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Nosotros ya no somos los mismos

Sufragio criminalizado

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El número de votos nulos resultó mayor, en las pasadas elecciones, que los sufragios obtenidos por los partidos Nueva Alianza, Encuentro Social y, por supuesto, que el de cada uno de los dos que han sido dados de baja: del Trabajo y HumanistaFoto Jesús Villaseca
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l domingo 7, como cada tres años, me dirigí a la casa de don Carlos Gaona donde, desde hace varios sexenios se ubica, gracias a su ánimo permanente de colaboración cívica, la casilla en que me corresponde sufragar. Mi credencial con fotografía, para votar (insisto en la redacción), daba fe de mi calidad de mexicano que, aunada al hecho de haber cumplido (en repetidas ocasiones), la edad requerida por el artículo 34 constitucional y, además, tener en mi favor la presunción de un modo honesto de vivir, me hacían merecedor a la categoría de ciudadano y, con ello, me abrían las puertas de acceso a los derechos consagrados en el siguiente artículo, el 35. De entrada: votar y ser votado.

Los ejercité por partida doble: voté y fui votado de un solo crayonazo. Para estar seguro de que el ciudadano por el que había decidido sufragar no hubiera, sin yo saberlo, incurrido en una de las 11 hipótesis que el artículo 38 establece como razones para que: Los derechos o prerrogativas de los ciudadanos se suspendan. O incumplido alguna de las seis obligaciones que estipula el artículo 36, no me quedó otra opción más segura que votar por mí. Afortunadamente no hubo, en ninguna de las elecciones en las que participé, un empate que mi sufragio hubiera evitado y que a mí me habría provocado más desvelos y remordimientos de conciencia, que cuando solía darle frecuentes bajes al vinito de consagrar del padre Chano (párroco de la capilla del Santo Cristo, Veneración de mi pueblo, las cuales afortunadamente no eran percibidas dado que también él escanciaba rebasantes pintas al final de la celebración).

Ya hablamos el lunes pasado del derecho de los candidatos independientes a solicitar su registro. Quedó claro que ejercerlo les otorgaba una serie de prerrogativas pero, abstenerse de hacerlo, si bien les privaba de importantes beneficios, en manera alguna les acarreaba el rechazo a su postulación o nulificación de la misma.

Hasta aquí todo tenía lógica y coherencia, sin embargo, el escrúpulo/prurito que les confesé padezco, me llevó a sumergirme en otro ordenamiento jurídico: la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Allí, en la mera entrada, me topé con el capítulo 1. De los derechos y obligaciones (de los ciudadanos). El artículo 7 en sus incisos 1 y 3, en plena concordancia con los artículos constitucionales ya mencionados, dejaba establecido de manera indubitable: “votar en las elecciones constituye un derecho y una obligación (…) Es derecho de todos los ciudadanos ser votado para todos los puestos de elección popular, teniendo las calidades que establece la ley de la materia y solicitar su registro de manera independiente, cuando cumplan los requisitos, condiciones y términos que determine esta ley”. Por supuesto, revisé los mencionados requisitos, condiciones y términos, y comprobé que el ciudadano en cuyo favor había decidido emitir mi voto (¿o séase?) cumplía a cabalidad con todos ellos, pese a lo cual había optado por no ejercer ese derecho (que no obligación, reitero una y otra vez), con lo cual perfeccionaba la hipótesis constitucional de ser un candidato no registrado e independiente (es decir, al margen de cualquier partido).

Pues con la solvencia que brinda la convicción de que el comportamiento asumido se apega fielmente a la norma jurídica, me presenté con mis bellas y gentiles vecinas (en mi casilla había puras mujeres), y cumplí con mi única obligación: votar. Y ejercí mis dos derechos: votar y ser votado. En el acta de resultados y en el cartel que la reproduce y se pega en la puerta del local que albergó la casilla, localicé al día siguiente mi solitario voto: estaba en el penúltimo renglón bajo el rubro: Votos para candidatos no registrados.

A partir de allí, mi sufragio, reconocido, contado, sumado con otros congéneres fue, pese a todo, víctima del peor de los agravios: se le equiparó al: NULO (vocablo que nos llega del latín nullus), que significa carente de validez legal, sin fuerza, valor ni efecto. (Dicen los letrados que en derecho la nulidad invalida un acto jurídico y que hay actos nulos que pueden resultar contrarios a la ley ¡Dios me libre!) Un buen amigo me dijo: el ucase, la excomunión, la bula origen de tu infortunio búscalo en la Ley General de Instituciones y Derechos Electorales, concretamente en el artículo 15. Lo he leído más veces que el testamento de mi abuela originaria, y no le veo relación alguna con mi discriminado y criminalizado sufragio. Veamos: el artículo citado hace operativos dos conceptos: a) votación total emitida y b) votación válida emitida. La primera la define como la suma de todos los votos depositados en las urnas. La segunda, la que resulte de deducir de la suma de todos los votos depositados en las urnas, los votos nulos y los correspondientes a los candidatos no registrados. Es decir, que ambos corren la misma suerte: la inutilidad, la inexistencia. Esto, pese a que la motivación y la naturaleza de cada grupo sean muy diferentes. Los del primero no se ajustan mínimamente al protocolo que rige el proceso electoral. Quienes emiten ese voto y se practican un haraquiri toman una decisión que tiene más de inclinación masoquista o cilicio místico, que de un eficaz y osado instrumento protestatario. Pese a que su equívoca estrategia sólo consiguió abaratar el acceso de los partidos, que ellos rechazan, recibir pingües prerrogativas y tener presencia en los medios electrónicos, es de justicia reconocer que los anulistas no son ciudadanos irresponsables: ellos cumplieron con la obligación que establece el artículo 36 constitucional: inscribirse en el Registro Nacional de Ciudadanos, obtuvieron su credencial con fotografía para votar, acudieron a la casilla y dieron a la boleta el uso que de acuerdo con sus ideas consideraron conveniente. Como no sufragaron por ningún partido o candidato independiente, registrado o no (lo que tampoco era su obligación), su voto carece de utilidad práctica alguna: no puede acrecentar el patrimonio electoral de ningún candidato ni engrosar la bolsa del sufragio colectivo que les permite a las minorías una representación proporcional a su densidad ciudadana, derecho fundamental éste en un país empeñado, desde los orígenes, en alcanzar un sistema democrático de gobierno. Sin embargo, ese no voto tiene una importancia política que no debe ser menospreciada: el número de votos nulos resultó mayor, en la pasada elección, que los sufragios obtenidos por los partidos Nueva Alianza, Encuentro Social y, por supuesto, que el de cada uno de los dos que han sido dados de baja: del Trabajo y Humanista. Hasta un estudiante de comunicación reprobado en el Cumbres (¿los habrá si pagan sus colegiaturas y realizan sus videos de graduación?) sabe que el silencio puede ser tan expresivo como la más enjundiosa perorata. Si se suman esos votos nulos a los no emitidos, la representatividad gubernamental no es para sentirse satisfecho.

¿Y mi voto, emitido con todas las de ley? Evidentemente en cuanto a la representación proporcional entiendo que corra la suerte de los desperdiciados por el anulismo, pero rechazo y con violencia textual extrema, que me lo cataloguen de inválido y, en todo caso, denuncio como cómplices a quienes me incitaron a emitir un sufragio que ya tenían decidido excluir de la votación válida. ¿Cuál era la intención del último apartado de las boletas electorales en el que, de modosita y gentil manera, se invita a los ciudadanos a hacer efectiva la prerrogativa constitucional tantas veces citada?: Si desea votar por un candidato no registrado, escriba en este recuadro el nombre completo. Nada más les faltó la letra pequeña: mismo que, desafortunadamente, no será incluido dentro de la votación válida.

Un detallito amistoso: Los votos emitidos por candidatos no registrados son válidos conforme los preceptos constitucionales; sin embargo, no podrán ser tomados en cuenta para la asignación de diputados y senadores de representación proporcional. Lo otro es irresponsable asechanza y flagrante violación a un derecho ciudadano.

Pd. A poco pensaste, Monsi, que adelantándote te ibas a salir con la tuya. Como buen protestante y protestatario, durante toda la vida nos adoctrinaste con tus exóticas y subversivas ideas: que la Patria, para que en verdad lo sea, debemos concebirla soberana, libre, democrática igualitaria, justa y, por supuesto, laica. A conseguirlo dedicaste los granos de arena que te correspondían y también tus kilos de vastos saberes, sapiencia, memoria, imaginación y talento. Tu trabajo y tu vida proba. A cinco años (19 de junio), de que pasaste a retirarte, hoy hay más monsimaniacos que entonces, y ninguno está dispuesto a dejarte en paz. En la chinga diaria, sigues con nosotros.

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