20 de junio de 2015     Número 93

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Vale la pena*


Laura Gutiérrez López esperando a su niña FOTO: Joseph Sorrentino

Joseph Sorrentino

Olga canta quedito mientras trabaja en el campo, se inclina sobre pequeños agujeros que un tractor hizo unos minutos antes y los rellena con plantas de cebolla. Coloca dos o tres plantas en uno de los hoyos, barre un poco la tierra, da un paso, y repite la operación. Le toma cerca de tres horas llenar una fila de 427 metros de largo. Con eso, ella gana 32 dólares. Normalmente planta dos filas al día. Con el rostro cubierto con un pañuelo rojo, parece un poco una zapatista que cuida su identidad. En realidad Olga lleva ese pañuelo para protegerse del polvo y los pesticidas que se mueven en el aire cada vez que un tractor o camión pasa por allí. Al parecer, ella es la única, entre unos 30 trabajadores, que parece preocupada por eso.

Olga trabaja en un campo de cebollas en el oeste de Nueva York, a una hora en coche desde Rochester. El suelo aquí –rico, oscuro y húmedo– es denominado lodo y resulta perfecto para el cultivo de la cebolla. Estamos a finales de abril, mucho más allá de la temporada normal de siembra de las cebollas, pero una primavera inusualmente húmeda ha alterado los tiempos. Olga ha estado al aire libre en medio del clima húmedo y fresco durante un par de semanas, trabajando de ocho a diez horas al día, seis o siete días a la semana. Cuando no está en el campo, está en un centro de embalaje clasificando cebollas –un trabajo que ella prefiere–. En un día ocupado, más de 2.25 kilos de cebollas rodarán por una cinta transportadora cada hora, y ella y otra mujer tratarán de encontrar y desechar las malas. Ella dice que el trabajo en el centro de embalaje es más fácil que el de los campos, pero le requiere mantenerse en pie en un solo lugar todo el día y termina con dolor de espalda y las piernas hinchadas. “Casi todas las mujeres tienen venas varicosas. Yo también”, me dijo.

Como la mayoría de los trabajadores agrícolas en Estados Unidos (EU), Olga es originaria de México. Pero a diferencia de la mayoría de los jornaleros, ella no realizó este tipo de trabajo allá; era empleada de una papelería. “Nunca había plantado nada antes (de venir a los EU)”, dijo, “y el trabajo era tan difícil. Lloré durante meses, cuando vine por primera vez aquí… Trabajo con calor, bajo el sol, en la tierra”. Olga, que tiene tres hijos, es mayor que la mayoría de la gente con la que trabaja. En una ocasión vio a otra mujer llorando mientras estaba plantado, tal como ella había llorado años atrás. Olga interrumpió su faena y se acercó a hablar con ella. Le preguntó a la mujer cuánto tiempo llevaba en Estados Unidos; la respuesta fue cuatro meses. Olga le dijo que ella llevaba cinco años; “no te preocupes, cuando estás aquí cinco años no lloras más”.

El trabajo agrícola es uno de los más difíciles y peligrosos en EU; se coloca en forma consistente en las tres principales industrias de accidentes y lesiones. Es también uno de los puestos de trabajo peor remunerados. La mayoría de los trabajadores ganan alrededor de diez mil dólares al año. En el estado de Nueva York, los trabajadores agrícolas están sometidos a lo que se conoce como las leyes de exclusión, las cuales los dejan al margen de los derechos garantizados a la mayoría de los demás trabajadores, incluidos los derechos a pago de horas extras, un día de descanso semanal y la negociación colectiva. A pesar de todo esto, varios millones de mexicanos trabajan en granjas; tan sólo en el oeste de Nueva York, entre 60 mil y 80 mil. Más de la mitad de estos trabajadores están aquí ilegalmente y, hasta hace poco, la mayoría eran hombres jóvenes. Ahora más mujeres, como Olga, están trabajando en el campo, tratando de conseguir su pedazo de sueño americano.


Amada recogiendo manzanas en Hamlin, Nueva York
FOTO: Joseph Sorrentino

La miseria absoluta en el México rural es lo que está llevando a la gente hacia el norte en busca de trabajo. Poco más de 80 por ciento de los que viven en zonas rurales de México gana menos de dos dólares al día, y su situación está empeorando. El costo de los alimentos básicos, como arroz, frijoles y huevos, casi se ha duplicado en los años recientes. El precio de las semillas y los fertilizantes también ha aumentado. Estas tendencias son en parte consecuencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y de otras políticas económicas neoliberales que han beneficiado a las grandes empresas a expensas de los trabajadores rurales o campesinos. Estas políticas y los crecientes costos de los alimentos han empujado a la pauperización a una población que ya estaba empobrecida y han obligado a millones a salir de sus tierras para buscar trabajo en otros lugares.

Los campesinos suelen complementar sus ingresos trabajando unos meses al año en las ciudades de México o en EU. Ahora, con poco estímulo para volver a sus pueblos, permanecen lejos por más largos plazos y a veces de forma permanente. Esto es especialmente cierto para aquellos que fueron capaces de penetrar la seguridad fronteriza de Estados Unidos, la cual se ha venido endureciendo después de septiembre de 2011 (9/11, el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York). Hay más cercas, más agentes fronterizos, y aviones no tripulados ahora patrullan la frontera sur. Hace una década, los hombres podrían deslizarse hacia atrás y adelante a través de la frontera con bastante facilidad. Ahora tienen miedo de volver a casa porque saben que no podrán regresar. Esto ha dejado a innumerables pueblos del México rural con una población escasa de hombres con capacidad de trabajo. Y ahora también las mujeres están abandonando sus pueblos; son mujeres casadas que quieren unirse a sus esposos en EU y reunir a sus familias, y mujeres solteras que quieren sólo escapar de la pobreza. En 2007, el Departamento de Trabajo de Estados Unidos informó que 22 por ciento de los trabajadores agrícolas en todo el país eran mujeres. Sin embargo, durante la temporada de siembra en Nueva York, un agricultor estimó que 40 por ciento de sus trabajadores eran mujeres.

En 2004, Carina Díaz García estaba cocinando y vendiendo alimentos en las calles de su pueblo natal en el estado de Morelos. Ella ganaba alrededor de siete dólares durante 30 o 35 horas de trabajo. Finalmente decidió que era el momento para reunirse con su marido, quien había estado trabajando en una granja en el oeste de Nueva York durante más de un año. Dado que no podía entrar a EU legalmente, pagó a un coyote dos mil dólares para que la ayudara a pasar la frontera. Una familia campesina es afortunada si gana dos mil dólares en un año, por lo que gente como Carina se endeuda con el coyote o debe pedir prestado el dinero para el viaje. A Carina le tomó una semana cruzar el desierto, gran parte de ese tiempo dedicado a esquivar a la Patrulla Fronteriza. Su viaje se dificultó más porque llevaba consigo a su hijo de un año de edad. Ella se quedó sin comida y sin agua después de unos días y se torció el tobillo, pero siguió adelante. “En el camino vimos personas que estaban muertas”, me dijo.

Carina llegó a salvo, pero encontró que su nueva vida sería casi tan difícil como la que había dejado atrás. Vive en el primer piso de una pequeña casa de campo a las afueras de Albion, Nueva York. El apartamento está escasamente arreglado con muebles usados, comprados en tiendas de segunda mano o dejados por los inquilinos anteriores. Carina mantiene el apartamento limpio, pero es un poco caótico; es el resultado de tener tres hijos pequeños y un horario de trabajo brutal. Durante las temporadas de siembra y cosecha, su día comienza alrededor de las 5 de la mañana. “Me levanto, preparo el desayuno para mis hijos y los levanto a ellos a las 6:10”, dijo. “Entonces preparo el almuerzo. A las 6:50, los dos mayores se van a la escuela. Dejo al más chico con una mujer que lo pone en un autobús después. Y me voy a trabajar a las 7:00”. Dependiendo de la época del año, Carina puede trabajar hasta las 6:00 o 7:00 de la noche, seis o incluso siete días a la semana.


Amada y Gloria Jasso durante la cosecha de la manzana, Hamlin, Nueva York
FOTO: Joseph Sorrentino

Cada tipo de trabajo agrícola tiene sus desafíos. Las frambuesas son fáciles de recoger pero su cosecha es durante la época más calurosa del año. Aun así, las mujeres con las que hablé prefieren frambuesas mejor que fresas, pues la cosecha de estas últimas las obliga a arrodillarse durante todo el día, lo que les deja dolor de espalda y de rodillas. Incluso enredar la planta de los jitomates, aunque no es un trabajo muy intenso, tiene repercusiones: deja las manos de color rojo, un poco hinchadas y con ampollas. Al final de un día de trabajo, las mujeres se sienten agotadas y lo único que quisieran es ir directamente a dormir. Pero no pueden porque hay más trabajo en casa.

Las mujeres en el México rural trabajan junto a sus maridos en los campos, pero a menudo son vistas como “una ayuda” en lugar de concebirlas como trabajadoras, y también se espera que ellas cuiden de los hijos y hagan todas las tareas domésticas. Los trabajadores agrícolas mexicanos han traído estas percepciones y expectativas a EU. “Los hombres piensan ‘yo trabajo fuera del hogar y eso es suficiente’”, dijo Laura Gutiérrez López, una trabajadora agrícola. “Muchas mujeres trabajan en el campo y todavía tienen que limpiar, cocinar y bañar a sus hijos”. Algunos maridos ayudan en casa, pero otros no pueden porque están trabajando horas de más en los campos. Así que las jornaleras agrícolas terminan haciendo casi todos los quehaceres domésticos, la cocina, la limpieza y el cuidado de los niños. Esto hace que sus días sean muy largos. Díaz García brincó cuando le dije que ella trabaja 12 horas al día. “No”, respondió. “Yo trabajo desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche”.

La vida es dura para cualquier trabajador del campo, pero lo es especialmente para los indocumentados. Se da prácticamente un arresto domiciliario. Ana vive con su esposo Alejandro y sus tres hijas en un apartamento pequeño y hacinado, con una sola recámara. Ella y su esposo usan el dormitorio; la pequeña sala de estar se convierte en las noches en una recámara para las niñas. Cuando es hora de dormir, los colchones son arrastrados y colocados en el suelo. Igual que la mayoría de los trabajadores agrícolas mexicanos, estos esposos están aquí ilegalmente y viven con el temor constante de ser capturados por la policía o por Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y ser deportados. La deportación no sólo pondría fin a su oportunidad de dar a sus hijas una vida mejor; también podría dañar a sus familias extendidas en México, que dependen del dinero que reciben de ellos. Ana estima que ella y su esposo envían a sus familiares en México alrededor de un tercio de sus ingresos.

Antes de salir hacia el trabajo en la mañana, Ana observa la calle desde su apartamento del segundo piso, para detectar si hay policía o agentes de “Migración” (ICE). Su marido llama a un amigo que está aquí legalmente y le pide que camine por el barrio, para que pueda hacerles saber si es seguro salir. Ana y su marido rara vez salen de su apartamento, excepto para ir a trabajar. Ella dice que han ido a un restaurante dos veces en cinco años. Ella ni siquiera se arriesga a llevar a sus hijas más pequeñas a un parque. “Esto no es vida, de verdad”, me dijo. “Nos hacen sentir como criminales, como si fuéramos ladrones o asesinos… como una cucaracha”.

Lo restringidas que han llegado a ser sus vidas se hizo evidente una noche cuando Ana estaba preparando la cena. Abrió el refrigerador. Estaba casi vacío. “Mira”, dijo ella. “No hay frutas ni verduras frescas”. Comentó que la policía y Migración habían estado “en todas partes” desde hacía un par de semanas y ella había tenido miedo de ir de compras. Como nunca se sabe si será seguro salir, ella trata de tener latas extras y alimentos congelados a la mano. Levantó la tapa de una olla grande en la estufa. Contenía una docena de mazorcas de maíz. “Esto es todo lo que tenemos para la cena”, dijo. “Eso y tal vez un poco de pan”.

Debido a su estatus migratorio, Ana no irá a México, por temor a no poder volver a entrar. Ella tiene dos nietos en México que nunca ha visto y siente miedo de no poder ver a sus padres otra vez antes de que mueran. Su voz suena más triste que amargada cuando habla de su vida aquí. “Todo lo que estamos haciendo es trabajar”, dijo. “No estamos haciendo daño a nadie Cuando la gente come su deliciosa comida, tienen que pensar en quién la cosecha… nosotros, los mexicanos. Ven un día o incluso medio día y seguro no regresas porque es un trabajo muy difícil”.

Irónicamente, cuando los trabajadores indocumentados están en proceso de ser deportados es cuando finalmente son capaces de moverse libremente.

Gutiérrez López entró ilegalmente al país en 2007, soñaba ganar suficiente dinero para construir una casa para sus padres en México y regresar ella a su tierra a abrir una tienda. Al principio, ella y su esposo limitaban sus movimientos y no salían a menos que fuera absolutamente necesario. Pero luego decidieron que no ya quería vivir de esa manera y comenzaron a moverse más libremente. Pagaron por esa libertad cuando ella fue detenida por la policía, la cual dijo que el registro de su auto había expirado (ella insiste en contradecir tal idea). La policía llamó a continuación a ICE y ésta descubrió que estaba aquí ilegalmente. Gutiérrez López, cuyo marido ya ha sido deportado, aún está en espera de que le ocurra lo mismo. Mientras tanto, disfruta de su libertad. “Antes, no podía ir de compras cuando quería, no podía salir si estaba la policía o Migración alrededor. Ahora, si quiero ir de compras, voy. Ahora estoy más libre, mucho más tranquila”. Ella ha llevado a sus niños a los parques de atracciones, algo que nunca hizo antes.

Estas mujeres padecen empleos muy difíciles que pocos quieren, una vida limitada en un país extranjero y a menudo displicente y jornadas diarias de trabajo que parece que nunca terminarán. Sin embargo, aquí están. Le pregunté a todas las mujeres que entrevisté “¿Vale la pena?”. Ninguna dudó en responder: “Sí”. Cuando les pregunté ¿por qué?, todas dieron la misma respuesta: quieren dar a sus hijos la oportunidad de una vida mejor. Así que van a seguir sacrificando todo lo que sea necesario para dar a sus hijos algo que ellas mismos nunca poseerán: un pedazo del sueño americano.

*Este artículo fue publicado originalmente en Commonweal Magazine, abril de 2012

Maíz hervido para la cena


FOTO: Joseph Sorrentino

Joseph Sorrentino

Ana abrió el refrigerador. “Mira, está casi vacío”. Hizo lo mismo con su congelador. “Casi nada”. Se volvió a la estufa, que tenía una sola olla grande en la hornilla. Levantó la tapa; allí había una docena de mazorcas duras de maíz. “Esto es todo lo que tenemos para la cena”, dijo. “Eso, y tal vez un poco de pan”. Antonio, su marido, añadió: “Bueno, puede que haya un poco de queso”. Esto no ocurría en un país en desarrollo, sino en un pueblo a una hora de Rochester. Y no era la pobreza la que los había reducido a esta escasa comida. Ambos trabajan turnos de tiempo completo y aunque no es abundante, el dinero que ganan podría fácilmente comprar comida para la cena. La única razón de tener una cena de sólo maíz y pan es que son mexicanos que trabajan en Estados Unidos ilegalmente. Inmigración y Control de Aduanas habían sido particularmente activos y Ana y su esposo tenían miedo a arriesgarse a salir a comprar comida. Si ellos fueran detenidos, serían deportados. En realidad, es raro incluso que tuvieran maíz fresco. En una visita anterior, Ana también abrió el refrigerador para mostrarme su contenido. “No tenemos frutas o verduras frescas”, dijo. “Comemos alimentos enlatados y congelados. Nunca sabemos cuándo Inmigración estará afuera de la casa o esperando afuera de la tienda, así que compramos alimentos enlatados adicionales cuando podemos”. Ana y Antonio, al igual que miles de mexicanos que trabajan en las granjas en Estados Unidos, siembran y cosechan los alimentos que comemos. El día que llegaron a casa a tomar esa comida, Ana había trabajado ocho horas en la clasificación de cebollas y Antonio diez horas eliminando las malas hierbas en un campo. ¡Qué irónico es que las personas que nos proveen de comida a veces ni siquiera pueden alimentarse a sí mismos!

 
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