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Gustavo Sainz y la novela como una máquina de preguntas
E

n 1966 Salvador Novo vio en su primer libro el inicio de una carrera llena de promesas y el crítico Emmanuel Carballo una obra que rompe la manera mexicana de novelar. Hoy, de los poco más de 20 libros que publicó, y que algunos llegaron a sorprender a Octavio Paz y Carlos Fuentes, sólo se encuentra uno en librerías. Los demás viven en los anaqueles de las bibliotecas públicas o en las librerías de viejo.

Novo y Carballo se referían a Gustavo Sainz y a su primera novela, Gazapo, publicada en 1965, en la legendaria Serie del Volador de la editorial Joaquín Mortiz. Sainz, José Agustín y algunos escritores más ofrecieron a los lectores nuevas temáticas y nuevas formas de contarnos historias. Hacer novelas con los modelos del siglo XIX no les interesaba. La novela de la revolución que era su herencia no les servía a un par de jóvenes de ciudad para contar sus historias.

Sainz quería escribir Gazapo a los 19 años. Tanto le obsesionaba que tenía en la cabeza varios títulos. Menciono dos: Muchachos volando por la ciudad y Los perros jóvenes. La aparición de La ciudad y los perros, de Vargas Llosa (el más radical experimento con el lenguaje, según Sainz) le hizo desechar ese nombre. Se decidió por gazapo por la ambigüedad de la palabra. Significa cría de conejo y también disparate, embuste, mentira. Eso era su novela, pues la literatura es la zona franca de la mentira.

Las primeras 25 páginas que llevaba escritas las publicó en Cuadernos del viento como fragmento de novela. Lo contactó el editor Joaquín Mortiz y le ofreció publicar su libro apenas lo terminara. Cuando al fin fue publicado no aparecieron esas 25 cuartillas presentadas como adelanto de novela: Sainz olvidó incluirlas.

La ciudad, el cine, la música, la tecnología y el lenguaje mismo como protagonista fueron los ingredientes elegidos por Sainz para escribir sus novelas. Elementos con los que cualquier joven podía identificarse y que se identifica incluso ahora, medio siglo después de haber sido escrita Gazapo, por la maestría de sus diálogos.

Si en un principio fueron cartas, grabaciones, telefonemas, diálogos que le permitieron con el tono coloquial dar saltos mortales de tiempo, en uno de sus últimos libros el recurso fue la construcción narrativa por medio de correos electrónicos entre un profesor y su alumna. La novela virtual casi prescinde de la puntuación para rescatar la rapidez del medio.

Ese acercamiento a la calle y a la vida menuda atrajo nuevos lectores. Los jóvenes clasemedieros de los 60 pudieron leerse en los nuevos escritores que impulsaban, más que un movimiento cultural, una contracultura donde el uso del lenguaje y del tiempo tensaba a la historia y le daba forma.

Sorprende la frescura de Gazapo a medio siglo de distancia. También ese prodigioso monólogo de La princesa del Palacio de Hierro, donde la protagonista cuenta su juventud temeraria, delirante y de una vitalidad que no deja de asombrarnos. El humor, el ir y venir del tiempo narrativo a través de los diálogos donde el pasado está presente y el presente parece interminable son quizá el porqué sus primeros libros puedan leerse en nuestros días sin dificultad.

Sainz y Agustín reconocían, sí, a sus mayores, pero estaban seguros de que las historias se podían contar de otra manera. El escritor, el intelectual debía comprometerse con su entorno a través del lenguaje vivo.

No me extraña que Sainz fuera un devoto lector del Ulises y de Finnegans Wake, de Joyce, o de Marcel Proust, escritores cuya propuesta estética es el lenguaje y el tiempo. Sainz, sin embargo, no pretendía escribir a la manera de, sino con las reglas que sus mismas historias le imponían. Y sus reglas trascendían al mero mundo literario. Su biblioteca, además de libros, tenía imágenes de su santoral laico. Había escritores, pero no sólo escritores. Allí estaban, como confesó hace tiempo, John Ford, Visconti, Antonioni, Howard Hawks, Luis Buñuel, Truffaut, Goddard, Francis Gray, Stravinsky, John Cage y, claro, escritores como Robert Graves, Cortázar, Lawrence Durrell, Fuentes, Vargas Llosa, Octavio Paz, por mencionar sólo a algunos.

Sainz aprendió, como su admirado Proust, que misteriosamente las obras del pasado nos hacen leer el pasado, pero sobre todo, el presente. Más aún: sabía que las grandes obras modifican incluso a sus predecesoras. Para Gustavo Sainz la literatura hace posible lo que normalmente no lo es: participar en experiencias y observarlas al mismo tiempo. Leemos porque amamos o porque queremos ser amados... Leemos como amamos.

¿Cuánto tiempo hemos perdido por haber dejado de leer libros como La princesa del Palacio de Hierro? ¿Por haber dejado que la maquinaria del mercado editorial triturara el gusto para imponernos libros que no tienen nada que ver ni con la lucha por la expresión?

La novela para él era un viaje de descubrimiento, una máquina de preguntas. Convendría, creo, recuperar ese principio.