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Las claves de una pasión
E

ste es el nombre de la tercera exposición presentada en la Fundación Louis Vuitton, edificio diseñado por Frank Gehry, situado en el Bosque de Boloña, en París. Después de múltiples peripecias y complicados procesos judiciales, el museo se inauguró en octubre de 2014. La dirección artística es de Suzanne Pagé, antes directora del Museo de Arte Moderno de París. Enormes espacios coronados por estructuras de vidrio transparente, como en el Guggenheim de Bilbao, le dan el aspecto de un barco de velas, dice Wikipedia; lo acepto y reitero, sobre todo después de haber releído con fruición Juventud, uno de los más hermosos relatos marítimos de Joseph Conrad.

Quiero hablar de Las claves de una pasión, la exposición que me tocó en suerte admirar hace 15 días. Bajo diferentes temas se reunieron un número reducido de cuadros famosos en la historia del arte del siglo XX, provenientes de diversos museos. ¿Una exposición histórica? En diferentes salas muy extensas los cuadros se muestran en todo su esplendor, siguiendo cuatro secuencias que remiten a cuatro líneas de producción artística, explica la curadora, obras de autores y épocas diversas se exhiben juntos, o se exponen variaciones sobre un tema del mismo pintor: tres paisajes de principios del siglo XX que representan un lago en invierno del –al menos para mí– muy poco conocido pintor finlandés Akseli Gallen-Kallela, nacido en el siglo XIX; o distintas etapas de la obra de un creador como Mondrian –el puntillismo inicial–, para concluir con cuadros mucho más depurados: la composición 10 en negro y blanco, que acaba de cumplir un siglo, o el cuadro donde se muestra solamente un rombo blanco cruzado por dos líneas negras de 1931. O salas cuyo brillante colorido exhibe obras figurativas de Picasso, Monet, Bonnard, Leger, Kandinski, Matisse, en las que un Grosz o un Picabia ostentan mujeres pintadas en un rojo detonante, contrastan con un rojísimo y muy abstracto Rothko.

Nos enfrentamos a una forma novedosa de exposición, realza su valor y extrema las correspondencias que pueden establecerse entre los diversos cuadros, cosa que en cierto modo se había hecho ya en el Tate Modern de Londres o en el Hombroich, museo construido asimismo en medio de un extenso parque, cerca de Dusseldorf.

Sin embargo, la sala que más me impactó fue la primera, intitulada expresionismo subjetivo.

Se inicia con un cuadro de Malevich de 1932 en colores primarios, preserva aún el geometrismo característico de su primera época en plena libertad creativa, pero se convierte en alegoría de la prisión a que el régimen comunista lo constriñó. ¿Sería de verdad un arte degenerado?

Un cuadro de Francis Bacon, Estudio para un retrato de 1949, representa a un hombre encerrado en una caja de cristal y sirvió quizá de modelo para otro cuadro, el retrato de Jean Genet de Alberto Giacometti realizado en 1953-54. Ambos personajes están pintados en colores sombríos y van enmarcados en una especie de caja, abierta en Giacometti y en Bacon encerrando al personaje, quien coloca con desesperación sus manos sobre los brazos de un sillón casi inexistente: el hombre grita, su boca desmesurada y negra deja entrever su dentadura; desbordando los límites del encierro acecha una sombra ominosa en color azul.

Al fondo y en el centro de la misma sala, aislado, ocupando un lugar especial, el famoso cuadro de Munch llamado justamente así, El grito. Con las manos en la cara, el personaje grita, más bien aúlla, su boca es un agujero blanco, no tiene dientes. Detrás, en colores estridentes y con pinceladas vertiginosas, el paisaje grita también.

Me conmocionó la serie de tres autorretratos de Helene Schjerfbeck, muy poco conocida fuera de Finlandia. Acuarela, tempera, óleo en tonalidades mortecinas para dibujar sin compasión un personaje en distintas fases de su enfermedad.

Acudo a la hipérbole –se neutraliza a sí misma– para intentar expresar el impacto que en mí produjo esta exposición.

Twitter: @margo_glantz