Opinión
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Suprema Corte y evaluación
E

n 1927, al negar el amparo que interponía una casi niña, la Suprema Corte de Justicia estableció que un test era suficiente para determinar la capacidad mental de una persona y, con base en los resultados, ordenar su esterilización. A partir de esa decisión, durante décadas y hasta los años 70, en el estado de Virginia, Estados Unidos, se aplicó el binomio evaluación-esterilización a miles de jóvenes. A algunas se les dijo que la cirugía era sólo una apendicectomía y el magistrado Holmes justificaba este sacrificio menor apelando al bien superior de una patria que no quería verse inundada de débiles mentales (Ver: La medida de una nación, capítulos 9 y 5).

A pesar de que eso ocurrió hace casi un siglo y en otro país, son notorios los paralelismos. El más importante: la tendencia de estas instancias supremas a fincar las decisiones legales sobre supuestos tan profundamente cuestionables que acaban por dejar sin legitimidad y, por su atentado contra derechos humanos, hasta sin legalidad la formalidad de su decisión. A la distancia de casi un siglo y en otro país, es más fácil ver que la lógica jurídica puede ser impecable y, sin embargo, terriblemente errónea por la falta de crítica a los supuestos en que se funda. Esta miopía causa daños irreparables en miles de personas, y una cauda enorme de sufrimiento. En 1927, en Estados Unidos y, muchos años después, en 2015, en México, ambos episodios comparten la fe ciega de los juristas cuando se trata de exámenes científicos e infalibles; el uso de los resultados para justificar medidas extremas, sea la esterilización o el despido, y la apelación a un bien etéreo y frecuentemente irreal (salvar la patria, asegurar la calidad educativa). De hecho, ni otros estados de la Unión Americana fue invadido por locos; ni el despido de miles será la solución para la educación.

El caso mexicano, paradójicamente, es el más devastador. Porque la decisión de la Suprema no sólo va a repercutir en las vidas de cientos de miles de maestros despedidos, separados o puestos en capilla, sino que invade de lleno y a profundidad cuestiones que tal vez no conocen bien los juristas, pero sí quienes trabajamos en el terreno de la educación. Precisamente por no (querer) conocer el contexto, los magistrados han tomado una decisión que, traducida en tesis sobre la evaluación, invita al oscurantismo.

La primera tesis, implícita, afirma que las evaluaciones son válidas e incuestionables. Porque así lo considera, es que puede afirmar rotundamente que son eficaces e indispensables para mejorar el sistema educativo (aunque muchos analistas muestran que eso no es cierto, como Elsie Rockwell en “Contradicciones de la evaluación del desempeño docente… evidencia cuantitativa”). La segunda tesis tiene que ver con la calidad. La Corte prefiere ignorar que se trata de un término hueco, de difícil definición y con múltiples interpretaciones. A tal punto que la reforma incluye hasta cuatro definiciones distintas de calidad (en la Ley General Educación, 8, significa congruencia entre objetivos y metas; en la ley del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, 5, sólo redunda: es la cualidad de un sistema educativo; en el tercero constitucional aparece como mejoramiento constante, y la Ley General de Educación, 11, V, oscurece diciendo que una cosa es evaluar la calidad y otra distinta evaluar el desempeño y resultados del sistema educativo). Y claro, la Corte no toma en cuenta la definición amplia y generosa que contiene el artículo tercero original. Así, al presentar la Corte como incuestionable la ecuación evaluación=calidad, establece la tesis de que las evaluaciones pueden contribuir a algo (la calidad) que en realidad no se precisa qué es. La tercera tesis afirma que no es sólo evaluar: sin despido no hay calidad. La cuarta tesis afirma sorpresivamente que todo lo anterior no es cierto, pues la Corte acepta como bueno que en la Ley General de Educación (21), decenas o cientos de miles de maestros de escuelas privadas sean evaluados, pero sin la amenaza de despido; sólo los de escuelas públicas. Así, la ecuación evaluación=despido ya no parece ser tan cierta. La quinta tesis implica que no es necesario distinguir entre evaluación para despedir y evaluación para mejorar. Esta última consiste en un ejercicio colectivo de maestros, para crear el compromiso con el quehacer educativo y sin consecuencias administrativas o laborales. Y esta versión de la evaluación está contenida en la nueva Ley General del Servicio Profesional Docente, 15, 16, 20, que tal vez la Corte no leyó entera. Hubieran tenido bases para llegar a un fallo distinto. Por eso la sexta implícita tesis que nos ofrece la Corte dice que cuando exista la opción entre una evaluación legal, orientada directamente a mejorar la educación y otra, hecha para castigar al educador, lo más recomendable es tomar esta última.

Y con eso, nos dice que en estos últimos 90 años no ha existido transformación alguna en el pensamiento educativo, y que tampoco muchos han generado una pedagogía de hombres y mujeres libres. Nos dice que la Corte estadunidense tenía razón, que no avanzamos, y nos regresa al siglo diecinueve.

*Rector de la UACM