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Un cincuentón de seis años

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I

smael asegura que permaneció 43 años, cuatro meses y dos días más de lo necesario en el vientre de su madre. Casi todos sostienen que su historia es un disparate delirante, una estupidez contraria al sentido común y una completa imposibilidad médica, anatómica, fisiológica y hasta hormonal, que nadie puede vivir cuatro décadas rodeado de líquido amniótico, comiendo por el ombligo y almacenando meconio en los intestinos; que pasados los nueve meses de la concepción un feto decidido a permanecer en la matriz sufriría de acidosis láctica, hipertensión y muerte; y eso por no hablar de la madre, que moriría de una eclampsia fulminante o de fiebre puerperal, eso por no hablar de las hemorragias que le produciría el desarrollo del producto más allá de su estadio propiamente neonatal. El protagonista de la historia, por su parte, dice no entender nada de eso y asegura que en ningún momento sintió que corría el menor peligro en su refugio del útero materno; que, por el contrario, allí se sintió siempre muy seguro y protegido y, en cuanto a su mamá, dice que la señora llevó durante el desmesurado proceso de gestación una existencia tranquila y apacible y que falleció hace seis años a consecuencia de un padecimiento no imputable al embarazo.

La situación es una bofetada al sentido común porque, para desdicha de su credibilidad, Ismael no presenta malformación alguna. Tiene la apariencia de un señor cincuentón de estatura media, complexión delgada, amplias entradas en la frente, canas en las sienes y una barriga mediana y habitual para la edad que dice tener. Si uno lo observa con cuidado lo notará algo encorvado, estrecho de hombros y ligeramente patizambo. Fuera de esas sutilezas y de una pronunciación gangosa, característica de quienes han aprendido a hablar en periodos tardíos de su vida, es un tipo común y corriente y no pude resistir la tentación de entrevistarlo. La primera pregunta fue inevitable:

–¿Cómo cabías ahí adentro?

–Cupe. El vientre de mi mamá se fue haciendo más y más elástico conforme yo me desarrollaba.

–Y no podía caminar contigo metido.

–Fue teniendo dificultades. Al principio, a los dos o tres meses de la fecha que tenía programada para el parto, ya su columna vertebral no pudo sostener la barriga y se consiguió un rebozo para cargarla. Pero igual sintió dolores en la nuca y en el abdomen, así que se consiguió una andadera que le sostenía la panza cuando se movía.

–¿Y me vas a decir que eso duró hasta que tuviste un tamaño de un niño de cinco años, o de diez, o el de un adolescente de quince?

–Pues sí, sólo que para entonces mi mamá cambió la andadera por un diablito, ya sabes: esos carritos de dos ruedas que sirven para acarrear bultos pesados, como los de los cargadores del mercado.

–¿Y después?

–Y después, cuando ya alcancé la estatura de un adulto, dejó el diablito y se consiguió una silla de ruedas en la que transportaba su panza. Y en la panza iba yo, como metido en un gran costal de piel. Así seguimos viviendo hasta que mi mamá falleció.

–¿Y cómo fue que por fin saliste?

–Es que cuando me di cuenta de que ella había muerto me decidí a nacer. Vivíamos solos, ella y yo. Los vecinos se dieron cuenta por mis chillidos y llamaron a la ambulancia, pensando que mi mamá se quejaba.

–¿Cómo naciste?

–Pues rasgué el útero, a mordidas fui haciendo un hueco en la piel del vientre y me colé.

–¿Ya habían llegado los rescatistas?

–No. Bueno, llegaron cuando yo estaba naciendo.

–¿Y qué hicieron?

–Uno de ellos se desmayó. El otro llamó a la policía. Llegaron los agentes y cuando me vieron, desnudo y cubierto de sangre, me acusaron de asesinato. Luego luego me di cuenta de que yo había tenido razón en no querer venir a este mundo.

–¿Cómo te zafaste de eso?

–Porque se dieron cuenta de que yo todavía traía colgando el cordón umbilical. Entonces se espantaron mucho. Fueron a buscar médicos y un ministerio público. Tuvieron que certificar que aquello había sido una cesárea post mortem. Bueno, eso dijeron. Luego me llevaron al DIF y después me ayudaron a conseguir un acta de nacimiento.

–¿Qué edad tienes, según esto?

–Seis años cumplidos.

El despropósito me ha dejado atónito y decido atacar por otro frente. Pregunto con suavidad:

–¿Tienes alguna idea de por qué te ocurrió esto, Ismael? ¿Cómo fue que estuviste en el vientre de tu madre cuatro décadas más de lo que habrías debido permanecer allí? ¿Te has preguntado qué fue lo que produjo esta anomalía?

–Por allí hubieras empezado. Pues fue por temor al qué dirán.

Me trago este nuevo sinsentido grotesco, trato de aparentar calma y prosigo con el interrogatorio.

–¿Temor tuyo, o de tu madre?

–De los dos. Es que soy bastardo.

Entonces Ismael me platica que unas semanas antes de los días programados para lo que habría debido ser su nacimiento, el marido de su madre hizo cuentas y que éstas no cuadraban: si la criatura que estaba por venir al mundo era suya, entonces saldría sietemesina o bien nacería 10 meses después de engendrado. El tipo hizo un drama, salió de la casa dando un portazo y abandonó a la mujer embarazada. Ésta cayó en una grave depresión, sobrevivió como pudo los días previos al parto y cuando empezaron las contracciones se dejó arrastrar hasta una clínica de mala muerte. Ismael asegura que para entonces él, en su condición intrauterina, ya había comprendido la situación por las voces exteriores que escuchaba. Temió aparecer en una vida difícil, sintió pavor del rechazo del mundo y decidió aferrarse a como diera lugar, y con todas sus fuerzas, a aquel entorno que lo presionaba por todos lados e intentaba expulsarlo. Por aquel entonces a la mamá le daba igual.

–Asumiendo que siendo un feto te hubieras dado cuenta de la circunstancia que te esperaba, cosa improbable, los médicos le habrían hecho una cesárea a tu madre, ¿no?

–Iban a hacerlo, pero entonces mi mamá escapó del hospital. Tenía contracciones pero no había dilatado y no se había roto la fuente. Así que nos fuimos de ahí y empezamos a vivir como ya te dije.

–¿Y no te atrofiaste? ¿Cómo aprendiste a hablar? ¿De qué manera pudiste sobrevivir ahí adentro y ser ahora un señor normal? ¿Sabes leer y escribir?

–Muchas preguntas al mismo tiempo –dijo, esbozando una sonrisa taimada–. Mi mamá y yo platicábamos y de cuando en cuando ella me preguntaba si no se me antojaba salir al mundo y conocerlo. Pero me sentí muy a gusto todo el tiempo que estuve adentro de ella.

–Se llevaban bien –tercié, rindiéndome al absurdo.

–Sí –replicó con una sonrisa triste–. Nos queríamos mucho.

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