Opinión
Ver día anteriorDomingo 7 de junio de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El retorno de la serpiente de Mathias Goeritz
Foto
Las torres de Satélite y Mathias Goeritz, escultor a quien el Fomento Cultural Banamex dedica una muestra en el Palacio de IturbideFoto Notimex/Archivo La Jornada
A

hora que la exposición de Mathias Goeritz se encuentra en el Palacio de Iturbide, gracias al Fomento Cultural Banamex, es bueno recordar a este personaje de una sola pieza, quien inventó la arquitectura emocional. No todo en Mathias Goeritz fue oración. También jugaba y se burlaba de los esnobs al lado de su gran amigo Pedro Friedeberg. Alguna vez me contó que se había hartado de sí mismo, de su propio yo, repugnante más que nunca cuando he sentido mi profunda impotencia ante tanta estupidez.

Mathias Goeritz, que por su encanto, su inteligencia y su belleza física enamoró a muchas mujeres (la tapatía Olivia Zuñiga; Ida Rodríguez Appendini, La Chacha; Ana Cecilia Treviño, Bambi; Lady Iya Abdy, quien actuó en Los Cencci, de Antonin Artaud, y tantísimos seres extraordinarios) siempre odió a los solemnes, al bluff y al individualismo egocéntrico. Siempre me fascinaron sus esculturas en la Ruta de la Amistad, además de su famosa serpiente del Pedregal, pero una de las cosas que más le agradezco es haberme presentado a Henry Moore, el escultor inglés que se enamoró en México, de nuestro Chac Mool, en Yucatán, que fue para él fuente de inspiración para sus extraordinarias esculturas.

A todos nos gustan mucho las torres de ciudad Satélite, que cumplirán 58 años en 2015. Son todo un símbolo característico del norte de la Metrópoli. Vistas de lejos, desde el Periférico, las siente uno como un faro. ¡Qué bueno, ya llegué!, dice el náufrago-conductor en medio del río de coches.

Su autor, Mathias Goeritz, era casi tan alto como ellas. Esbelto, erguido y despeinado, hacía visajes al conversar, quizá para dar mayor vehemencia a sus palabras, o quizá porque los polacos y los alemanes, sobre todo los que nacen cerca del mar, son más expresivos. El alemán, Mathias Goeritz nació en la polaca Danzig, al borde del Báltico.

–¿Mis torres? ¡Esa ha sido la pregunta obligatoria, todo el mundo me ha preguntado por mis torres!

–¡Son muy hermosas, muy simbólicas!

–Pues, ¿qué te diré? Son triangulares y se erigieron en concreto armado. Su altura varía entre los 37 y los 57 metros. No son, naturalmente, tan altas como yo las había imaginado al principio. También son cinco, en vez de siete; la plaza misma quedó diferente y más estrecha de lo que me hubiera gustado; incluso, cambió el color de una de las torres. Pero aquí se trataba, por fin, de una obra monumental cuya función exclusiva debía ser la emoción. Los arquitectos insisten en que las torres no son más que una gran escultura y tienen razón. Pero, ¿qué importa? Para mí son pintura, son escultura, son arquitectura emocional. Y me hubiera gustado colocar pequeñas flautas en sus esquinas para que el automovilista que pasara a su lado oyera un extraño canto causado por miles de sonidos en el viento pero eso ya no fue posible.

–¿Por qué?

–Por el costo, naturalmente.

–Pero, ¿por qué flautas? ¿Por qué un órgano al aire libre? ¿Acaso no pensabas entonces en una iglesia?

–Sí, pensé en una oración plástica, pero no en una iglesia propiamente dicha. Mira, para la mayoría de la gente, estas torres significaban un gran anuncio publicitario; para mí –absurdo romántico dentro de un siglo sin fe–, han sido y son, una oración plástica. Yo creo en el poder de la oración, creo que la plegaria tiene enorme fuerza; ejerce una influencia que el mundo desconoce. Creo en el fervor, en la meditación, en la oración casi ininterrumpida dentro de los conventos y monasterios a lo largo del mundo. La oración es una fuerza subterránea insospechada; el pensamiento ejerce también un magnetismo profundo. Cuando, después de la guerra, a Thomas Mann le preguntaron: Y usted, ¿qué hizo contra Hitler?, él respondió: Físicamente, no hice nada. (Ya estaba viejo.) Pero lo odié con tal fuerza que creo que con mi odio contribuí en algo a eliminarlo. Es una hermosa respuesta, ¿verdad?

–¿Rezas, Mathias?

–Sí, creo que rezo cuando estoy haciendo mis llamadas obras de arte. Yo siempre me he enjuiciado con dureza. Estoy en contra de la glorificación del yo. Me siento un servidor.

–¿Eres una especie de Quijote alemán?

–Eso mismo le escribí a Pedro Friedeberg, hace años. Siempre hice mis apuestas sobre una causa que, yo sabía, estaba perdida de antemano. Se trata de un quijotismo alemán, nada original. Lo malo es que ni siquiera he podido razonar con claridad. Muchas veces me confunden los propios conceptos. De allí nacen las contradicciones. Lo mismo me pasa en el trabajo. Apenas realizada una obra soñada, la tengo que destruir, aunque sea con palabras, burlándome de ella. Desde luego, me doy cuenta de que mi trabajo –aunque lleno de agitación artística– tiene fundamentalmente una preocupación ética.

–¿Eres moralista?

–No es eso, pero creo en la humildad, en la rectitud, en la importancia del servicio, o sea, de cualquier acto abnegado basado en una ética natural, fuera de toda lógica. Tan importante como hacer una obra de arte es cultivar una hortaliza, cumplir un deber profesional o educar a un niño.

–Pero, ¿no eres ambicioso? Todos lo somos...

–En toda mi vida ambiciosa no he alcanzado a inventar nada. Esto, desgraciadamente, no es falsa modestia, sino una honrada convicción. Mis ideas consideradas vanguardistas o novedosas, tienen generalmente más de 100 años de edad. Yo mismo, por falta de conocimientos, me di cuenta de eso a veces mucho más tarde. Sólo el enfoque era distinto y esto se debe a la diferencia del ambiente, de la situación y del tiempo. En el fondo mi obra es pobre, sin importancia. Mi pintura ha sido primero un reflejo y más tarde una sucesión malograda de los expresionistas alemanes, de Paul Klee y de otros; mi escultura, una mezcla confusa de múltiples influencias, entre las cuales, al lado del arte precolombino, se destacan esculturas mil veces superiores como Jean Arp o el dada Max Ernst. ¿Mis torres? ¿Mis torres? Se parecen a otras, a las de Bolonia, a las de San Geminiano.

“Veo que estás acostumbrada a tratar con los ‘artistas genios‘ que antes de ejercer la autocrítica, se alaban a sí mismos. Mi autocrítica no me destruye, sólo me hace aceptarme tal como soy. Mis últimas obras, Complejos, son casi una copia de las formas de los negros africanos, y los Clouages ya existían en la obra de Picasso. Después de reconocer esto, lo único que me queda es seguir intentando llegar al servicio espiritual y material, para que mi vida entera no sea un fracaso completo que dé vergüenza a Dios por habernos hecho nacer.”

–¡Dios mío! Tienes una fama internacional, todo el mundo te conoce, has dejado esculturas gigantescas y bellísimas en todas partes; en el Eco; en el Pedregal –esa serpiente–; la inmensa estrella en la sinagoga de Polanco; los poemas murales en las calles de Niza; los vitrales por todos admirados; la iglesia de San Lorenzo, en Puebla; la vía láctea, en el parque del Museo de Middelheim, en Amberes, Bélgica. En fin, qué sé yo, obras monumentales que tienen un reconocimiento mundial... En Israel te adoran…

–Y, ¿cuánto van a durar?