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Más sobre la abstención, los votos nulos y el boicot
E

n la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, ar­tículo 15, se señala que se entiende por votación total emitida la suma de todos los votos depositados en las urnas. Para los efectos de la aplicación de la fracción II del artículo 54 de la Constitución, se entiende por votación válida emitida la que resulte de deducir de la suma de todos los votos depositados en las urnas, los votos nulos y los correspondientes a los candidatos no registrados.

Abstención y voto nulo no son lo mismo. La primera quiere decir no acudir a votar. El segundo significa asistir a votar pero anular la boleta o sufragar por candidatos no registrados. Unos se abstienen por apatía, otros porque no confían en el proceso electoral, otros más porque les es indiferente quién gane y algunos porque piensan que absteniéndose expresan su repudio al sistema de representación en el país. Los que anulan su voto se toman la molestia de acudir a las urnas y luego, en lugar de votar por un partido/candidato, anulan su voto cruzando todos los recuadros de la boleta o escribiendo alguna leyenda (dejar el voto en blanco se presta para que alguien, en algún momento, cruce la boleta según su conveniencia: ha ocurrido).

Los votos nulos no cuentan, más bien se restan del total de los sufragios para calcular la votación válida. Con base en ésta se califica la elección, pues los votos por partido sólo tienen significación en función de la votación válida, no de la votación total.

Si se abstiene un alto porcentaje de la ciudadanía se hablará de baja participación, pero esto, en general, no descalifica una elección. Si vota nulo un alto porcentaje de los ciudadanos empadronados (lista nominal) no pasa nada tampoco, pues no cuenta ni altera la votación válida. Presumiblemente con una alta abstención o con muchos votos nulos se envía un mensaje: desacuerdo con los procesos electorales y con los partidos y/o candidatos. Pero esto es sólo una presunción, porque el sistema vigente no se altera: el que gana, gana, y el que pierde, pierde. Así de simple. Si un candidato logra el triunfo con un voto sobre sus competidores será gobernador, presidente municipal o diputado, al igual que si obtiene millones de votos sobre sus contrincantes. El partido que obtenga menos de 3 por ciento de la votación total válida perderá su registro (artículo 41 constitucional). Entre mayor sea la abstención y el voto nulo, en teoría será más fácil obtener ese mínimo de 3 por ciento para los partidos pequeños, ya que la votación válida disminuye en números absolutos, pero (obviamente) no en los relativos.

No hay ley electoral perfecta. Siempre es posible encontrar fisuras para burlarla de alguna manera, independientemente del costo. Esto ocurre o puede ocurrir en cualquier país. Estados Unidos es un buen ejemplo, pero en México es casi un deporte nacional: sale una nueva ley y de inmediato se le buscan sus agujeros para evitar su aplicación. De la corrupción mejor no digo nada, pues es bien sabido que existe, incluso más allá de lo que el común de la gente quisiera. Quizá la diferencia con otros países es que aquí rara vez un corrupto, de arriba, de en medio o de abajo, sea juzgado y castigado, sobre todo si es de arriba.

Tampoco hay partidos perfectos; ¡vaya!, ni siquiera candidatos perfectos. Deberíamos conformarnos, aunque no quisiéramos ser conformistas, con el hecho de que unos son mejores que otros, y esto pensando incluso en los seres humanos en general y no sólo en partidos y candidatos. Como se decía antiguamente, que tire la primera piedra quien esté libre de culpa.

Lo que hay es lo que hay, les guste o no a los utopistas antiguos o modernos. Las utopías pertenecen al mundo de lo deseable, pero no al de lo real. Lo real es incluso feo, aunque veamos cosas muy bellas en la arquitectura, en las artes, en los sueños. Pero incluso en todo esto encontraremos el problema subjetivo del gusto de cada quien. El hecho es que en política no todo es impresentable ni todo es como quisiéramos que fuera (¿quisiéramos quiénes?).

De lo anterior yo encuentro, subjetivamente, unos partidos mejores que otros y unos candidatos también mejores que otros, aunque sean de partidos que no me gustan. Si me abstengo dejo la decisión en los que participan, seré omiso y tendré que aceptar lo que los que no se abstienen escojan. Si anulo mi voto estaré avalando la decisión mayoritaria (aunque sean pocos) de los que definieron su voto por un partido o un candidato. El voto nulo es, sobre todo, una tomada de pelo, comenzando por quien lo exprese así en las urnas, pues todo mundo sabe, o debe saber, que ni siquiera cuenta para fines de representación. Los anulistas no pasarán de formar parte de un porcentaje estadístico. No más. ¿Y evitar las elecciones mediante un boicot? Peor, pues éste sólo se ha planteado en ciertos distritos o secciones electorales, muy específicas y absolutamente minoritarias. Se automarginan pero alguien, el que cuente con más apoyos, aunque sea de uno más que sus competidores, ganará y será gobernante o representante parlamentario. No ha llegado el día (¿llegará?) en que los autogobiernos tipo juntas de buen gobierno en Chiapas se generalicen, y no faltará quién se pregunte sobre sus ventajas objetivas.

En conclusión: tenemos suficiente libertad para votar o no votar, anular la boleta y hasta para boicotear los comicios. Sólo vale la pena saber (según yo) que, a pesar de sus semejanzas, los partidos también tienen diferencias, e incluso sus candidatos. No todos son iguales ni todos son mejores o peores que los demás. Hay opciones, hay excepciones. Lo más grave sería engordarle el caldo a los priístas y sus paleros. Un Legislativo que eventualmente le sirva de contrapeso al Ejecutivo (que es unipersonal) siempre será mejor para garantizar la pluralidad y la democracia, con todos los defectos que se le quieran ver.

rodriguezaraujo.unam.mx