas de cría y matanza de los cerdos en las granjas industriales. De ahí extraen la conclusión lógica de que comerse unas tostadas de pata, una chuleta, una rebanada de jamón o unos tacos de maciza implica hacerse cómplice de la crueldad, contribuir a perpetuarla y contaminar ya no sólo las venas y los intestinos, sino también el alma.

Vuelta a los embutidos: sí, los hay de pavo, pollo, res y cordero –como el suculento merguez del norte de África– e incluso de esa abominable pasta de soya texturizada, pero en el ámbito latinoamericano predominan los de cerdo. Y quiero referirme en particular a los chorizos, que a diferencia del salami, el salchichón, la sobrasada, la butifarra y el fouet, no se ingieren en el estado en que llegan de la tienda, sino que se incorporan a diversos platillos. Dado que en su fabricación suelen emplearse condimentos fuertes como la pimienta, el ajo, el chile y otras especias, es frecuente que se evite ingerirlo solo y que se le acompañe, en cambio, con pan, o que se le agregue a guisos con papas, huevo y otros alimentos suaves que atenuen un poco su sabor. Unos chorizos chinos agridulces (y deliciosos) me llevaron a pensar que un acompañamiento dulce no necesariamente le va mal al chorizo y me di a la tarea de ensayar varias combinaciones. Consigno aquí las más afortunadas y lo hago con la tranquilidad de espíritu que me da el no haber muerto ni enfermado en el intento.

Chorizo verde con piña

Ingredientes:

6 chorizos verdes medianos

250 gramos de piña

6 rabos de cebolla de cambray

Preparación:

Retírese la cubierta (tripa) de los chorizos, desmenúceles, póngaseles en una sartén seca a fuego medio, muévaseles hasta que suelten un poco de grasa y añádanse los rabos de cebolla cortados en tramos de unos dos o tres centímetros. Déjese todo hasta que se dore y a continuación agréguese la piña picada en trocitos. Déjese a fuego lento unos 10 minutos y sírvase.

Chorizo rojo en jugo de naranja

Ingredientes:

6 chorizos rojos (curados) medianos

2 jitomates saladet medianos

1 taza de jugo de naranja con pulpa

Preparación:

Retírese la cubierta (tripa) de los chorizos, desmenúceles, póngaseles en una sartén seca a fuego medio, muévaseles hasta que suelten un poco de grasa y añádase los jitomates, de preferencia molidos en molcajete (con todo y piel) o picados en cuadros muy pequeños. Muévase la mezcla hasta que el jitomate vire de color (de rojo intenso a naranja) y añádase el jugo de naranja. Déjese a fuego lento unos 10 minutos y sírvase.

Morcilla con manzana y yogur

Ingredientes:

4 morcillas medias de cebolla o de arroz (curadas: no vayan a usar moronga o quién sabe qué pasa)

1 manzana media

1 de taza de yogur natural sin sabor

Una pizca de pimienta negra

Preparación:

Retírese la cubierta (tripa) de las morcillas, desmenúceles, póngaseles en una sartén seca a fuego medio, muévaseles hasta que suelten la grasa y añádase la manzana, cortada en rebanadas pequeñas y muy delgadas. Muévase la mezcla unos cinco minutos o hasta que se considere que la manzana está frita; añádase entonces el yogur y la pimienta. Muévase a fuego lento unos 3 minutos y sírvase.

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