20 de junio de 2015     Número 93

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


Olga plantando cebolla, en Nueva York
FOTO: Joseph Sorrentino

Introducción

Mi interés en el campo de México comenzó cuando en 2003 escribí sobre los trabajadores agrícolas fuera de Rochester, Nueva York, casi todos mexicanos. Después de escribir algunos artículos, decidí visitar el campo porque quería saber lo que estaba impulsando a la gente a ir a Estados Unidos. He seguido escribiendo sobre los trabajadores agrícolas en este país –en Nuevo México, donde ahora vivo– y sobre los campesinos de México. Pero mis viajes más recientes se han centrado en la migración centroamericana a lo largo de México, ya que su destino final es casi siempre Estados Unidos, lo que un hondureño llama “la tierra prometida”. Los que vivimos aquí tenemos que ver a las personas que huyen de sus países y escuchar por qué se están arriesgando tanto.

Entre enero y marzo de este año, durante siete semanas visité y me alojé en albergues para migrantes provenientes de América Central. Durante el verano pasado, un gran número de centroamericanos, muchos de ellos niños no acompañados, fueron llegando a la frontera con Estados Unidos. Quería saber por qué los números habían aumentado de manera tan dramática y cómo era su travesía. El viaje me llevó desde la Ciudad de México hasta Apizaco, Tlaxcala; a La Patrona, Veracruz, y a Ixtepec y Chahuites, Oaxaca. Entrevisté a 35 migrantes, en su mayoría de Guatemala, Honduras y El Salvador y a 25 defensores y trabajadores de los refugios.

Hay muchas cosas que me impresionaron, pero destacan dos: la determinación de los migrantes para llegar a Estados Unidos y la dedicación de los defensores y trabajadores de los refugios.

Ha habido cambios dramáticos en la migración desde 2012, cuando pasé una semana en Hermanos en el Camino, el refugio que dirige el padre Alejandro Solalinde en Ixtepec, y un par de semanas en La Patrona, donde un grupo de mujeres, conocido como Las Patronas, han estado ofreciendo alimentos y agua a los migrantes durante 20 años. Ese 2012, en ambos lugares vi cientos de migrantes que montaban La Bestia. Volví a ambos lugares este año y la experiencia fue surrealista: tren tras tren iban vacíos, sólo transportaban a un puñado de migrantes.

El más largo de los artículos que aquí presento observa las razones por las cuales los migrantes no se están montando a La Bestia, y los textos más cortos, de una manera más personal, da cuenta de cómo era su viaje, y cómo fue el mío. Aunque la mayoría de las historias que me compartieron fueron acerca de los terribles abusos que los migrantes sufren durante su viaje, muchos también me brindaron relatos sobre la generosidad y la compasión de los mexicanos que les ayudaron cuando llegaron a los pueblos agotados, cansados. También elogiaron a los trabajadores de los refugios que laboran sin descanso para darles una ayuda, a menudo en circunstancias difíciles y en ocasiones peligrosas.

Las palabras no pueden expresar adecuadamente mi agradecimiento a todas las personas que me han ayudado a lo largo de los años: los campesinos en muchos pueblos, los abogados, los migrantes y los defensores, que fueron todos tan pacientes y generosos con este gringo durante mis estancias. Muchos compartieron sus historias conmigo y, aunque no todos ellos aparecen en mis artículos, cada historia influyó en mis escritos. Estoy agradecido con La Jornada del Campo, que ha publicado muchos de mis artículos desde sus inicios, en 2007. Sobre todo quiero dar las gracias a Lorena Paz Paredes y a Chaca Cobo, del Instituto Maya, que me han ayudado desde el año 2003. No podría haber hecho este trabajo sin ellas y estoy feliz y orgulloso de llamarlas amigas, así como compañeras.

Agradezco a Jessica Stites, editora en In These Times, y a Matthew Boudway, de Commonweal Magazine, con quienes he trabajado durante varios años, por permitir que mis textos se reproduzcan aquí. También agradezco al Investigative Fund, del Nation Institute; al Fund for Investigative Journalism y a la Puffin Foundation por financiar varios de mis proyectos. Y, finalmente, a mi esposa, Nori, por toda su paciencia y por su apoyo.

Joseph Sorrentino

La Jornada del Campo cuenta con permiso para publicar todos los artículos que aquí aparecen y que han sido antes publicados por otros medios de comunicación.

 

José estudia las distancias de su viaje
FOTO: Joseph Sorrentino

José Luis Hernández Cruz, presidente de La Caravana de los Mutilados, cuando estuvo en el DF, en el refugio CAFEMIN
FOTO: Joseph Sorrentino

Migrantes En El DF

Los primeros refugios que visito están en el Distrito Federal y, para ser honesto, no estoy seguro de lo que estoy buscando o qué preguntar. Tengo que aprender rápidamente. Sólo había hablado con migrantes en un refugio, pero los defensores me dan información que me ayuda a ver lo que está ocurriendo actualmente a los migrantes.



FOTO: Joseph Sorrentino

Jessica

Me encuentro con Jessica en un refugio en el DF y la entrevisto en su pequeña y pulcra habitación. Aunque nació siendo un varón, ahora se identifica como mujer. Viste ropa de mujer, lleva maquillaje y sus gestos son femeninos. Es directa y segura de sí misma; sabe quién es y desde el principio sabía que era gay. De alguna manera ella trabajó el coraje para decírselo a sus padres. La reacción de su padre fue inmediata. “Amenazó con matarme. Me echó de la casa”, dice. A pesar de que lloraba, la madre no dijo nada en contra de su marido, pero hizo que le diera a Jessica dos mil quetzales. Jessica pasó varios años en El Salvador antes de regresar a Guatemala para quedarse con una tía en una ciudad lejos de su casa. De alguna manera, su padre se enteró y de inmediato “envió a tres hombres a la casa donde me estaba quedando. Los envió a matarme”. Ella se las arregló para escapar y en 2008 decidió hacer su camino a Estados Unidos, montada en La Bestia. En el camino, la golpearon, robaron y casi secuestraron. Vivió durante tres meses en Tucson, Arizona, antes de ser deportada. A pesar de los peligros que ha enfrentado en su viaje a través de México, está intentando una vez más llegar a Estados Unidos. “Quiero ir allá para escapar de la violencia en Guatemala”, dice.

Esa noche yo trato de entender cómo un padre puede ordenar el asesinato de su propio hijo. Y no puedo.



FOTO: Joseph Sorrentino

Hermana Lety

La hermana Lety se sienta en una pequeña sala de conferencias en el grupo Migrantes en el DF, donde ella ha sido directora durante dos años. Le pregunto si ayudar a los migrantes es peligroso. “Los migrantes son mercancía para el crimen organizado y nuestro trabajo defendiéndolos representa una desventaja para esos criminales”, dice ella. “Por eso hemos recibido muchas amenazas”. Señala que dos trabajadores del grupo fueron asesinados en el Estado de México en noviembre; fueron balaceados –muy probablemente por una pandilla a la que habían denunciado por agredir a los migrantes–. Le pregunto si tiene miedo. “Por supuesto que tengo miedo”, dice. “Pero más importante que tener miedo es nuestro compromiso de ayudar a los migrantes”.



Dormitorio masculino, La Sagrada Familia
FOTO: Joseph Sorrentino

El Otro Lado

Muy pocos migrantes hablan de ir a Estados Unidos; casi siempre dicen “el otro lado”. Algún lugar místico, un paso desde una vida llena de sufrimiento hacia algo mejor. Quiero decirles que realmente no va a ser mucho mejor para ellos allá. Lo sé porque yo vivo allá y he escrito sobre los trabajadores que sus países suministran a nuestros campos. Los salarios son bajos y lo poco que ganan a menudo es robado por contratistas de mano de obra sin escrúpulos. Su juventud será robada por el trabajo brutal. Ellos viven en constante temor de la deportación. Pero, ¿quién soy yo para decir nada malo del otro lado, cuando sus vidas en sus países de origen están llenas de miedo, violencia y pobreza extrema? ¿Quién soy yo para disminuir incluso por una fracción la esperanza que los mantiene para avanzar de cara a tan terrible viaje? Yo les digo que cruzar la frontera es difícil y peligroso, pero puedo ver que mis palabras no tienen ningún efecto. Cada uno está convencido de que ser únicos y que Dios les sonríe y les da la bienvenida al otro lado.



Ronnie Alexander Andino Serrato, hondureño, en La Sagrada Familia FOTO: Joseph Sorrentino

Apizaco

Me hospedo en hotel barato en Tlaxcala y diariamente tomo un autobús a Apizaco, donde hay un albergue para migrantes. Me quedo en Tlaxcala durante una semana y disfruto mucho de mi tiempo allí; rápidamente se convierte en una de mis ciudades favoritas en México. Algunos días resulta demasiado el contraste entre la belleza y la amabilidad de esa ciudad y las historias que me comparten los migrantes. Me siento en el zócalo un viernes por la noche, escucho música, veo a la gente disfrutando y de nuevo encuentro en mis pensamientos a la deriva a los migrantes que conocí ese día, preguntándose si van a sobrevivir al viaje.



Los hombres se afeitan en La Sagrada Familia
FOTO: Joseph Sorrentino

La Sagrada Familia

Las vías del tren están a sólo 10 o 15 metros desde el patio del albergue La Sagrada Familia en Apizaco, Tlaxcala. Están lo suficientemente cercanas como para hacer contacto visual con los custodios que viajan en los trenes, todos vestidos de negro y con pasamontañas que cubren sus rostros. Son de seguridad privada contratada por los ferrocarriles para mantener a los migrantes fuera de los trenes. Me imagino que están vestidos así para intimidar a la gente, y funciona; es escalofriante verlos en los trenes, especialmente cerca de La Sagrada Familia porque las vías están en un nivel más alto que el refugio. En su paso, los custodios miran con desprecio a los migrantes que están en el patio.
Cuando los trenes pasan por el albergue, lo cual ocurre con bastante frecuencia, los migrantes dejan lo que están haciendo y los miran. Es una sensación extraña, una mezcla de expectación y temor. Ellos saben lo que viene.


Migrantes en La Sagrada Familia ven pasar un tren FOTO: Joseph Sorrentino

FOTO: Joseph Sorrentino


Migrantes duermen afuera, refugio La Sagrada Familia
FOTO: Joseph Sorrentino

José LuIs Loera

José Luis Loera ha trabajado con los refugiados desde 1983; ese año estuvo en Chiapas ayudando a los guatemaltecos que huían de la guerra civil del país centroamericano. Su trabajo también lo llevó a Bosnia; ahora en México es coordinador de la Casa de Refugiados. Después de más de 30 años de labor con los refugiados, es difícil imaginar cómo él puede continuar. Al final de una larga conversación de una hora, me cuenta dos historias que contestan esa pregunta. “Cuando pienso en por qué hago esto, dice, todo el trabajo, todos los problemas, lo que realmente logramos, lo que puedo decir es: la mujer que duerme aquí, en el piso de abajo, está segura. No está en las calles. Y también pienso en esta mujer, una mujer indígena; estábamos en una comida con un montón de gente, incluyendo algunos refugiados. Siempre me acuerdo de lo que dijo una mujer joven después de esa comida: ‘Mucha gente piensa que estamos huyendo de nuestros países para encontrar el sueño americano, pero lo único que quería era esto… comer sin miedo’”.


Ezequiel

Ezequiel, hondureño, es bilingüe y pasó diez años en Estados Unidos, trabajando en la industria de la construcción en Florida. De hecho, me lo encontré en Hermanos en el Camino en 2012, pero su historia la incluyo aquí porque él describe el viaje en La Bestia de una forma muy bella.

Él habla inglés, y debido a eso pasamos mucho tiempo juntos. Él me ayuda con algunas de las entrevistas. Me habla sobre la necesidad de volver a Estados Unidos, sobre cómo, una vez que llegue a la frontera, su jefe le enviará el dinero para llevarlo al otro lado. Se queja mucho de las condiciones y de la comida en el refugio, lo que me molesta un poco. El personal del refugio hace todo lo posible, ya que se tambalean de una crisis a otra crisis.

Una noche nos sentamos juntos en un patio de cemento. Ezequiel estaba planeando salir a la mañana siguiente y esperaba irse en La Bestia. Está pensativo y no dice mucho; debe estar preocupado por lo que se enfrentará en el viaje, ya que, sin haber mediado pregunta, él empieza a hablar de La Bestia. “Ese tren”, dice, “destruyó una gran cantidad de personas, mucha gente. ‘Killin ‘, ‘cuttin’ de sus piernas, brazos. Ellos llaman a ese tren La Bestia. Eso está en la Biblia. Tal vez ese tren es de lo que están hablando. No lo sé. Yo no tengo ninguna religión. Dicen que hay un Dios, pero nadie sabe dónde está. Seguro que no está en La Bestia”.

Nos sentamos en silencio durante algún tiempo y luego se dirige a la cama. A la mañana siguiente, él se ha ido.


Ixtepec y Chahuites

Cuando me alojé en Hermanos en el Camino en 2012, cientos de migrantes viajaban montados en La Bestia; el refugio estaba lleno, pero la gente sólo se quedaba un día o dos, a veces sólo hacía allí una comida, y continuaba su viaje. Ahora, La Bestia va vacía pero el refugio continúa lleno. Poco después de que inició el Programa Frontera Sur, el padre Alejandro Solalinde, fundador de Hermanos en el Camino, abrió un segundo refugio en Chahuites. La mayoría de los migrantes en ambos refugios han sido asaltado y están solicitando visas humanitarias que les permitan permanecer en México legalmente. En Chahuites, el grueso de los migrantes permanecen sólo un día o dos, pero en Ixtepec, muchas personas lo hacen durante semanas o meses. Se sientan en bancos de hormigón, asisten a clases de inglés, organizar partidos de fútbol o reposan en colchones que arrastran hacia debajo los árboles en un intento por escapar del calor implacable. Y esperan.


Carlos Moriano y voluntarios colocando un cartel en Chahuites
FOTO: Joseph Sorrentino

Maricela y Alberto Delgado, los migrantes nicaragüenses en Chahuites
FOTO: Joseph Sorrentino


Migrantes que transitan Chahuites FOTO: Joseph Sorrentino

Mendigando en las esquinas

Es sorprendente la cantidad de migrantes que abandonan sus países de origen con sólo unas pocas cosas adentro de una pequeña mochila y un poco o nada de dinero. Los que traen dinero lo ocultan en alguno en sus zapatos o lo introducen en una costura de su ropa con la esperanza de que, si los asaltan, los criminales no lo encontrarán. Pero los delincuentes saben dónde buscar y les roban los zapatos y la ropa, así como todo lo que hay en la mochila; así que los migrantes se quedan sin nada. Se quedan a expensas de la generosidad de los residentes en los pueblos y las ciudades por los que pasan. En Juchitán, que está a sólo 40 minutos más o menos en autobús desde Ixtepec, siempre se ve gente en las esquinas con una mano estirada y la otra sosteniendo un pasaporte centroamericano.



Maricela Delgado, nicaragüense, en el refugio de Chahuites con su marido FOTO: Joseph Sorrentino

Carla

Las palabras de Carla salen a torrentes. No importa cuántas veces le pida yo que hable más lento para que René, que me está ayudando, pueda traducirla, ella sigue hablando de forma acelerada. Lo único que la frena son los sollozos que jalonean su historia.

Carla, una madre soltera de 40 años de edad, salió de El Salvador a finales de enero. “Yo era apicultora”, dice. “El 27 de enero, los maras me llamaron y me advirtieron que tenía que pagar mil dólares antes del 31 de enero. Si yo no pagaba, iban a matar a uno de mis hijos. Me fui al día siguiente, antes del amanecer”. Ella tiene cinco hijos y dejó cuatro de ellos con su madre. Se llevó a su hijo de 18 años de edad, ya que “él es el que enfrenta mayor peligro con los maras”, quienes, se sabe, reclutan por la fuerza a los jóvenes. Su hermana también se fue con ellos.

No tuvieron problemas para cruzar hacia México, pero sus temores no terminaron en la frontera. “Teníamos tanto miedo que no podíamos dormir”, dice. “Miedo porque en El Salvador, ellos no hablan. Sólo matan. Teníamos miedo de que ser perseguidos y asesinados”.

Sorprendentemente, Carla y sus acompañantes no tuvieron problemas hasta que, en Juchitán, a unos 45 minutos para llegar al refugio Hermanos en el Camino, en Ixtepec,  cuatro policías detuvieron el autobús donde iban: dos comenzaron a buscar migrantes dentro del vehículo y los otros dos esperaron afuera. Carla tuvo suerte: no le pidieron su identificación. “No me veo como un migrante”, dice. Su hijo y su hermana fueron desafortunados; los sacaron del autobús junto con otros cinco migrantes. “Los policías les pidieron dinero”, dice, “y como no tenían, los llevaron a Inmigración”, donde los deportaron.

Carla continuó hasta el refugio donde pidió ayuda a Alberto Donis Rodríguez, coordinador del refugio. Se apresuró a ir al Instituto Nacional de Migración (INM); le dijo a Carla que sus familiares fueron detenidos ilegalmente, pues sólo el INM tiene autoridad para pedir identificación a los migrantes, y por tanto debían ser liberados. Le pidió que fuera paciente. A ella le pesaba la espera. “No tengo razón alguna para ser migrante”, comentó ella. “Tengo un negocio bonito, trabajadores, y de repente perdí todo”.

Veo a Carla varias veces durante mi estancia en Hermanos en el Camino y ella siempre luce preocupada y agotada; se ve como si apenas durmiera. En mi último día allí, me encuentro con ella de nuevo y, por primera vez, está sonriendo. Le dijeron que su hijo y su hermana serían liberados más tarde ese día.  La alegría está escrita en su rostro.
Un par de semanas más tarde, envío un correo electrónico a René y le pregunto qué pasó con Carla y con su hijo. Tanto él como la hermana de Carla habían sido deportados. No se dio ninguna explicación.

Carla no aceptó ser fotografiada, por el temor que tiene de las pandillas


La clase de inglés con Ángela, en Hermanos en el Camino
FOTO: Joseph Sorrentino


Alfonso, en el refugio de Chahuites FOTO: Joseph Sorrentino

Clases de inglés

Ángela, una voluntaria de Grecia, da una clase de inglés muy básico a cerca de 30 migrantes en Hermanos en el Camino. Todos ponen mucha atención. Quieren aprender el idioma que necesitarán en Estados Unidos. Ha escrito algunas frases importantes en un tablero, en español y en inglés. Junto de las palabras en inglés, tiene traducciones fonéticas.

¿Cómo te llamas? What is your name? Guat is yur neim?

Mi nombre es… My name is... Mai neim is...

Los migrantes copian las frases obedientemente en pedazos de papel que luego doblan y colocan en sus bolsillos.

Ángela le dice a sus alumnos que cuando alguien pregunta de dónde eres, tú dices: “I am…”” Un joven grita: “I am Salvador” y ella lo corrige suavemente: “I am Salvadoran”, dice, “I am Honduran” Desde el fondo, otro hombre joven dice fuerte: “We are migrants”.



Isamel en el refugio de Chahuites FOTO: Joseph Sorrentino


Isamel pone la mesa para el almuerzo FOTO: Joseph Sorrentino


Las heridas infectadas en los pies de los migrantes
FOTO: Joseph Sorrentino

Isamel

Isamel está de pie afuera del refugio Hermanos en el Camino, en Chahuites, cuando llegamos por la noche. Mucha gente se arremolina a mi alrededor tan pronto como se enteran de que soy no sólo un gringo, sino también periodista; se empujan unos a otros para acercarse a mí y contarme sus historias. Ismael, de Honduras, con 24 años, una cara bella y una sonrisa tímida. Ella viaja con su esposo y un primo y han caminado la mayor parte del camino desde Tapachula a Chahuites. “Las combis cuestan demasiado”, dice. “Usamos el dinero que tenemos para comida”. Ellos fueron asaltados justo antes de llegar a Arriaga, pero ella dice que podría haber sido peor. “Lo importante es que no nos golpearon ni me violaron”. Al igual que otros migrantes, ellos se instalan en las esquinas pidiendo unos pesos para comida o transporte. Se les ve en muchas ciudades, con una mano hacia arriba y la otra sosteniendo un pasaporte centroamericano.

Isamel camina suavemente porque sus pies tienen ampollas y están empezando a infectarse. Le pregunto cómo puede continuar hacia Estados Unidos con los pies tan gravemente heridos. “No me importa”, dice ella. “Nos vamos. Ese es el espíritu que uno debe tener”. Ella no tiene ningún ungüento antibiótico, así que le doy uno que yo traigo.

En mi último día en el refugio, escribo algunas notas y ella se sienta cerca de mí y pide un pedazo de papel. Le doy un par de hojas de mi cuaderno y vuelvo a mi escritura. Creo que ella sólo hace garabatos en el papel, pero me lo da cuando termina. Por un lado es un dibujo de un perro con las palabras: “Para Pepe”. Por el otro lado es una flor y un “¡Hola Pepe!” Cuando llego a casa, coloco el papel en una pared cerca de mi computadora. Cuando lo miro me pregunto dónde está ella. Y me preocupa.



Noel caminando FOTO: Joseph Sorrentino

Noel

Noel es un joven de 16 años de El Salvador que conocí cerca del refugio Hermanos en el Camino, en Chahuites, Oaxaca. Ocho de nosotros vamos de regreso al refugio cuando lo vemos. Está solo, va por un camino de tierra estrecho que es paralelo a las vías del tren. Al igual que todos los migrantes, carga una pequeña mochila y camina con paso decidido. Cuando nos ve, su primer impulso es correr: cree que estamos con Inmigración. Pero Carlos le explica lo que somos y Noel se une a nosotros en camino al refugio. Él anduvo a pie la mayor parte del camino desde El Salvador y seguirá así la mayor parte del camino a la frontera con Estados Unidos. Le pregunto por qué quiere ir allá y me dice que lo requiere para encontrar un trabajo. Su madre tiene cáncer y él tiene que ayudarla. Esa noche saca un delgado colchón y duerme a la intemperie con el resto de los migrantes.

A la mañana siguiente, Noel está sentado a unos pasos de mí, en un muro bajo, con la mochila a sus pies. Quiero entrevistarlo pero decido esperar hasta después del desayuno. Me imagino que el niño tiene hambre. Doy un paso afuera de la vivienda y cuando volteo, lo veo caminando por la calle polvorienta con otro chico que parece ser de la misma edad, ambos con sus mochilas a la espalda. Me siento confundido al principio. Me pregunto adónde se dirigen, pero cuando llegan a la esquina, lo sé. Se dirigen al Norte, ni siquiera esperaron 15 minutos para el desayuno. Me enojo por no haberlo entrevistado. ¿Cuándo voy a aprender a no dejar pasar la oportunidad de hacer una entrevista? Este reclamo me lo hago continuamente durante la mayor parte de ese día.

Más tarde, cuando pienso en Noel de nuevo, me doy cuenta de que cuando se fue, él me dijo lo único que tenía que había dicho. No tenía tiempo que perder porque tenía que llegar a Estados Unidos para encontrar un trabajo para ayudar a su madre que tenía cáncer. Así que él ató su mochila y se fue sin esperar al el desayuno. ¿Qué podría haberle preguntado que provocara una respuesta tan elocuente como esa?



El brazo de Edward luchando con un amigo
FOTO: Joseph Sorrentino

Bajar del autobús

Me encuentro con cuatro hondureños negros en Chahuites. Además de español, hablan una lengua africana y Edward habla inglés también pues estuvo unos cuantos años en Estados Unidos. Uno de ellos –nunca supe su nombre–, disfruta golpeando sobre la mesa ritmos africanos y, como yo toco el tambor, me uno a él. Él era mucho, mucho mejor que yo, pero, afortunadamente, no se burlan de mí y me dejan tocar con él. Ellos tienen siempre una manera para entretener a la gente en el refugio, y cuando se sientan en el pequeño patio delantero, frente a la calle donde se puede conseguir comida por unos cuantos pesos, siempre la gente se ríe de sus historias y sus danzas salvajes. Cuando salgo de Chahuites, veo a cuatro de ellos en el autobús. Después de aproximadamente una hora, entramos a un pequeño pueblo donde se bajan del autobús y se alejan apresurados. Se inclinan ligeramente como si trataran de hacerse invisibles. Unos minutos más tarde, a las afueras del pueblo, Inmigración para el autobús y dos agentes entran buscando migrantes.



Banda tocando en el 20 aniversario de Las Patronas. Cuando pasó un tren, la gente se acercó, pero no había migrantes allí. La banda siguió tocando. FOTO: Joseph Sorrentino

Los trenes vacíos

Durante 20 años, Las Patronas han estado repartiendo comida y agua a los migrantes que montan La Bestia, pero ahora su trabajo ha cambiado. La Bestia todavía atraviesa el pueblo y las mujeres todavía se reúnen a la llegada de cada tren, pero hay pocos migrantes y muchos trenes están vacíos. En 2012, Las Patronas construyeron un pequeño dormitorio que, pensaban, sería utilizado por los migrantes lesionados o por aquellos que necesitan un descanso del viaje agotador. Pero ahora, cada día, un puñado de migrantes aparecen, cansados, sudorosos y hambrientos. La mayoría se quedan por unos días antes de continuar. “Nuestro plan era ser un comedor pero ahora, con el Programa Frontera Sur, nos hemos convertido en un refugio”, dice Norma Romero Vázquez, coordinadora del grupo. “Es triste para nosotros cuando se van porque compartimos nuestra comida con ellos, llegamos a conocerlos. Sabemos que es peligroso, pero les damos ropa, comida, un lugar para descansar, así que también estamos contentas porque hemos hecho todo que podemos hacer”.



José Daniel espera en las vías para repartir los alimentos
FOTO: Joseph Sorrentino

José Daniel

José Daniel es un chico inconteniblemente optimista de Honduras. Cuenta con 18 años, pero, dice con orgullo: “en mayo voy a cumplir 19”. Al igual que todos los migrantes, está convencido de que va a llegar a Estados Unidos. “Voy a hacer cualquier trabajo”, afirma. “Si me dicen que limpie el baño, yo lo haré. Si dicen que el trabajo es en un restaurante, lo haré. Si es en una casa, también”.

Atrás, en Honduras, su padre trabaja como guardia de seguridad y gana mil cien limperas por semana, unos 770 pesos. “Quiero trabajar para ayudar a mi familia”, señala. “Allá hay un dicho: Padre es primero. Mis hermanas no pueden ir a la escuela porque cuesta demasiado. Quiero trabajar, y enviarles la mitad de mi dinero para que puedan comprar ropa, comida y no tener hambre”.

En su cartera, tiene una foto pequeña de su hermana. Ella tiene 13 años. Tiernamente saca la foto y me la muestra; la voltea y señala su nombre, que está escrito legiblemente en la parte posterior de la imagen: Glenda Isabel. Mete la foto de vuelta en su cartera y luego pone su cabeza en sus manos durante varios minutos. Creo que solloza, pero cuando levanta la cabeza, su sonrisa está de vuelta.

Una noche me pregunta sobre mi viaje, cuánto tiempo había estado yo fuera. Le hablo de las paradas, el número de semanas que había estado viajando, lo difícil que era oír historias de la gente y que dormir constantemente en un lugar diferente resulta duro. Le digo lo mucho que extraño a mi esposa. Entonces me detengo, me siento tonto y me disculpo. ¿Qué es mi viaje en comparación con el de él?


Zapatos nuevos


José, un migrante de El Salvador, necesitaba zapatos nuevos
FOTO: Joseph Sorrentino

José necesita un par de zapatos.

Estoy de pie en el patio de un pequeño refugio en La Patrona, Veracruz, cuando José y Jorge se me acercan tímidamente y me preguntan si, tal vez, puedo yo regalarle a José mis zapatos. Jorge pregunta porque José es muy penoso. Me disculpo y les digo que no puedo. Están sucios, pero los necesito. Además, la parte superior de la cabeza de José apenas alcanza mi hombro y sus pies nadarían en mis zapatos. Si José hubiera conseguido los zapatos, indudablemente los hubiera rellenado de periódico o papel higiénico, que es lo que usa ahora para mantener las correas de las sandalias que se compró en un par de tallas más grandes a las que requiere, y que le lastiman la piel superior de sus pies. José dice que entiende y se aleja, cojeando ligeramente, adolorido de los pies luego de andar varias semanas con aquellas sandalias demasiado grandes.

José y Jorge son salvadoreños y, al igual que cientos de miles de migrantes centroamericanos que tratan de llegar a Estados Unidos, ya no pueden subirse a La Bestia. Así que están, literalmente, andando a pie gran parte del camino. Migrantes me cuentan historias de caminar a través de las montañas donde a veces espían animales salvajes, incluyendo anacondas. “Si la anaconda ya comió, uno pude estar seguro”, me dice uno de ellos. Yo no pregunto qué tan seguro es si la anaconda no ha comido. Ellos caminan durante días y días, llegando a los refugios con los zapatos que les quedan mal, con ampollas infectadas en sus pies, y sin embargo continúan. ¿Qué posibilidades tienen los muros y las vallas que Estados Unidos construye en su frontera sur de frenar a estas personas que están tan determinadas?



Jorge posando delante del mural en La Patrona
FOTO: Joseph Sorrentino

Norma lanza una bolsa de comida a un migrante que monta La Bestia en La Patrona FOTO: Joseph Sorrentino

Carlos con una taza de café en La Patrona
FOTO: Joseph Sorrentino

Una migrante en el refugio de Chahuites
FOTO: Joseph Sorrentino


Todos los días varios migrantes llegan al pequeño refugio de La Patrona FOTO: Joseph Sorrentino

Números telefónicos

Carlos es un salvadoreño tranquilo de 51 años de edad que trabajó durante 25 años en la industria de la construcción en Estados Unidos, sobre todo en Los Ángeles. Fue deportado, por tercera vez, en octubre de 2014, y el 21 de enero de este año él estaba en su camino hacia el norte de nuevo. Nos reunimos en La Patrona. Su esposa murió hace varios años pero aún tiene cuatro hijos en EU y está desesperado por verlos. “Todo el que viaja por este camino tiene fe en Dios”, dice. “Tengo fe. Llegaré gracias a Dios. Es lo principal para mí. Yo creo que Dios decide quién entra y quién no. Si tienes fe, pasarás. De otra manera, no lo harás”.

Pregunto a Carlos si él habló a sus hijos por teléfono y me dijo que no; que no llevaba su número de teléfono. “Uno no carga los números, porque si pierde ese papel, le llaman a su familia y dicen que está secuestrado”, comenta. “Esto le pasó a un amigo mío. Perdió el papel y alguien lo encontró y llamó a su familia diciendo que fue secuestrado. La familia envió dinero. Él ya estaba en Estados Unidos”.

Una tarde, Carlos estaba con su sobrino, Miguel. Los dos viajaban juntos. Carlos tenía un pequeño trozo de papel en una mano y había allí un número telefónico. Miguel estaba diciendo el número, pero cometía errores y Carlos lo corregía suavemente. Una y otra vez, Miguel repitió el número hasta que se lo aprendió de memoria. Entonces Carlos rompió el papel.


César Agusto Cruz, migrante de Guatemala en La Patrona
FOTO: Joseph Sorrentino

Migrante en Chahuites
FOTO: Joseph Sorrentino

Evelyn

Me encuentro con Evelyn Noemí Durán Hernández, guatemalteca de 22 años. Estamos el pequeño refugio en La Patrona. Ella viaja sola atravesando México. “No tengo miedo”, dice sobre el trayecto. Esto a pesar del hecho de que los maras se subieron al tren en el que viajaba y le robaron todo su dinero y sus zapatos. Le digo que el recorrido es muy peligroso. “Es igual en Guatemala”, dice ella. “Es tan peligroso viajar en un autobús o en camioneta en Guatemala como en el tren. Sólo es diferente en las montañas aquí, porque hay animales”.


Evelyn de pie sobre las vías del tren en La Patrona
FOTO: Joseph Sorrentino

Evelyn en La Patrona
FOTO: Joseph Sorrentino
 
opiniones, comentarios y dudas a
[email protected]