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La ceremonia, en la capital de El Salvador, 35 años después de su asesinato

Acuden más de 200 mil a la beatificación de Óscar Romero

El papa Francisco destaca en una carta la labor del religioso por los pobres y los marginados

El acto, reconocimiento a generación de pastores latinoamericanos que apoyaron a perseguidos

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La misa se llevó a cabo en la plaza El Salvador del Mundo. Acudieron jefes de Estado, líderes políticos y miembros de la Iglesia católica de 57 paísesFoto Xinhua
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Domingo 24 de mayo de 2015, p. 22

San Salvador.

En un acto multitudinario, soy muy malo para calcular el número de personas, pero las agencias hablan de más de 200 mil, se realizó la ceremonia de beatificación de Óscar Arnulfo Romero (1917-1980). A las 10 de la mañana hora local (11 am de México), en la plaza El Salvador del Mundo, al oeste de San Salvador, es elevado a los altares de la beatificación el obispo de la voz de los sin voz, teniendo como testigos a personas y religiosos venidos de cerca de 57 países, con mil 400 sacerdotes y personalidades políticas tanto salvadoreñas como de otras nacionalidades.

En la misa han participado el presidente salvadoreño, Salvador Sánchez Cerén, y su esposa, ministros de gobierno y alcaldes.

También estuvieron mandatarios de otros países, como el presidente de Ecuador, Rafael Correa; de Panamá, Juan Carlos Varela; de Honduras, Juan Orlando Hernández; el primer vicepresidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel; el vicepresidente de Venezuela, Jorge Arreaza; el vicepresidente de Costa Rica, Helio Fallas; el vicepresidente de Guatemala, Alejandro Maldonado, y el viceprimer ministro de Belice, Gaspar Vega.

Participé como comentarista de Telesur. El equipo se ubicó en una azotea de un edificio aledaño a la plaza con una perfecta visión periférica que nos permitía observar la ceremonia desde un lugar privilegiado. Muy temprano, los asistentes fueron llegando ordenadamente. Otros habían pernoctado, pues realizaron una vigilia pascual en medio de una persistente lluvia.

La atmósfera previa a la ceremonia era festiva. Los cantos religiosos salvadoreños prendían el ánimo de una masa impaciente por ver consagrado no sólo a un icono religioso, sino también a un héroe nacional. Dos helicópteros militares sobrevolaban la zona con mucha irresponsabilidad y mal gusto. Pasaron a sólo unos metros de nosotros en nuestro puesto de transmisión y la carpa de lona estuvo a punto de colapsar; se veía a los militares con el torso desnudo y lentes oscuros, en actitud como de película de acción.

Las medidas eran necesarias, pues flotaba el recuerdo de los funerales de monseñor Romero, con una asistencia similar de más de 200 mil personas, en los que hubo disparos y heridos que provocaron una lamentable tragedia en la que murieron 40 personas. Niños y mujeres, principalmente, murieron aplastados y asfixiados. Un episodio doloroso en la historia de este sufrido país centroamericano. Recuerdo el cartón de Magú, quien dibujó al entonces representante papal a los funerales, nuestro arzobispo Ernesto Corripio Ahumada. En el cartón se le ve corriendo al prelado mexicano diciendo: Más vale que aquí corripio que aquí quedipio. Otro detalle que debe decirnos algo fue cuando fueron anunciando los diferentes países presentes. Por el altavoz todo era aplausos, pero cuando se anunció a la delegación mexicana no faltó la rechifla, mucho más leve que en los partidos de futbol que la selección disputa en este país.

Lo mejor de la larga celebración, que duró más de dos horas, fue al final.

La lectura de la carta del papa Francisco prendió más a los asistentes. Hubo emocionados aplausos al lenguaje directo y más sencillo del papa Bergoglio cuando dijo: “En tiempos de difícil convivencia, monseñor Romero supo guiar, defender y proteger a su rebaño, permaneciendo fiel al Evangelio y en comunión con toda la Iglesia. Su ministerio se distinguió por una particular atención a los más pobres y marginados. Y en el momento de su muerte, mientras celebraba el santo sacrificio del amor y de la reconciliación, recibió la gracia de identificarse plenamente con ‘aquel que dio la vida por sus ovejas’”.

Otro de los momentos más emotivos de la ceremonia fue cuando se ofrendó la reliquia de Romero, la camisa ensangrentada que vestía el día de su asesinato. Las flores y una palma que significa la victoria de los mártires fueron incensadas por el cardenal Angelo Amato, el enviado especial del papa Francisco. Las participaciones tanto del arzobispo de San Salvador, monseñor José Luis Escobar Alas, como la del propio Amato, fueron melosas y perfilaban a un Romero amoroso, inmaculado, clerical, que enfrentó una realidad confusa y violenta. Ahí percibí una desconexión con el ánimo de la gente, que a la menor provocación coreaba y aplaudía ante expresiones clave como justicia, opción por los pobres y dar la vida por su pueblo.

Las élites de El Salvador ahí estaban presentes, en lugares privilegiados, por supuesto a resguardo del sol quemante, protegidos por los toldos laterales. Élites católicas que en el pasado habían atacado y menospreciado a Romero por su compromiso con los pobres, e incluso lo aislaron porque buena parte de la jerarquía de la Iglesia católica de entonces no tenía los arrestos ni la visión que mostró el ahora beato.

Llenaron a Roma con quejas, informaciones falsas y difamatorias que perjudicaron a un Romero que se fue quedando solo con su prédica de denuncia contra la junta militar. Esta élite que aplaudía ahora con elegancia congeló por lustros el proceso canónico de beatificación de Romero con apoyo de los sectores conservadores del Vaticano.

Estos mismos sectores eclesiales y políticos rancios sembraron grandes dudas en Roma sobre la capacidad sicológica e ideológica de Romero, al extremo que obligaron dos visitas canónicas de supervisión en aquellos años aciagos. El primer supervisor fue el cardenal Antonio Quarracino; más tarde también fue enviado el cardenal Eduardo Pironio. Ambos se fueron convencidos y apoyaron la actuación del entonces prelado rebelde, supuestamente filocomunista.

Sólo con la llegada al papado de Francisco, quien admira su valentía, fue que se destrabó el proceso para su beatificación desde 2013. Recordemos que en 2014 afirmó: Para mí, Romero es un hombre de Dios.

Bergoglio vivió en carne propia la experiencia de vivir la fe en contextos de dictadura militar y brutal represión no sólo en Argentina, sino en la América del sur de los años 70. Por ello el actual Papa es sensible al sufrimiento, la impotencia y el dolor que en vida padeció monseñor Romero.

Un personaje particularmente emocionado fue monseñor Vincenzo Paglia, el postulador de la causa de Romero. Moderado pero persistente, muchas veces resistió cuando parecía que era una causa imposible. Hubo momentos más difíciles, dijo, sobre todo cuando llegaban toneladas de cartas que desacreditaban al ahora venerable beato. Su intervención en la ceremonia fue emotiva y cálida, aunque ahora se suma a la reapropiación de un Romero a modo.

La beatificación de Romero va más allá del ahora beato y de El Salvador. Es el reconocimiento a toda una generación de pastores de América Latina que arriesgaron sus vidas por predicar el Evangelio en solidaridad con los débiles y perseguidos. Es un significativo acto de justicia para los sectores comprometidos con los pobres y excluidos, también para los actores de la llamada teología de la liberación, que durante el papado de Juan Pablo II y Benedicto XVI fueron relegados y reprimidos.

La beatificación se extiende a muchos pastores que ya murieron, pero también abre senderos para otra generación apartada de aquel invierno eclesial.