Opinión
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Isocronías

Las sombras conjuradas

E

n la Casa del Lago estudiaba mímica, en la Quinta Colorada (cuando todavía era aquella casita de sueño) poesía.

Algo de indefinición tienen o quieren tener los rostros de los mimos, que hacen que al platicar con uno sin caracterización, de persona a persona, parezca que un poquillo se borran, o bien no quieren llegar a su definición mejor. Eso los vuelve un poco niños, inocentes, queribles. Esa indefinición –recurriré, perdón por ello, a uno de mis aforismos– convoca, no demanda atención.

Miraceti Jiménez traía la vena del silencio y la palabra, de la línea y el interlineado, de la página en blanco y de la página ya amada. Optó, con su marido, Víctor Rojas, por dedicarse profesionalmente a la edición, vocacionalmente al verso. Ahora nos ha sorprendido con una novela naturalmente bien editada (El Errante es su sello), breve, ligera en la medida en que se puede ser ligero en tiempos de violencia, pero también en la medida en que se puede ser ligero al tocar temas rituales, medicinales, de nuestra por fortuna viva, profunda raíz indígena.

Podríamos decir, sin reclamo alguno de por medio, que ha escrito en Más allá de las sombras un relato juvenil, de misterio, a ratos con sus tintes policíacos, a ratos con sus tintes fantásticos, y como con una sonrisa juguetona que asienta la gravedad de algunos pasajes, sonrisa que no evade ni la malicia ni la ironía, pero que sobre todo muéstrase cautivadora, interesante por, en el mejor sentido, interesada, y no tan secretamente amiga de sus personajes.

Un periodista algo alcohólico, Abel, periodista en el Distrito Federal, decide retirarse un tiempo a la ciudad de Puebla y de allí algo más lejos, a Xochipila, donde reside su tío ciego, Marcial, buena persona formada en artes de las cuales muchos aún dudan y en las que es sin embargo posible –porque funcionan, curan– confiar. Me hubiera gustado mucho leer esta novela a los 16, 17 años (la leí en dos partes, el primer ejemplar que tuve en mis manos traía una ligera falla que me desconcertó; al retomarla –casi no dormí esa noche– seguí la historia de un tirón).

Es, bajita la mano o como por debajito del agua (esa sabia ligereza, atención del mimo), una novela iniciática. Juvenil, sí, pero ¿qué mejor edad para la iniciación? Sus personajes, a veces, pocas, no del todo dueños de su peso específico, son ahora también –buenos guías que conmigo supieron ser– mis amigos.