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El último en enterarse
“N

o sé si te ha pasado, que un día dejas de conocer a alguien que conocías como a nadie. A partir de entonces tu pasado se determina por el antes y después de que desconociste a ese alguien”. Colín clavó los ojos como buscando taladrarme la cabeza hasta la nunca. Mis ojos no le importaban, tampoco le estorbaban. Veía más lejos, como un astrónomo. Hacía cuatro años del episodio pero Colín no lograba reponerse del choque por aquel repentino cambio de Paula, que de la noche a la mañana se convirtió en otra persona para Colín, su esposo de nueve años.

Es más fácil recordar cuando la desconocí que de cuando la conocí diez años antes y me enamoré como perro. Fui un perro feliz.

Serví a Colín más café de mi termo, sentados en el salón de maestros, vacío a esa hora. Prefiero traer café de mi casa, puro de Chiapas o Oaxaca y no del súper como en la escuela. Nos rodeaba la pulcra neutralidad que incluye muros verde pistache, un microondas, un refrigerador, una cafetera eléctrica, galletas María. Cinco mesas de cuatro sillas. Un anaquel con tes y edulcorantes artificiales y, siendo el único lugar de la escuela donde fumar no está prohibido, ceniceros. Ubicado al otro extremo del patio, el tabaco goza de una tácita licencia.

La ventana grande resplandecía sobre las mesas y el mobiliario de formaica blanca. En un arrebato considerable, Colín había decidido contarme su versión. Éramos amigos recientes, yo me incorporé a la escuela hará un par de años, y el episodio databa de otros dos años. El truene de Paula y Colín era un chisme conocido y viejo ya. Conocí distintas versiones, según quién contara, y si era hombre o mujer. En unas Colín no salía bien parado, le atribuían ligues con alumnas y secretarias, cabronadas. En otras era víctima de una venganza, una traición, una pesadilla. Colín, debo añadir, es un tipo estupendo, simpático, muy comprometido. Les gusta a las mujeres. No tiene enemigos. Las versiones coincidían en un punto: Paula cambió profunda y espantosamente. Sólo que no en una noche, como sostiene Colín. Sucede que él fue el último en darse cuenta, eso le dijo la gente después. Cómo pudiste aguantarla tanto tiempo. Te tardaste. Estaba gruesa. Se rumoraba colusión secreta con las autoridades, pero Colín siempre la defendió, ella era incapaz de.

Otro consenso era que Paula había sido una chica sensacional, alivianada, brillante, irónica. Todos la adoraron. Ahora Paula dirigía la escuela nacional, después de dirigir nuestro plantel. No me tocó esa época tampoco. Figura preponderante en el consejo universitario y asesora del peor secretario de Educación en la historia de México, encarnaba al enemigo de los trabajadores, los maestros progresistas y desde luego los estudiantes. Era Maléfica. Vamos, tenía porros a su servicio. Un día la crucé en el patio, muy de traje sastre y collar de perlas, atractiva, tan mamona de aspecto que no se antojaba acercársele ni tantito. Costaba imaginarla con Colín.

Había sido compañera de muchos en las luchas estudiantiles y sindicales de los setentas, jovencita ella. Yo la conocí después, cuando cambié mi plaza para acá. Nos entendimos al tiro, pensábamos lo mismo y ya teníamos hijos, el tema del embarazo no era urgente. Fuimos bien fiesteros. Hasta después del truene supe lo malvada que podía ser. Muchos la temían y alucinaban, pocos le confiaban. Yo no tenía queja, a mí siempre me trató bien. Apenas al final soltó algunas puñaladas muy traperas que le perdoné enseguida. Una noche. Mejor dicho, a la mañana siguiente de una noche cualquiera, desperté y vi los ojos de una desconocida mirándome con furia. No eran su rostro, su olor ni su vibra. La suavidad había desertado de sus mejillas, parecían de cemento. Colín se interrumpió: ¿Nunca te ha pasado? Nunca, dije.

“Vestía la misma camiseta rota de siempre que no dormía desnuda. En el dedo el anillo. Pero algo la distorsionaba, no era ella. Abrió la boca y le brotaron sapos y culebras, como en un grabado de Posada. Me asusté. Salté de la cama y apoyado en el ropero gané otro metro de distancia. ‘Años perdidos en una actuación política ridícula, de perdedores’, dijo con odio. Me culpó de todo. Porque me quería, estuvo ciega. Ya no. Que yo nunca crecí de adolescente. Y de sopetón: ‘Me ofrecieron la secretaría general de la escuela y acepté. Hoy renuncio al sindicato’. De un plumazo. Se metió a bañar y cuando salió yo ya no estaba. Me fui al parque con el perro a fumar y hacer tiempo. Volví a la casa, agarré lo indispensable y me largué. Derrumbado. Lo que más me dolió fue sentirme liberado. No lo esperaba. Liberado de qué”.

Caminé a cerrar las cortinas del salón. La claridad me nublaba la vista. Las mesas eran como pasta de dientes y el mismo Colín una figura de yeso. Sus ojos no me soltaban, con algo de maniático, de desesperado. Sabes qué me sigue desvelando: pensar que me equivoqué por años. Sigo sin entender. Sí, Colín, le dije, te entiendo, pero no era cierto.