20 de junio de 2015     Número 93

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Mujeres de san quintín: de la
vulnerabilidad a la insurgencia


FOTO: David Bacon

Gisela Espinosa Damián Académica de la UAM-Xochimilco

Medio siglo tuvo que transcurrir para que mujeres y hombres que jornalean en el Valle de San Quintín, otrora vulnerables y resignados, protagonizaran un movimiento de gran magnitud para que sus mínimos derechos laborales y sociales sean cumplidos.

Mucho ha cambiado desde que llegaron los primeros migrantes a aquel valle: en los años 50’s del siglo XX, apenas se habían perforado los primeros pozos profundos para irrigar campos yermos en una región semidesértica. El sudor y las lágrimas de jornaleros y jornaleras han hecho el “milagro” de que un puñado de empresarios agrícolas se enriquezca mientras decenas de miles de sus trabajadores sobreviven en condiciones precarias e inhumanas. Cuentan las Mujeres en Defensa de la Mujer (Naxihi na xinxe na xihi), organización de ex jornaleras que ahora difunden y promueven los derechos laborales, reproductivos y por una vida libre de violencia entre las jornaleras:

Yo trabajé mucho en el Rancho Los Canelos ABC. Esos Canelos podían construir un campamento a medio cerro en dos días. Me tocó formar parte de las cuadrillas de los pitufos, así nos llamaban a todos los niños. Cada cuadrilla se componía de 35 o 40 niños y niñas manejados por personas mayores. No éramos una, éramos seis o siete cuadrillas, desyerbando, hilando, haciendo las otras actividades que ellos creían livianas. En aquel tiempo los niños no eran niños. A los ocho años ya traían facciones de una persona adulta porque trabajaban en el campo.

El prometedor futuro ofrecido por los enganchadores contrastó con las realidades: esperanzados migrantes llegaban exhaustos a San Quintín luego de largos viajes en autobuses de tercera clase con más viajantes que asientos; tenían que aceptar el hacinamiento en campamentos precarios, y trabajar de inmediato largas jornadas por bajísimos jornales. San Quintín no era la tierra prometida sino un mundo desalmado, duro y lejano a su lugar de origen.

Yo viví en campamentos pésimos ¡Los niños! ¡Lloradera por todos lados! Nos metían a vivir como borregos, creian que en nuestros pueblos dormíamos simplemente sobre el piso de tierra ¡No era cierto! Nos dijeron que nos iban a dar un cuarto ¡Tampoco era cierto! En cada cuarto había varias familias ¡Así no vivíamos en el pueblo! Era mucho sufrimiento. Viví en un campamento largo con habitaciones divididas por lámina, cada una con un agujero arriba, por ahí, el humo de allá se venía aquí y el de aquí allá. El humo recorría todo el túnel de las casas. Se veía si la vecina se estaba peleando o si tú te estabas bañando. No tenías intimidad ¡Era una cosa espantosa! Yo lloraba y le decía a mi papá “¿Por qué me trajiste a vivir aquí?”. Era un infierno. La violencia se miraba en todos lados y tal vez las mujeres, los hombres y los niños creíamos que era normal.

No era fácil escapar del salvajismo agroindustrial. El retorno a Oaxaca, por ejemplo, consumía entre dos y tres días y varios transbordos en vehículos que con frecuencia se descomponían; el gasto del regreso reducía los escasos ahorros del jornaleo. Además: “¡Volver!, ¿a qué?”. Así, decenas de miles de migrantes fueron quedándose en San Quintín. La colonización que bordea 137 kilómetros de la Carretera Transpeninsular, donde hay insuficiente servicio de electricidad, alumbrado público, agua potable, pavimentación y drenaje; escasez de centros de abasto, escuelas y servicios de salud; contrasta con los verdes y modernísimos campos agrícolas y sólo se explica por la necesidad extrema. Como dicen las defensoras de derechos: “Es muy triste vivir así, pero más triste es no tener trabajo”.

El Valle de San Quintín era, y en gran medida sigue siendo, un paraíso laboral libre de regulaciones que obliguen a los empresarios a reconocer derechos y obligaciones, tienen libertad total para acumular grandes fortunas fincadas en miserables salarios sin institución que medie y vigile la relación trabajo-capital. La colusión de gobernantes y servidores públicos con agroexportadores (a veces son los mismos) es la norma, agravada por un trato racista hacia trabajadores que en su mayoría tienen cultura y lenguas indígenas y que, en la revoltura de los campamentos y en las nuevas colonias populares, han perdido las estructuras comunitarias que los fortalecían como grupo.

La matriz de opresiones empeora para las mujeres, pues al incumplimiento general de derechos laborales y al trato racista y sexista de sus empleadores y de la sociedad nativa, se suma el sexismo indígena y rural. El entronque patriarcal toca fondo en la vida de las jornaleras.

Quedarse a vivir en San Quintín no sólo ha significado sufrimiento, sino reinvención de la comunidad en un contexto multiétnico, pluricultural y multilingüe. En la producción de lo común fuera del lugar de origen, la injusticia laboral ha sido punto de convergencia y compartencia desde donde se resignifican valores comunitarios y se incorporan modernos derechos en busca de la vida digna negada allá y aquí. Elevar el mísero jornal ha sido un importante motor de lucha. Otra vez hablan las naxihi:

Yo vivía en el campamento El Aguaje del Burro, en Camalú. Los salarios eran muy bajos y en el 85, 86, fuimos organizando un paro laboral, nos juntamos ocho cuadrillas del tomate y de la fresa. No todos estaban de acuerdo y el paro se hizo en medio de jitomatazos y piedras. Se logró elevar el pago de la pizcada de fresa de uno cincuenta a tres pesos ¡Fue un éxito! Pero 20 familias fuimos corridas y nos identificaron como grilleros. Nos fuimos sin nada, con miedo porque estábamos boletinados y ya nadie nos quería contratar.

El paro de 2015 no es el primero, pero sí el más amplio, el de mayor impacto regional, nacional e internacional; el que mostró el papel y el poder del jornaleo en los emporios agroexportadores; el que sentó a negociar –no sin resistencias y desaires racistas– a empresarios, funcionarios y gobernantes con sus trabajadores; el que evidenció a una clase trabajadora más preparada y unida, pese a diferencias internas y dificultades para concertar acciones en un movimiento vertiginoso, amplio y disperso a los largo de muchos kilómetros. La nueva comunidad jornalera de San Quintín transita del subsuelo social y de la vulnerabilidad a la insurgencia laboral y social.

Las mujeres de San Quintín han contribuido al movimiento actual de múltiples maneras: como jornaleras (62 por ciento de ellas forma parte de la PEA regional (la media nacional es del orden del 40 por ciento) participan activamente en acciones y movilizaciones aunque sólo una de ellas, Lucila Hernández, haya estado en la dirigencia por un breve periodo. Pero no sólo forman parte del gran contingente que protesta: desde hace tres lustros algunas emprendieron proyectos colectivos para complementar el sustento familiar y recuperar saberes y prácticas indígenas; desde hace una década, algunas iniciaron la organización en torno a la difusión y defensa de derechos laborales y la formación de defensoras en diversas colonias del San Quintín. Y desde 2008 también se han difundido y defendido los derechos reproductivos y a una vida libre de violencia. Gracias a esa labor informativa y generadora de conciencia, lenta y profunda, el “ya basta” contra el acoso y el hostigamiento sexual se ha colocado entre las demandas centrales del movimiento.

Otros problemas se han ido reconociendo: apenas el nueve por ciento de las jornaleras en trance de ser madres gozan de su incapacidad de ley, el despido por embarazo es frecuente, así que ser madre jornalera implica más riesgos físicos y de salud y más desempleo e incumplimiento de derechos. Ni se hable de tiempo para lactancia, o de guarderías que debieran auxiliar a padres y madres trabajadores, cuya carencia resuelven las jornaleras como pueden, a costa de su bienestar y el de sus hijos. También han ido reconociendo que la violencia estructural y laboral no excluye violencia intrafamiliar o comunitaria; y que en su propio cuerpo se viven violencias y padeceres propiciados por acción u omisión de instituciones estatales, gobernantes, empresarios y sociedad local, pero también de compañeros de vida y de trabajo, familiares y vecinos del mismo grupo étnico o de otros grupos.

La reflexión sobre su propia experiencia en ese valle de lágrimas y de esperanzas explica en parte la fuerza y magnitud de la lucha actual, pero el cuestionamiento a los bajos salarios, las largas jornadas, las carencias de servicios en la vivienda y en la colonia popular; la desnaturalización del trato racista en los modernos campos agrícolas y en el lugar donde se habita; la criticas que poco a poco van haciendo al sexismo de instituciones públicas, empresarios o mayordomos, y al machismo familiar y comunitario, también se alimentan del conocimiento de derechos laborales, indígenas, reproductivos y a una vida libre de violencia; del contacto con diversas culturas y organizaciones laborales, feministas y sociales. En este caso, como en muchos otros movimientos sociales, las mujeres están dando dobles o triples batallas: por justicia laboral, étnica y social, pero también por inclusión de género y respeto a sus derechos como mujeres ante los consabidos adversarios y ante sus compañeros de vida y de lucha.

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