Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 5 de julio de 2015 Num: 1061

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos ficciones
Marco Antonio Campos

Tríptico de la infamia,
una coreografía
de sombras

Juan Manuel Roca

Irlanda, tierra de
santos y de sabios

Ánxela Romero-Astvaldsson

Los paisajes emocionales
de Gunther Gerzso

Germaine Gómez Haro

HAMBRE (una lectura
de la poesía de
Eduardo Lizalde)

María Baranda

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Informales y cumplidores

Tengo para mí que, desde hace años, uno de los petates de muerto con los que los mexicanos nos espantamos los unos a los otros, es la pérdida del empleo. Cuando nos encontramos a algún conocido y lo vemos flaco y ojeroso una de las respuestas posibles a nuestro: “Qué te pasa?”, puede ser “Tengo demasiado trabajo”. Invariablemente, aunque el sujeto en cuestión se vea fatal, lo que sigue es: “Qué bueno, ¿no?” En este país tragicómico hay personas que desempeñan labores esenciales para los demás y que ganan una miseria: campesinos, obreros, enfermeras, bomberos, buzos del drenaje profundo y un largo etcétera.

También hay quienes trabajan grillando, durmiéndose en la curul, explotando al proletariado y a quien se deje. Ellos ganan cantidades astronómicas. Un diputado gana 74 sueldos mínimos al día. Yo no sé a qué hora la ciudadanía, para la cual se supone que trabajan estos señores, les dio permiso para ganar ese sueldazo. Según Oxfam, en una nota de este mes, los billonarios mexicanos han quintuplicado sus fortunas en los últimos veinte años. ¿Y los demás, apá?

Yo tengo trabajo. Hago lo que me gusta: escribo. Soy, casi siempre, mi propio jefe. Un jefe insoportable: atarantado e indeciso. Tampoco tengo horario, pues las horas las impongo yo. No necesito ropa para la oficina. Soy una facha, pero ni a mi marido ni al gato les importa un pepino. He experimentado apenas la sensación de tedio que ataranta a muchas personas en la oficina, aunque eso no significa que no me fastidie. He trabajado en oficinas (antes de internet, cuando los memorandos eran papeles) así que he sido testigo de cómo el tiempo se arrastra, se aferra a la pata de la silla, muerde la alfombra, se inmoviliza y uno queda como hipnotizado por el aburrimiento.


Ilustración de José Mo Bueno

Tuve mil empleos, hasta que, a pesar de las advertencias, me decidí a escribir de tiempo completo. También en mi mesa de escritora me he aburrido, aunque de otra forma. Uno de los secretos mejor guardados de mi profesión es que pocas cosas son tan soporíferas como leer por centésima vez la misma página y corregirla. Y más vale que uno corrija, porque genios hay poquísimos, y ellos corrigen también.

Todo esto es para advertirle al lector que estoy consciente de que hago lo que me gusta y me pagan por eso; que en un país donde hay pocos empleos y la mayoría están mal remunerados, hacer lo que uno quiere es como haberse ganado el Melate. Casi no tengo derecho a decir nada. Aun así, aquí va: estoy preocupada por el futuro de los que pagamos impuestos y no somos formales.

Pertenezco desde siempre a los informales. Con esto no quiero decir  que llego tarde, que no cumplo con mi trabajo, o que prometo cosas que se me olvidan. Me refiero a un circunstancia concreta: soy free lance (el origen de la palabra es delicioso: la lanza libre, el soldado medieval que se empleaba al mejor postor).

Durante más de diez años di clase. Entonces tuve vacaciones pagadas y aguinaldo, pero nunca me hice acreedora a otras prestaciones. Doy recibos por cada cosa que hago; Hacienda está al tanto del más ínfimo de mis movimientos, pero no cotizo, ese extraño verbo. Es por eso que cuando alguien habla del retiro, las afores o la pensión, siento que se mueve el tapete como si estuviera temblando y me dan ganas de tirarme al suelo.

Como ya he confesado en este mismo espacio, albergo una dramática fantasía, influida por los cineastas neorrealistas italianos, en la que me imagino a mí misma viejita, mirando la lluvia con el mismo desamparo de un perro de taquería. En esa fantasía mi marido anda por ahí, pero no en la lluvia. Está leyendo bajo un puente.

Como se puede advertir, no soy optimista. No soy la única: los free lanceros son escritores, diseñadores gráficos, correctores de pruebas, bailarines, coreógrafos, pintores, traductores, ilustradores, intérpretes. Todos cumplidores, o no cobran. Sin prestaciones, aunque paguen impuestos. Reciben el pago cuando el trabajo está terminado. No tienen afores, Infonavit o pensión. Y todos tenemos las mismas inquietudes.

El free lancero envejece. Ya no tiene la energía para sostener la lanza, para pelear en todas las batallas. Sufre cuando piensa en su futuro.

Pero no debería angustiarse: una tarde, mientras se atormentaba imaginándose a sus hombres y a sí mismo sin fuerzas para alzar las espadas, del cielo bajó un dragón y yam, se los comió a todos. ¡Como en Game of Thrones!