Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 5 de julio de 2015 Num: 1061

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos ficciones
Marco Antonio Campos

Tríptico de la infamia,
una coreografía
de sombras

Juan Manuel Roca

Irlanda, tierra de
santos y de sabios

Ánxela Romero-Astvaldsson

Los paisajes emocionales
de Gunther Gerzso

Germaine Gómez Haro

HAMBRE (una lectura
de la poesía de
Eduardo Lizalde)

María Baranda

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 
 
Ánxela Romero-Astvaldsson
Fascinados por la escritura, han cultivado novelas, epopeyas,
literatura de ficción Siempre han preferido el mito a la realidad

Parece probado que las islas, aún las mínimas, son recintos fértiles para la creación. Irlanda e Islandia, donde antes que los vikingos se asentaron monjes irlandeses, participan de idéntica prodigalidad, si bien la Isla Esmeralda es un caso paradigmático. Imposible soslayar que un recodo de apenas cinco millones de habitantes haya hecho tan excepcional aportación a la literatura mundial y en la mayoría de los géneros. La nómina es apabullante: Jonathan Swift, Bram Stoker, Oliver Goldsmith, María Edgeworth, James Joyce, Samuel Beckett, James Stephens, Frank O’Connor, Richard Sheridan, George Bernard Shaw, William Buttler Yeats, Lady Gregory, Lady Wilde, John Millington Synge, Oscar Wilde, Sean O’Casey, Brendan Behan, Arthur Conan Doyle, Thomas Moore, Patrick Kavanagh, Flann O’Brien, Eavan Boland, Seamus Heaney, sólo se mencionan a los más sobresalientes, entre ellos cuatro Premios Nobel de literatura, como bien se sabe: W.B. Yeats (1923), Bernard Shaw (1925), Samuel Beckett (1969) y Seamus Heaney (1995).

La fascinación por la escritura es absoluta en Irlanda, sin término medio. La apuntala una tradición casi ininterrumpida de dieciséis siglos, pues después de la griega y la latina es la más antigua de Europa. Joyce, de hecho, no fue pionero en adaptar la Odisea homérica en su obra magna; ya cerca de 1200 se había volcado a la lengua vernácula, el irlandés medio, en una versión en la que Ulises, hijo de Laertes, se convertía en Uilix Mac Leirtis.

El compromiso irlandés con la literatura queda muy de manifiesto en el hecho de que, en 1969, se aprobara una ley, aún vigente, que exime de impuestos a los derechos de autor, probablemente para agradecer el enraizamiento secular de sus escritores en la comunidad. No es casual que en la Declaración de Independencia de 1916, que precedió al fallido Alzamiento de Pascua, tres de los siete firmantes fueran poetas y gran parte de los voluntarios ejercieran actividades relacionadas con las letras. Ese halo romántico supuso un estímulo en la causa de la independencia para generaciones venideras. Tampoco es producto del azar que, en 1954, un grupo de escritores nacionales ideara, en homenaje al Leopold Bloom del Ulises, el célebre Bloomsday el 16 de junio, único día de 1904 en que transcurre la peripecia novelesca, que ha devenido en una entusiasta celebración popular en la que los dublineses pululan por la ciudad revisitando los escenarios de la novela y teatralizando sus fragmentos emblemáticos. El que algunos de los extasiados participantes admitan sin rubor no haber leído la novela de Joyce debido a su complejidad, no la invalida como parte reconocible de su identidad. A Joyce sus paisanos lo veneran incluso sin comprenderlo. La razón se las proporcionó el propio escritor: “Quiero ofrecer de Dublín un retrato tan cabal que la ciudad pudiera, en el caso de desaparecer de repente, reconstruirse por completo a partir de mi libro.” Más honesta suena la aspiración que le condujo a componer su singular odisea: “El trabajo que me impongo técnicamente, de escribir un libro desde dieciocho puntos de vista distintos y otros tantos estilos, todos ellos desconocidos o no descubiertos por mis colegas de profesión, más la naturaleza del argumento, bastarían para alterar el equilibrio mental de cualquiera.”

El propio Joyce llamó a Irlanda “isla de santos y sabios” en una conferencia en Trieste, en alusión a los tiempos remotos en que fue foco de santidad e inteligencia, y proyectaba su energía sobre el resto del continente. No exageraba: es nutrida la lista de irlandeses que, como peregrinos, ermitaños, maestros o sabios, propagaron su saber por el mundo, y su huella sigue perenne lo mismo en altares diseminados por su geografía, que en tradiciones y leyendas. Igualmente, su capital se cartografía sobre la palabra literaria; estatuas de los maestros e itinerarios literarios se diseminan por la ciudad; una hilera de placas los rememora frente a la catedral de San Patricio, patrón de Irlanda que llegó a la isla antes de que la cristiandad se desgajara en dos.

Con Irlanda en todas partes

El hecho de que los autores mayores vivieran y escribieran durante largos períodos fuera de Irlanda (Wilde, Yeats, Beckett y Joyce murieron en el extranjero), sobre todo en Inglaterra, dificultó la fijación del canon literario irlandés. De hecho, Swift, Goldsmith, Edgeworth, Wilde y Shaw fueron tradicionalmente considerados ingleses, y fue sólo a partir de la independencia parcial de Irlanda, en 1920-1922, cuando se les reclamó como irlandeses. Este fue un cambio que favoreció el empleo del término de literatura anglo-irlandesa, referida al cuerpo literario de escritura irlandesa producido en inglés, frente a la producida por los miembros de ascendencia protestante del siglo XVIII. El abandono físico no borró el eco de la temática irlandesa en sus obras: ésta surgió reformulada por la incorporación de las corrientes cosmopolitas europeas de las que se nutrieron los autores.


Elizabeth Bowen

La de Irlanda es una historia de colonización e independencia simultáneas, de hambrunas, emigración, resistencia, rebelión y guerra civil, factores que han delineado una literatura tironeada por tensiones que la signan como un espacio híbrido, enhebrado en torno a temas recurrentes, como la tierra, la religión, la identidad, la nacionalidad y los conflictos idiomáticos. La convivencia entre el gaélico y el inglés no siempre ha sido pacífica. Las obras más conocidas fuera de Irlanda son las escritas en inglés, pero las hay en gaélico y en lengua celta, y todas están arropadas por una sólida tradición oral que ha contribuido a diferenciar la literatura irlandesa en inglés de la literatura inglesa de otros países. Incluso la interacción entre ambas ha dado como resultado el hiberno-inglés, con una sintaxis y una musicalidad distintivas.

Si la cultura como aglutinante de la construcción nacional ha sido fundamental en la historia irlandesa, la novela, como género que mejor se aviene a la expresión de los cambios sociales y políticos, se establece sólidamente en el siglo XVIII. Aunque las epopeyas de la Irlanda celta se escribieron en prosa, la literatura de ficción propiamente dicha se inició con las obras del deán de la catedral de San Patricio, Jonathan Swift, entre cuyas obras más notables se cuenta la muy conocida Los viajes de Gulliver (1726), así como Una humilde proposición (para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país y para hacerlos útiles al público), panfleto de 1729 escrito en respuesta a la miseria que azotaba la isla, en el que proponía, con tono pedagógico, paliar el hambre vendiendo algunos de los numerosos hijos de las familias pobres a los terratenientes ingleses para su consumo alimenticio, por su alto valor nutritivo, entre otras bondades. La aparente humorada no fue comprendida por todos sus coetáneos que la tacharon de irreverente, sin saber que Swift estaba fundando una de las singularidades de los escritores irlandeses: el humor grotesco y la sátira como soportes de denuncia de las incongruencias sociales.

A mediados del siglo XIX, coincidiendo con la Gran Hambruna (1845-49), Irlanda revitalizó sus expresiones nacionalistas y alentó el renacimiento de la literatura irlandesa que fraguó en las últimas décadas del siglo. Destaca Maria Edgeworth, cuyos trabajos reflejaban las teorías educativas liberales derivadas de Jean Jacques Rousseau. La novela El castillo de Rackrent (1800) es un tratamiento irónico de la vida anglo-irlandesa en tiempos turbulentos políticamente, y resulta innovadora por el empleo del dialecto local y por situar a los católicos irlandeses en el centro narrativo. Se considera como la primera novela regional de las islas británicas, y tuvo reconocida influencia en Walter Scott, pionero escocés de la novela histórica. William Carleton basó El profeta negro (1847) en las hambrunas de 1817 y 1822; su publicación en plena Gran Hambruna le dio relevancia. George Moore es un autor clave en tanto antecedente de Beckett y Joyce, debido a la necesidad de abandonar su país; Moore vivió en París y fue uno de los primeros novelistas en emplear técnicas del realismo francés –Balzac, Flaubert y Zola, principalmente–, por lo que se le considera el primer novelista moderno. Pero el verdadero arquitecto del renacimiento de la literatura irlandesa fue sin duda Yeats, cuya carrera literaria, acompasada con el desarrollo del modernismo europeo de las décadas de los años veinte y treinta, ofrece como resultado un nuevo tipo de literatura irlandesa en inglés.

Afirmar que Joyce es el escritor irlandés más influyente y de mayor proyección, a pesar de que la mayoría de sus obras fueron escritas en el exilio, resulta una obviedad. Su personalidad ha coadyuvado a mantener la leyenda según la cual el modernismo se encumbra en la obra joyceana; estela a la que muchos no han sabido sobreponerse. En su debut literario, la colección de cuentos Dublineses (1914), ya se advierte el deseo de Joyce de alejarse de versiones idealizadas de su país, por lo que vertebra los relatos en torno a la parálisis y claustrofobia que percibía en la sociedad católica dublinesa. El mismo tono recorre Retrato de un artista adolescente (1916), en que el protagonista Stephen Dedalus emerge de un clima restrictivo en lo religioso. Pero, como bien se sabe, fue Ulises (1922) el texto que transformó la novela europea en tanto funda un nuevo estilo que fusionaba mito, historia y épica, además, claro está, de ser la novela de Dublín por antonomasia. Un Dublín vívido, sexualizado, bullicioso, traicionero, nostálgico, por cuya “sucesión de presentes” deambulan Stephen Dedalus y Leopold Bloom. Joyce ha sido durante décadas sinónimo de la más controvertida experimentación, y con más razón para aquellos que han sido incapaces de vadear los meandros del impenetrable Finnegans Wake (1939).

Algunos nombres para el siglo XXI

En el siglo XXI, la literatura irlandesa explora nuevas inquietudes existenciales en formatos variados, pero se reconoce el enraizamiento con la tradición, pues en Irlanda siempre se han preferido los mitos a la realidad; entre realidad y leyenda, invariablemente gana la segunda.

Para aquellos que deseen aventurarse por los múltiples senderos de la narrativa irlandesa, he aquí algunos de los autores traducidos más sobresalientes. Elizabeth Bowen, cuyo texto autobiográfico se mueve entre la memoria, el amor y la sexualidad en Siete inviernos; Francis McCourt, hace la radiografía de la miseria en Las cenizas de Ángela; Liam O’Flaherty, que compone en El delator un thriller ambientado en los años de la lucha clandestina irlandesa tras la guerra civil; Joyce Cary, autor de una trilogía de la que se conoce en español La boca del caballo. Hasta su muerte en 1966, Flann O’Brien representa la innovación en el campo de la ficción. Destacan En nadar-dos- pájaros, narración de historias engarzadas de filiación cómica; El tercer policía, La boca pobre; Crónica de Dalkey. Dos cuentistas destacados son Sean O’Faolain –Locuras de una noche de verano– y la primera de sus cuatro novelas, Un nido para personas sencillas– y Frank O’Connor –Huéspedes de la nación, Manzanas de discordia, Jalea de manzanas silvestres. Ambos son nacionalistas comprometidos con el bando republicano que retratan el mundo irlandés con sentido crítico. O’Connor se centra en lo cotidiano, mientras que O’Faolain es más ácido en el tratamiento de las clases bajas o medias, y cáustico respecto al catolicismo irlandés. John McGahern tuvo problemas con la censura –La oscuridad le costó el exilio. De William Trevor, adscrito a un planteamiento realista, destaca La historia de Lucy Gault. Después de ellos, los más actuales y con éxito notable son: Colm Toibin, con una descarnada novela sobre las relaciones familiares y la homosexualidad, El faro de Bridgewater; y, en género negro, John Banville, entre sus últimas obras cabe mencionar Venganza y La rubia de ojos negros. Destaca una novela formidable: Nadan dos chicos, de Jamie O’Neill, ambientada durante los preparativos del levantamiento irlandés contra los ingleses y la primera guerra mundial, narra con recursos afines a Joyce, Wilde y O’Brien, la relación de dos adolescentes con su entorno, proporcionando una imagen vívida del carácter insular.