Cultura
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Velázquez en el Grand Palais
M

il novecientos setenta y cinco. Después de apenas dos semanas en París, ciudad donde pensaba instalarme, viajé a España. El otoño del patriarca se vendía en la calle, en los puestos de periódicos, y no sólo en librerías. La coincidencia era más que un surrealista azar objetivo: Francisco Franco agonizaba después de 36 años (1939-1975) de dictadura.

Aproveché los dos días de paso por Madrid para visitar el Museo del Prado. Deseaba mirar, ¿podría decir en persona cuando se trata de ver una pintura, así sea una obra maestra?, Las Meninas de Diego Velázquez. Cierto, había visto reproducciones en libros de arte, pero no era lo mismo que tener enfrente al original, como no es lo mismo ver una fotografía que ver a la persona retratada en carne y hueso, oírla, escuchar su respiración, tocar su mano al saludarla. No sólo Salvador Elizondo y Alberto Gironella me habían hecho un elogio intrigante de esa tela, cuyo misterio no podría apreciar, y ni siquiera atisbar sin verla en persona. Aún más fascinante, por lo que de ese enigma escondido en Las Meninas, proponía Michel Foucault en su espléndido ensayo Las palabras y las cosas: “Es quizás en este cuadro, como acaso en toda representación de la cual es de alguna manera la esencia manifiesta, la invisibilidad profunda, lo que se ve es solidario de la invisibilidad de quien ve –a pesar de los espejos, los reflejos, las imitaciones, los retratos”.

La experiencia de esta visita al Prado fue, si no catastrófica, sí deplorable: el estado del museo era desolador. Resultado del franquismo: no tanto desprecio por la cultura, más bien la voluntad de asfixiar cualquier asomo de pensamiento que pudiera poner en duda un sistema basado en la destrucción de cualquier racionamiento o concepto, un sistema para el cual era indispensable hacer el vacío en la mente donde pudiese brotar un fulgor de inteligencia.

Se trataba, no solamente de dejar desmoronarse museos o bibliotecas, también de organizar de manera sistemática la aniquilación de cualquier destello de pensamiento libre.

¿Cómo contemplar el magnífico cuadro de Velázquez cuando brotaban del techo gotas de agua sucia que salpicaban a su alrededor al caer en una cubeta, colocada al pie de la tela?

¿Cómo hubiese podido caminar una joven en una ciudad donde la turista era la proa de los deseos hambrientos a causa de la represión sexual de hombres y mujeres?

En Barcelona había ya un clima de libertad. Pude sentarme en una banca de las Ramblas a leer El otoño del patriarca. Coincidencia o juegos del azar más que nunca objetivo, me topé con García Márquez. Nos habíamos conocido en México. Soltó una carcajada cuando le dije que vivía en un hotelito junto a las Ramblas. Un hotel de putas, me dijo para explicar su risa. Me invitó a su departamento: estaba escribiendo, con José Agustín y Paul Leduc, el argumento de una película basada en la obra de Malcolm Lowry: Bajo el volcán. Se quedó pensativo cuando le dije que Elizondo consideraba imposible una película basada en un libro que era el proceso mental de la escritura.

Ahora, 40 años después, llega al Grand Palais en París una gigantesca exposición de la obra de Diego Velázquez. Varios años de negociaciones, con museos y coleccionistas, fueron necesarios para reunir los cuadros. La disposición del conjunto de obras, de Velázquez, de su alrededor, ancestros y discípulos, puede calificarse de obra maestra. Desde luego, el Prado prestó unos siete cuadros, pero no Las Meninas. De todos modos, las telas expuestas remiten, eco incesante, a la obra maestra. Retratos de Góngora, del papa Inocencio X, de la familia real de España bajo Felipe IV, sus propios autorretratos.

Verla es verse. Paul Claudel en L’oeil écoute, escribe: en la pintura española se es mirado más que no se mira. Los personajes de Las Meninas nos miran asombrados de sabernos vivos desde sus ojos de muertos. Deben preguntarse, como nosotros al verlos, quiénes están aún en vida.